Lectura del santo evangelio según san Mateo 11, 25-30 Lectura del santo evangelio según san Mateo 11, 25-30
Jesús: “Te doy gracias, Padre,
Señor de cielo y tierra, porque
has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos y se las
has revelado a la gente sencilla.
Sí, Padre, así te ha parecido
mejor. Todo me lo ha entregado
mi Padre, y nadie conoce
al Hijo más que el Padre, y nadie
conoce al Padre sino el Hijo,
y aquel a quien el Hijo se lo
quiera revelar. Venid a mí todos
los que estáis cansados y agobiados,
y yo os aliviaré. Cargad
con mi yugo y aprended de mí,
que soy manso y humilde de
corazón, y encontraréis vuestro
descanso. Porque mi yugo
es llevadero y mi carga ligera”.
Reflexión
Terminada la octava de
Pascua, en la que por ocho
días hemos celebrado la Resurrección
del Señor escuchando
lo que los evangelistas
nos dicen sobre lo ocurrido el
primer día de la semana, las
primeras experiencias vividas
por los discípulos con el Resucitado,
culminando con la aparición
al anochecer del primer
día de la semana en la que, según
San Juan, comunica el Espíritu
a los Once. La experiencia
pascual, que la Iglesia vive
anualmente, expresa la sorprendente
manifestación de
un amor entregado que nos
vincula a todos con la voluntad
salvífica del Padre.
Hoy la Iglesia celebra a
Santa Catalina de Siena, virgen
laica de la Orden de Predicadores,
doctora de la Iglesia
y patrona de Europa. Y al
recordar a esta mujer completamente
entregada a Jesucristo
y a su Iglesia, reconocemos
que desde la experiencia vivida
por ella, somos animados a dejarnos
iluminar por la Palabra y
a tratar de vivir como hijos de
la luz.
El apóstol San Juan nos ha
señalado en su primera carta,
la necesidad de la coherencia
entre lo que decimos y lo que
vivimos. No estamos, ciertamente,
en la plenitud de la perfección,
sino en camino y por
lo mismo en medio de los desalientos
que pueden asaltarnos
por las múltiples circunstancias
adversas en que estamos
insertos. El mensaje recibido:
“Dios es luz sin ninguna
oscuridad”, abre un acceso
nuevo para todos los que lo
acogen. En medio de las tinieblas
ha brillado la luz de Jesucristo
resucitado. Una luz que
no deslumbra sino que capacita
para mirar con ojos nuevos
la realidad de todas las cosas,
la creación nueva que ha comenzado
a existir gracias a la
muerte y resurrección de Cristo.
Esta iluminación interior recibida
mediante el bautismo
por el que somos incorporados
a la muerte y resurrección
de Jesús, nos vincula con él y
establece la comunión de vida
con los hermanos. Juan dirá:
“entonces estamos unidos
unos con otros y la sangre de
Cristo nos limpia los pecados”.
Reconocer nuestra condición
de pecadores y la necesidad
de ser lavados en la sangre
de Cristo es situarse en la verdad.
Una verdad, la de Cristo,
que produce la liberación interior
y capacita e impulsa a vivir
en la libertad de los hijos
de Dios. Negar que somos pecadores
nos aparta de Cristo
y nos priva de participar como
beneficiarios de la obra de
la redención. ¡Oh, feliz culpa,
que mereció tal redentor! cantamos
en la noche santa de la
Pascua. El jubiloso pregón pascual
que aclama al Señor resucitado,
vencedor de la muerte
y dador de la plenitud de la gracia
inunda de alegría y nos pone
en misión para comunicar
esta alegría de modo que contagie
a los otros y sea notoria
su causa: El Señor ha resucitado,
por eso ¡alégrate!
Mateo en el sermón de la
montaña recoge esta afirmación
de Jesús. Los discípulos
son luz del mundo y sal de la
tierra. Lo son porque han acogido
su palabra, a él mismo que
es la Palabra salida de la boca
de Dios, en la que está la vida
que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo. Sólo
se puede iluminar desde la
acogida de la Palabra y el deseo
de estar en comunión con
ella. Catalina de Siena se lo dirá
a sus sobrinas en Montepulciano
en cuyo monasterio dominicano
vivían: “todo lo que se hace
con santo deseo y amor de
Dios es oración” o lo que es lo
mismo: todo lo que se desea
por el amor de Dios nos mantiene
en comunión con él y si
esto ocurre, no cabe duda que
se acrecentará la comunión
fraterna. No se puede separar
esta vida de intimidad con Dios
de la comunión en la que Cristo
nos ha establecido. La entrega
de su vida para reunir a los hijos
de Dios dispersos genera la
perfecta comunión a la que tenemos
que aspirar.
La santa de Siena así lo vivió
y trabajó hasta consumirse
para que la Iglesia, Esposa de
Cristo, superara todas las situaciones
que empañaban esta
calidad de vida y misión. Canta
a la Sangre de Cristo en la que
hemos sido redimidos. La invoca
para que la comunidad cristiana
sea consciente de lo que
ha recibido y administra en favor
de todos los hombres.