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EL LIBERAL . El Evangelio

Sé quién eres: el Santo de Dios

03/09/2018 23:46 El Evangelio
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Sé quién eres: el Santo de Dios Sé quién eres: el Santo de Dios

En aquel tiempo, Jesús

bajó a Cafarnaún, ciudad de

Galilea, y los sábados enseñaba

a la gente. Se quedaban

asombrados de su doctrina,

porque hablaba con

autoridad.

Había en la sinagoga un

hombre que tenía un demonio

inmundo, y se puso a

gritar a voces: “¿Qué quieres

de nosotros, Jesús Nazareno?

¿Has venido a acabar

con nosotros? Sé quién

eres: el Santo de Dios”.

Jesús le intimó: “¡Cierra

la boca y sal!”.

El demonio tiró al hombre

por tierra en medio de

la gente, pero salió sin hacerle

daño. Todos comentaban

estupefactos: “¿Qué

tiene su palabra? Da órdenes

con autoridad y poder

a los espíritus inmundos, y

salen”.

Noticias de él iban llegando

a todos los lugares

de la comarca.

Comentario

Cafarnaún no es Nazaret;

es más receptiva a la

palabra y a los signos de

Jesús. Por eso, la reacción

de su gente es tan distinta

ante la presencia en la sinagoga

del profeta de Nazaret.

Aquí el asombro y la

admiración es permanente;

todos resaltan insistentemente

la autoridad soberana

con que actúa Jesús:

“Hablaba con autoridad”,

“¿Qué tiene su palabra?”,

“Da órdenes con autoridad”.

Todo sucede ante la victoria

de Jesús sobre las

fuerzas del mal de un endemoniado.

La autoridad de Jesús

tiene una fuente muy clara.

En él se funden la palabra

y la obra; decía y curaba;

sentía lo que decía y hacía

lo que decía.

Como que Jesús era

la verdad, y con él llegaba

el Reino de la verdad y del

amor. Todo sonaba a verdadero;

nada olía a falso,

a hipocresía, a ganas de figurar.

No es extraño que el

evangelista apunte que las

noticias de Jesús llegaban

a toda la comarca. La gente

sabe captar el buen mensaje.

Lo contrario de los fariseos

de los que censura

el evangelio: “Haced lo

que ellos dicen, no hagáis

lo que ellos hacen”.

Credibilidad. Acaso sea

esta palabra el nombre de

la autoridad que la Iglesia,

que los cristianos necesitemos

en nuestro testimonio.

Que aquello que decimos

y hacemos resulte

creíble. Que en los demás

suscite aceptación cordial,

aun dentro de las limitaciones.

No significa que, de entrada,

seamos santos, sino

que nos vean en camino.

No hace falta que nos

presentemos como salvadores

pero sí gente que se

abre a la salvación.

Que sea una autoridad

“moral”. Lo ha dicho Benedicto

XVI en Friburgo y

lo atestigua la historia reciente.

En la medida en que

nos despojamos del poder

mundano va creciendo (auget

auctoritas) la autoridad

interior espiritual. Todavía

nos queda eliminar mucha

costra poco evangélica

que, en el ejercicio de la autoridad,

ha dejado el peso y

el paso de la historia. Todo

se andará.

Y, por supuesto, la autoridad

de un testigo de

la Iglesia crece cuando

se adivina pronto que ese

cristiano es sincero, que es

el corazón el que habla, que

no se busca a sí mismo sino

al que le ha enviado, que

siente de veras lo que comunica.

Es decir, que Dios habla

por él.

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