Recuerdo de monseñor Manuel Guirao

Hace 14 años partía a la casa del Padre Dios un hombre santo, de vida austera y amable sonrisa que supo animar a la Iglesia santiagueña hacia un proyecto de comunión y participación como nunca antes había vivido. Hombre formado en el pre Concilio Vaticano II, que sin embargo supo abrirse a los cambios que el Espíritu de Dios suscitaba en la Iglesia como servidora de la sociedad, hasta el punto de ser, a nivel nacional, un hombre de audaces y firmes decisiones pastorales que pusieron a la Iglesia santiagueña como modelo de participación, especialmente laical, y compromiso socio político. Se apertura de mente y corazón lo llevó a propiciar la unidad entre propuesta pastorales tan diferentes como las Comunidades Eclesiales de Base y la renovación carismática. Tenía una mirada "trascendente" y hasta "mística" de las realidades temporales que le permitía colocar cada situación en el marco del plan salvífico de Dios. Sabía poner su pensamiento y en especial su corazón, por encima de las discusiones y propuestas sectoriales e invitaba a todos a tener una mirada superadora, con la única intención de cumplir la voluntad de Dios. Creía y potenciaba la participación de los laicos en las decisiones más importantes de la Iglesia y los impulsaba a participar en el mundo de la política y la intervención social. En esa línea, creó la Escuela de Sagrados Ministerios, pionera a nivel nacional, y ordenó a los primeros diáconos casados en la Diócesis de Santiago del Estero. Fue un adelantado en la conformación de equipos de trabajo donde laicos, religiosos y sacerdotes compartían la tarea pastoral en igualdad de condiciones, cada uno desde su ministerio y espiritualidad. Fue un hombre de diálogo sincero, propició encuentros con las organizaciones de la sociedad civil a fin de promover los derechos de los ciudadanos, en las distintas facetas de la vida social en la provincia. Con las autoridades políticas dialogaba, pero siempre manteniendo una posición crítica frente a los abusos de poder de aquel tiempo, impulsando debates en la sociedad para fortalecer los derechos de los más pobres. Durante su período de servicio episcopal, la pastoral social y de derechos humanos en la Diócesis tuvo un lugar privilegiado en las líneas pastorales diocesanas. Tuvo la inteligencia de horizontalizar las distintas organizaciones pastorales de la Diócesis; desconfiaba de los grupúsculos de poder, enquistados en la Iglesia, que tanto daño le hacían y le hacen hoy. La Iglesia toda estaba en permanente estado de asamblea, todo se debatía y consensuaba en la búsqueda de ser fieles a Jesús y su Reino. Los problemas cotidianos de la sociedad resonaban en la Iglesia y se debatían ideas y propuestas para generar alguna acción que ayudara a superar las dificultades, sufrimientos y necesidades del pueblo de Dios. Entre sus virtudes estaba la de saber escuchar a todos, de establecer vínculos de amistad en Dios, animándonos a seguir caminando en la fe. Jamás excluyó a nadie, todos tenían un lugar en su corazón de padre y pastor. Era un deleite para el alma conversar con él, tomando unos mates, y celebrando el amor y la vida. Siempre atento, preguntaba como estábamos, como estaba la familia, cómo nos sentíamos en la tarea pastoral, como estaban las comunidades. Valoraba la libertad y la creatividad de las personas, en especial de sus sacerdotes. Las inquietudes e iniciativas encontraban en él apoyo y acompañamiento. Cómo no recordar y agradecer a este pastor que hizo tanto por la provincia. Su legado es inmenso y su testimonio, una de las páginas más rutilantes de la historia reciente. Tuve la dicha de haber compartido muchas cosas con él, y poder conversar telefónicamente tres días antes de su muerte. Se supo contento y hablamos largamente con sabor a despedida. Gracias por todo, gracias por tanto, hombre santo de Dios.