Santo evangelio según san Juan (8,21-30) Santo evangelio según san Juan (8,21-30)
a los fariseos: “Yo me voy y
me buscaréis, y moriréis por
vuestro pecado. Donde yo voy
no podéis venir vosotros”.
Y los judíos comentaban:
“¿Será que va a suicidarse, y
por eso dice: “Donde yo voy
no podéis venir vosotros”?”.
Y él les dijo: “Vosotros sois
de aquí abajo, yo soy de allá
arriba: vosotros sois de este
mundo, yo no soy de este
mundo. Con razón os he dicho
que moriréis en vuestros pecados:
pues, si no creéis que
Yo soy, moriréis en vuestros
pecados”.
Ellos le decían: “¿Quién
eres tú?”.
Jesús les contestó: “Lo
que os estoy diciendo desde el
principio. Podría decir y condenar
muchas cosas en vosotros;
pero el que me ha enviado
es veraz, y yo comunico al
mundo lo que he aprendido de
él”.
Ellos no comprendieron
que les hablaba del Padre.
Y entonces dijo Jesús:
“Cuando levantéis en alto al
Hijo del hombre, sabréis que
‘Yo soy’, y que no hago nada
por mi cuenta, sino que hablo
como el Padre me ha enseñado.
El que me envió está conmigo,
no me ha dejado solo;
porque yo hago siempre lo que
le agrada”.
Cuando les exponía esto,
muchos creyeron en él.
Comentario
En la recta final de la Cuaresma
la liturgia nos presenta
el desgaste del pueblo peregrino
y nos advierte de una
de las tentaciones más sutiles
y eficaces contra la fe: el
aparente fracaso del que nos
quieren convencer el cansancio
y la impaciencia. Bajo el
calor del sol abrasador o atravesando
la noche oscura de la
existencia, la tentación se hace
muchas veces irresistible:
¿de qué ha servido todo? ¿no
estábamos mejor en Egipto?
Cuando nos acostumbramos
a esa Providencia que
sostiene y acompaña nuestra
vida la juzgamos no solo insuficiente,
sino prácticamente
equivocada e, incluso, cruel:
¿Por qué nos has sacado de
Egipto para morir en el desierto?
El cansancio borra la memoria
y abre la puerta al desprecio
desagradecido. El pueblo
olvida su historia y cede al
autoengaño: “Con lo bien que
estábamos antes de que aparecieras”.
Y murmura.
Hablamos contra Dios y
contra sus intermediarios,
contra nuestras circunstancias
y nuestra historia. Creemos
que sabríamos hacerlo
mucho mejor, que depender
de él es peor que estar bajo
la esclavitud de nuestras pasiones
y caprichos. Y, entonces,
interpretamos como un
castigo aquello que, en realidad,
no es más que las consecuencias
de nuestra libertad
mal empleada. Una libertad
que él respeta y, lo que es
aún más admirable, de la que
se sirve para seguir haciendo
una historia de salvación con
nosotros. Dios no nos salva
en el abstracto ni en una realidad
diferente a la que vivimos
cada día, nos cura de raíz
en aquello mismo que nos mata:
cuando una serpiente mordía
a alguien, éste miraba a la
serpiente de bronce y salvaba
la vida.
De alguna manera, el Señor
es capaz de hacer de
aquello que nos mata -la serpiente
en ambos casos- cauce
de salvación. La clave está en
levantar la mirada, alzar la vista
hacia lo alto, hacia el Altísimo.
Reconocer nuestra miseria
y nuestro pecado, sí, pero
no para encerrarnos en ellos,
sino para acudir al que puede
subsanar nuestra indigencia:
el que lo miraba se curaba
no por lo que contemplaba,
sino por ti, Salvador de todos
(Sab 16, 7).
Porque aquellos ídolos, incapaces
de ver, ni oír, y mucho
menos de actuar, solo
eran una imagen del que habría
de venir. Jesús advierte
a los fariseos: moriréis por
vuestros pecados. Por vuestra
cerrazón, por no haber querido
abriros a la gracia. Ese es el
auténtico y más grave pecado.
Hay que alzar la mirada: hemos
pecado, sí, pero su Amor
es más grande que nuestra
miseria. Ante el misterio de la
Cruz, tanto en Judas como en
Pedro, en Gestas como en Dimas,
el pecado quedará manifiesto:
como el pueblo por el
desierto, ellos habían creído
que sabían mejor que Dios cómo
debía acontecer la historia.
Unos se negarán a la gracia
y no cederán ante sus ‘yo
creía que’. Los otros, en cambio,
reconocerán su miseria y
se acogerán a Su misericordia.
Entonces, sabréis que Yo
soy. Ahí precisamente, en la
Cruz, en la suya y en las nuestras
de cada día, es donde, paradójicamente,
se revela quiénes
somos y quién es él: Dios-
Amor. Ya no se trata de méritos,
ni de haber sido completamente
buenos o no haber caído
ni una sola vez, tampoco de
lógica reparadora: “El peor de
los pecados es no creer ya en
el Amor”.