Lectura del santo evangelio según san Mateo (8,5-11) Lectura del santo evangelio según san Mateo (8,5-11)
tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún,
un centurión se le acercó
rogándole: “Señor, tengo en casa
un criado que está en cama paralítico
y sufre mucho”.
Le contestó: “Voy yo a
curarlo”.
Pero el centurión le replicó:
“Señor, no soy digno
de que entres bajo mi techo.
Basta que lo digas de palabra,
y mi criado quedará sano.
Porque yo también vivo
bajo disciplina y tengo soldados
a mis órdenes; y le digo
a uno: “Ve”, y va; al otro:
“Ven”, y viene; a mi criado:
“Haz esto”, y lo hace”.
Al oírlo, Jesús quedó admirado
y dijo a los que le seguían:
“En verdad os digo que
en Israel no he encontrado en
nadie tanta fe. Os digo que
vendrán muchos de oriente y
occidente y se sentarán con
Abrahán, Isaac y Jacob en el
reino de los cielos”.
Comentario
La primera semana de
Adviento y parte de la segunda
constituyen el ciclo de
Isaías (presente, por lo demás,
durante todo este tiempo
litúrgico): el ciclo de la
promesa mesiánica, que se
cumple en Jesús, como nos
recuerda cada día el texto
evangélico.
El primer rasgo de esta
promesa mesiánica es su
universalidad. Aunque se haga
a Israel, no se trata de
una afirmación de exclusividad
nacional o religiosa.
La visión que afirma el
monte del Señor y la ciudad
santa, lo contempla como un
punto de confluencia de todos
los pueblos y naciones,
que encontrarán en el cumplimiento
de la promesa el
camino de la paz, el fin de las
enemistades.
¿Significa esto que para
acceder a la salvación del
Dios de Israel es necesario
convertirse en judío? Algo de
esto (un resto de nacionalismo)
hay en el universalismo
mesiánico de los profetas.
En Jesús se cumplen plenamente
las antiguas promesas,
pero en gran parte
de modo distinto a como lo
imaginaron los profetas y lo
esperaban sus contemporáneos.
Dios no se deja atrapar
por nuestros esquemas, los
supera siempre.
Así, en lo que hace al universalismo
de la promesa
mesiánica, vemos hoy que
no queda resto alguno de nacionalismo
o de sometimiento
de las otras naciones al
pueblo elegido.
El centurión romano es
un enemigo de Israel, un
ocupante, representante de
una fuerza poderosa y arrogante.
Pero tanto en sus entrañas
de misericordia hacia
el criado enfermo, como en
su actitud humilde ante Cristo
(“no soy digno”), que reconoce
su propia impotencia
y confiesa su confianza
en el poder de Jesús, se está
cumpliendo la profecía de
Isaías: se convierte en representante
de esos pueblos
que confluyen a Jerusalén,
y que están forjando arados
de las espadas, de las lanzas
podaderas.