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EL LIBERAL . El Evangelio

Santo evangelio según san Juan (8,21-30)

08/04/2019 23:05 El Evangelio
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Santo evangelio según san Juan (8,21-30) Santo evangelio según san Juan (8,21-30)

En aquel tiempo, dijo Jesús

a los fariseos: “Yo me voy y

me buscaréis, y moriréis por

vuestro pecado. Donde yo voy

no podéis venir vosotros”.

Y los judíos comentaban:

“¿Será que va a suicidarse, y

por eso dice: “Donde yo voy

no podéis venir vosotros”?”.

Y él les dijo: “Vosotros sois

de aquí abajo, yo soy de allá

arriba: vosotros sois de este

mundo, yo no soy de este

mundo. Con razón os he dicho

que moriréis en vuestros pecados:

pues, si no creéis que

Yo soy, moriréis en vuestros

pecados”.

Ellos le decían: “¿Quién

eres tú?”.

Jesús les contestó: “Lo

que os estoy diciendo desde el

principio. Podría decir y condenar

muchas cosas en vosotros;

pero el que me ha enviado

es veraz, y yo comunico al

mundo lo que he aprendido de

él”.

Ellos no comprendieron

que les hablaba del Padre.

Y entonces dijo Jesús:

“Cuando levantéis en alto al

Hijo del hombre, sabréis que

‘Yo soy’, y que no hago nada

por mi cuenta, sino que hablo

como el Padre me ha enseñado.

El que me envió está conmigo,

no me ha dejado solo;

porque yo hago siempre lo que

le agrada”.

Cuando les exponía esto,

muchos creyeron en él.

Comentario

En la recta final de la Cuaresma

la liturgia nos presenta

el desgaste del pueblo peregrino

y nos advierte de una

de las tentaciones más sutiles

y eficaces contra la fe: el

aparente fracaso del que nos

quieren convencer el cansancio

y la impaciencia. Bajo el

calor del sol abrasador o atravesando

la noche oscura de la

existencia, la tentación se hace

muchas veces irresistible:

¿de qué ha servido todo? ¿no

estábamos mejor en Egipto?

Cuando nos acostumbramos

a esa Providencia que

sostiene y acompaña nuestra

vida la juzgamos no solo insuficiente,

sino prácticamente

equivocada e, incluso, cruel:

¿Por qué nos has sacado de

Egipto para morir en el desierto?

El cansancio borra la memoria

y abre la puerta al desprecio

desagradecido. El pueblo

olvida su historia y cede al

autoengaño: “Con lo bien que

estábamos antes de que aparecieras”.

Y murmura.

Hablamos contra Dios y

contra sus intermediarios,

contra nuestras circunstancias

y nuestra historia. Creemos

que sabríamos hacerlo

mucho mejor, que depender

de él es peor que estar bajo

la esclavitud de nuestras pasiones

y caprichos. Y, entonces,

interpretamos como un

castigo aquello que, en realidad,

no es más que las consecuencias

de nuestra libertad

mal empleada. Una libertad

que él respeta y, lo que es

aún más admirable, de la que

se sirve para seguir haciendo

una historia de salvación con

nosotros. Dios no nos salva

en el abstracto ni en una realidad

diferente a la que vivimos

cada día, nos cura de raíz

en aquello mismo que nos mata:

cuando una serpiente mordía

a alguien, éste miraba a la

serpiente de bronce y salvaba

la vida.

De alguna manera, el Señor

es capaz de hacer de

aquello que nos mata -la serpiente

en ambos casos- cauce

de salvación. La clave está en

levantar la mirada, alzar la vista

hacia lo alto, hacia el Altísimo.

Reconocer nuestra miseria

y nuestro pecado, sí, pero

no para encerrarnos en ellos,

sino para acudir al que puede

subsanar nuestra indigencia:

el que lo miraba se curaba

no por lo que contemplaba,

sino por ti, Salvador de todos

(Sab 16, 7).

Porque aquellos ídolos, incapaces

de ver, ni oír, y mucho

menos de actuar, solo

eran una imagen del que habría

de venir. Jesús advierte

a los fariseos: moriréis por

vuestros pecados. Por vuestra

cerrazón, por no haber querido

abriros a la gracia. Ese es el

auténtico y más grave pecado.

Hay que alzar la mirada: hemos

pecado, sí, pero su Amor

es más grande que nuestra

miseria. Ante el misterio de la

Cruz, tanto en Judas como en

Pedro, en Gestas como en Dimas,

el pecado quedará manifiesto:

como el pueblo por el

desierto, ellos habían creído

que sabían mejor que Dios cómo

debía acontecer la historia.

Unos se negarán a la gracia

y no cederán ante sus ‘yo

creía que’. Los otros, en cambio,

reconocerán su miseria y

se acogerán a Su misericordia.

Entonces, sabréis que Yo

soy. Ahí precisamente, en la

Cruz, en la suya y en las nuestras

de cada día, es donde, paradójicamente,

se revela quiénes

somos y quién es él: Dios-

Amor. Ya no se trata de méritos,

ni de haber sido completamente

buenos o no haber caído

ni una sola vez, tampoco de

lógica reparadora: “El peor de

los pecados es no creer ya en

el Amor”.

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