Evangelio según San Juan (15,1-8) Evangelio según San Juan (15,1-8)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.
Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos”.
Comentario
“Yo soy la Vid”, dice el Señor. Vid plantada por el Padre, vid cuajada de sarmientos hermanos. Vid que se mantiene anclada a la tierra para que los sarmientos reciban el agua del cielo. Vid que permanece invariable en la tierra de los hombres para que los hombres permanezcan unidos a los cuidados del Labrador. En esta doble permanencia surge la Vida y sus frutos.
Para el evangelista Juan, permanecer es creer y creer es vivir: “Así seréis discípulos míos” y “daréis fruto abundante”. Quizá por eso es éste uno de sus verbos más queridos. Permanecer indica a la vez estabilidad y proceso, donación y recepción, gratuidad y requerimiento. Es un viaje del corazón de Dios al corazón del hombre y viceversa. El primero en emprender este movimiento es Dios mismo, que planta a su Hijo en medio del mundo. No lo envía como pavesa para el aire sino como grano para la tierra. Para que se hunda, para que se rompa, para que se arraigue... para que se quede. Es una vid eternamente plantada en la tierra con que Dios se quiso desposar: “Ya nunca te llamarán ‘abandonada’, ni a tu tierra ‘desolada’. A ti te llamarán ‘mi deleite’; y a tu tierra, ‘desposada’” (Is 62,4-5).
Una vez que Dios ha tomado carne humana, Dios permanece hombre entre los hombres por toda la eternidad. Permanecen su cercanía, su entrega, su alimento, su salvación. Pero el suyo, con ser absolutamente gratuito, no es un ofrecimiento del todo desinteresado: a Dios le interesa sobremanera nuestro amor, nuestra respuesta, nuestro propio ofrecimiento. Y nada de esto puede darse sin un permanecer humano junto al permanecer divino.