Mama Antula, una santa para nuestro tiempo (última parte) Mama Antula, una santa para nuestro tiempo (última parte)
La Iglesia del siglo XVIII no es la misma en sus
configuraciones teológicas, sociales y culturales
que la del presente. Sin embargo, los rasgos más
distintivos que la señalan como la Iglesia de Jesús,
la comunión y la misión, permanecen perpetuamente
en el tiempo. María Antonia fue una laica
inserta en la Iglesia de su tiempo. Vivió como
nadie la comunión, es decir, la unidad en la fe, en
la esperanza y en la caridad. Ya desde sus inicios,
su camino fue en comunidad, no aisladamente, el
“beaterio” supone una rica experiencia de vida comunitaria
junto a otras mujeres, que ansían servir
a Dios. Esta experiencia de comunión, para nada
la aísla del mundo y sus necesidades en un pequeño
gueto, sino que la nutre permitiéndole integrarse
en el servicio espiritual y solidario a toda la Iglesia,
de la que se siente parte junto a la Compañía
de Jesús en una primera etapa, y luego desde dinamismos
más universales a partir de la expulsión
de los hijos de San Ignacio de Loyola. Los mismos
ejercicios espirituales serán un signo de comunión
que traspasa los límites de la Iglesia proponiendo
un modelo de sociedad donde las personas
se allanan a su sola humanidad sin importar sus
orígenes y las clases sociales de pertenencia.
La Mama Antula tiene la capacidad de sumar a
su obra a los distintos sectores de la Iglesia, obispos
y sacerdotes, órdenes religiosas, laicos de
distintas procedencias geográficas y sociales, autoridades
gubernamentales e instituciones de la
sociedad civil de su tiempo, aun con contradicciones
y desavenencias, compartieron un ideal común,
que la Madre Antula supo proponer con la
única finalidad de acercar almas a Dios y mantener
el espíritu que los jesuitas esparcieron por estas
tierras americanas. La comunión no sólo es
solo una nota de tipo teologal y espiritual sino también
la configuración de un estilo de vida, un proyecto
de Iglesia y de sociedad. María Antonia contribuyó
con su obra a hacerla posible.
No hay auténtica comunión sin misión, como le
gusta decir al papa Francisco, la Iglesia debe vencer
la tentación de la auto referencialidad para
abrirse al mundo en el servicio al Reino de Dios. La
Mama Antula, en su tiempo, fue una adelantada en
poner en marcha este modelo de Iglesia peregrina
y misionera, llevando a Jesús, a través de la práctica
de los ejercicios ignacianos a distintos sitios
de nuestra patria, incluso del vecino país del Uruguay.
En su carta al Virrey Pedro de Cevallos en la
que le pide autorización para organizar los ejercicios
espirituales en Buenoss Aires, dice: “desde el
mismo año en que fueron expulsados los padres
Jesuitas, al ver la falta de ministros evangélicos y
de doctrina que había, y de medios de promoverla,
dejé mi retiro y me dediqué a salir, aunque mujer
y ruin, pero confiada en la Divina Providencia,
por jurisdicciones y partidos con venia de los señores
Obispos para colectar limosnas y mantener
los santos ejercicios del glorioso san Ignacio de
Loyola”. Este espíritu de salida nace de su amor
a Dios y de la necesidad, por la falta de ministros y
medios, para comunicar el mensaje del Evangelio
que posibilite la salvación de las almas. Los ejercicios
espirituales serán los medios adecuados para
proponer el Evangelio a las personas en orden a
su salvación y ella, en este afán, tendrá un rol único
e insustituible. El anhelo de que no quede nadie
sin conocer y amar a Dios: “Hacerle amar cuanto
es de amable por todas sus creaturas”, comienza
a plasmarse gracias a los ejercicios espirituales
y demás prácticas pastorales que Mama Antula
promueve para sostener la fe del pueblo, como
la introducción de la devoción a San Cayetano,
la celebración de misas en honor a los santos, en
especial a San Ignacio, a la adoración del Niño Jesús,
procesiones y otras expresiones sencillas de
religiosidad popular.
Por último, esta experiencia de Iglesia comunión
y misión se expresa en la tarea solidaria que
María Antonia realiza junto a sus beatas, rescata
a mujeres de la prostitución, organiza espacios
para educar a niñas pertenecientes a familias de
escasos recursos y ayuda con limosna y alimentos
a los hermanos más pobres. Por este accionar
misericordioso y solidario se la reconoce como
la “Mama”, la madre que protege y acompaña
a sus hijos.
Como conclusión, si bien señalamos al comienzo
que María Antonia tenía una personalidad
muy rica que plasmó en su obra, decimos
que sería injusto soslayar que antes que nada
fue una mujer de fe, peregrina y misionera al
servicio de los pobres, que puede ser propuesta
en estos tiempos como modelo de santidad encarnada
en los enclaves históricos de su pueblo.
Por eso, su vida testimonial tiene vigencia, y ha
encontrado, sobre todo en el pueblo santiagueño,
un lugar de devoción popular que ennoblece
aún más su figura.