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EL LIBERAL . Viceversa

Aún la arena

17/08/2019 21:46 Viceversa
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Aún la arena Aún la arena

El desierto soñaba con viajeros que

lo asediaban. Todos sedientos y horribles.

En las caravanas, los más viejos intuían

algo. Al viajar por las mismas rutas

de toda la vida, recordaban imágenes

de su infancia y las comparaban

con las que entonces veían. Notaban

las dunas más crespas, y que el viento

formaba torbellinos violentos sin ninguna

necesidad. También por las noches,

después de comer y beber el agua,

al mirar la luna la encontraban más roja;

y en todo momento percibían una

atmósfera asfixiante, ominosa, que los

oprimía por más que pretendieran ignorarla

y desteñía el índigo de sus orgullosos

turbantes. “Algo malo le pasa

al desierto” decían, pero no mucho

más que eso. “Desde hace años”, agregaban

a veces, escarbando en su errática

memoria. Los más jóvenes, que habían

nacido habiendo ya comenzado el

mal sueño del desierto, escuchaban con

respeto, tratando de descubrir algo en

las dunas. Y se preocupaban pero nada

podían entender.

En el sueño del desierto, los exangües

caminantes nunca se decidían a

atravesarlo. Miraban jadeantes, con los

ojos atormentados de sol y grotescas

ampollas partiendo sus labios. Nunca

iniciaban la mortal travesía, permanecían

tras las fronteras y allí se quedaban

sin que nada cambiara la situación.

Pero el tiempo interno, propio del sueño,

trajo más y más viajeros perdidos

que llegaban arrastrando sus pies o, las

más de las veces, remolcando sus moribundos

cuerpos por el suelo. Se detenían

ante las arenas y al agonizar estiraban

un brazo marchito, como si intentaran

rasgar la inmensidad. Sucedió

en ese tiempo, ese tiempo viscoso

de un desierto que había olvidado cómo

despertar, que los contornos ya no pudieron

albergar más viajeros, y los que

continuaban llegando, que eran cada

vez más y cada vez más horribles, se detenían

detrás de los que habían llegado

antes. Y a cada bucle de esa espira, más

caminantes llegaban para detenerse un

paso detrás de los últimos. Así las horribles

filas se fueron sumando, y se hicieron

legión.

El otro tiempo, el progresivo y común

a todas las cosas, tampoco dejó

de transcurrir. En las caravanas los patriarcas

perecieron dejando lugar a sus

descendientes. éstos guardaron para

sí la sanción de que el desierto estaba

mal, de que algo le pasaba, y repitieron

las observaciones de sus mayores,

pero menos todavía que ellos pudieron

leer en esos vagos signos, o en esa inicua

realidad, las agitadas inquietudes

de un durmiente.

Más generaciones se sucedieron y al

llegar, a su vez, a la ancianidad, fueron

transformando ese pasado perdido, anterior

al mal sueño; en una edad mítica,

casi una fábula. En las noches más

opresivas, frente a las tiendas, sentaban

a los niños en sus rodillas, y para sosegarlos

les hablaban de un tiempo muy

antiguo en que todavía el desierto no

era hostil con los hombres de azul. En

que movía sus dunas con suavidad, y

sus remolinos seguían reglas firmes e

inexorables que se podían predecir. Y

detrás de las nubes la luna se ofrecía

blanca y pura, como tras el velo la sonrisa

de una muchacha.

Aún desde el Norte, por donde lindaba

con el mar, soñó el desierto que

llegaban viajeros. Emergían lentos y

pesados, con algas enredadas en el rostro

y los cuerpos inflados de agua. Como

los otros, se detenían un paso antes

de que terminen las pedregosas playas

sin nunca llegar a pisar la arena. Se

deshinchaban durante años, chorreando

agua por la boca y por otros menos

virtuosos agujeros. Junto al agua caían

peces vivos, viudas caracolas, antiguos

anzuelos, tentáculos podridos, monedas

de oro, medusas transparentes, botellas

con mensajes, verdes espinazos,

estrellas de mar y oxidados arpones de

hierro. El desierto nunca había visto estos

objetos ni sabía cómo se llamaban

pero igualmente soñaba con ellos. Con

el tiempo, estos viajeros quedaban tan

resecos como los otros. Al menos los

primeros en llegar, porque la estrecha

playa también se llenó rápidamente y

muchos debieron esperar y clamar mojados

hasta la cintura y muchos más, de

seguro, completamente sumergidos.

Ni siquiera pudo el desierto hallar

sosiego en el lejano desfiladero en que

su brazo sudoeste se angostaba hasta

ceñirse entre bruscas elevaciones rocosas.

Agonizantes barbudos y cubiertos

de pieles aparecieron en las laderas,

y todavía prendidos a ellas imploraban

en una lengua desconocida, de ásperas

y extrañas palabras. La mayoría caía o

había caído y se habían quebrado contra

las rocas. Ni aun así daban un segundo

de paz a las arenas; se agarraban

como podían y clamaban al desierto

con los miembros dislocados, como

marionetas mal ensambladas. Sufrían

sus fracturas como lo hacen los animales:

sin cejar por ellas en sus ansias ni

variar en su costumbre.

Luego de confusos y furtivos pensamientos

sobre rostros descubiertos

y sonrisas de muchachas, el pequeño

Aderfi abrió los ojos y entendió que

estaba dormido. En ningún momento

tuvo miedo, a pesar de que su abuelo y

la fogata y la tienda y los camellos habían

desaparecido y sólo lo rodeaba el

desierto. En parte porque no era un niño

miedoso, y en parte porque aún sentía,

de un modo lejano y ubicuo, el crepitar

de la fogata, las palabras del abuelo,

su larga barba rozándole un antebrazo.

Dedujo entonces que no estaba

dormido profundamente, que más

bien se hallaba en una frontera delgada

donde los pensamientos se corretean

un poco entre sí, sin desarraigarse por

completo de las sensaciones. Que podía

despertarse en cualquier momento.

Y se le ocurrió entonces que, si su sueño

era esa cosa tan débil y maleable, y

además él se había dado cuenta de que

era eso, podría hacer con él lo que quisiera,

todo era cuestión de imaginación

y voluntad. Y lo que Aderfi siempre había

querido era volar. Como un pájaro.

Pero debía apurarse, por ese remoto

eco de voz y esas huidizas sensaciones

táctiles que le llegaban hasta donde

estaba, sospechaba que la historia, esa

misma historia que desde siempre relataban

los mayores de su tribu, ya estaba

próxima a terminar. Cuando eso sucediera

lo despertarían, y él habría perdido

su oportunidad. Decidido, ensayó

una rápida prueba: metió una mano

entre los pliegues de sus telas y la sacó

rápidamente pero era una garra, una

garra de pájaro. Había resultado mucho

más sencillo de lo previsto. La exactitud

de su garra lo asombró: las plumillas

mínimas rodeando el espolón,

las arrugas por todo el pellejo, el filo de

sus uñas carniceras. Estaba casi seguro

que, despierto, nunca habría sido capaz

de imaginar un objeto tan preciso. Por

un momento hasta pensó en abandonar

su experimento, en esperar pacientemente

que lo despertaran o en esforzarse

en soñar algo más fácil y ajeno.

Pero Aderfi no era un niño miedoso, y

desde siempre lo que había querido era

volar. Arrojó su taguelsmut a las arenas

descubriendo sus plumas más negras

que la noche, y olvidando cualquier reserva

comenzó a correr, tan fuerte como

pudo.

El primer salto apenas lo elevó unos

metros. Un insignificante aleteo para

volver a caer pesadamente sobre

la arena. él no se iba a rendir tan fácil,

por cierto, y tras una nueva carrera

y echando mano de toda su determinación,

se suspendió unos cuantos segundos

en el aire. Y luego, todavía otros

más. De hecho ya podía decirse que volaba,

pero no de la manera que él ansiaba.

Todavía sentía los reclamos del suelo.

La arena lo pedía y él podía desatender

un instante ese llamado pero nunca

romper la insistente atracción: no podía

izar la cabeza y levantar al cielo un

vuelo soberbio, hasta las altas nubes y

acaso más todavía. Pero entonces, precisamente

cuando pensaba en eso y se

lamentaba, fue como si una fuerza lo

atajara justo antes de que volviera a tocar

la arena y lo impulsara nuevamente

hacia arriba, hacia el cielo; una fuerza

misteriosa e inesperada que casi lo

guiaba, que le enseñaba que debía mover

sus alas a la vez con fuerza y suavidad

y así ascender veloz, hundiéndose

en la noche que lo rodeaba, silenciosa y

total.

Entonces se detuvo, y se sintió más

libre de lo que nunca se había sentido.

Desplegó sus alas como desperezándose,

sintió el viento cosquilleando entre

sus plumas. Desde esa altura miró hacia

abajo y vio el desierto blanco y enorme,

y a sus bordes una negra marea que

parecía envolverlo. La sensación de rareza

que ya lo había extrañado antes

se le presentó todavía más fuerte, porque

pensó que de ningún modo él podía

haber creado una imagen como la que

ahora se le presentaba. La magnificencia

del desierto, y también lo intrincado

de esa negrura que parecía elevarse

en un sordo rumor. Sí, un rumor que

Aderfi advirtió en seguida con sus agudos

oídos de pájaro. Se preguntó que

sería ese sonido para llegar a alcanzarlo

hasta esa altura. Entonces aguzó su

mirada, como si bajara hasta allí aunque

no lo hiciera en absoluto ni dejara

en ningún momento de aletear, y distinguió

lo que conformaba la marea. Y

vio el horror. Y en el rumor distinguió

la suma de millares, de infinitas voces

ajadas implorando hacia el desierto algo

que él era por no tener. Fue en ese

instante cuando Aderfi advirtió que ya

no escuchaba la voz de su abuelo, ni el

crepitar de la fogata de su tribu. Supo

improbable el llegar a despertarse algún

día. Presa del pánico intentó volver

hacia el suelo pero ni aun eso pudo. Se

quedó en su lugar, moviendo atormentado

sus alas, graznando hacia el desierto.

Estirando su cuerpo hacia abajo,

sus uñas intentando rasgar.

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