Aún la arena Aún la arena
El desierto soñaba con viajeros que
lo asediaban. Todos sedientos y horribles.
En las caravanas, los más viejos intuían
algo. Al viajar por las mismas rutas
de toda la vida, recordaban imágenes
de su infancia y las comparaban
con las que entonces veían. Notaban
las dunas más crespas, y que el viento
formaba torbellinos violentos sin ninguna
necesidad. También por las noches,
después de comer y beber el agua,
al mirar la luna la encontraban más roja;
y en todo momento percibían una
atmósfera asfixiante, ominosa, que los
oprimía por más que pretendieran ignorarla
y desteñía el índigo de sus orgullosos
turbantes. “Algo malo le pasa
al desierto” decían, pero no mucho
más que eso. “Desde hace años”, agregaban
a veces, escarbando en su errática
memoria. Los más jóvenes, que habían
nacido habiendo ya comenzado el
mal sueño del desierto, escuchaban con
respeto, tratando de descubrir algo en
las dunas. Y se preocupaban pero nada
podían entender.
En el sueño del desierto, los exangües
caminantes nunca se decidían a
atravesarlo. Miraban jadeantes, con los
ojos atormentados de sol y grotescas
ampollas partiendo sus labios. Nunca
iniciaban la mortal travesía, permanecían
tras las fronteras y allí se quedaban
sin que nada cambiara la situación.
Pero el tiempo interno, propio del sueño,
trajo más y más viajeros perdidos
que llegaban arrastrando sus pies o, las
más de las veces, remolcando sus moribundos
cuerpos por el suelo. Se detenían
ante las arenas y al agonizar estiraban
un brazo marchito, como si intentaran
rasgar la inmensidad. Sucedió
en ese tiempo, ese tiempo viscoso
de un desierto que había olvidado cómo
despertar, que los contornos ya no pudieron
albergar más viajeros, y los que
continuaban llegando, que eran cada
vez más y cada vez más horribles, se detenían
detrás de los que habían llegado
antes. Y a cada bucle de esa espira, más
caminantes llegaban para detenerse un
paso detrás de los últimos. Así las horribles
filas se fueron sumando, y se hicieron
legión.
El otro tiempo, el progresivo y común
a todas las cosas, tampoco dejó
de transcurrir. En las caravanas los patriarcas
perecieron dejando lugar a sus
descendientes. éstos guardaron para
sí la sanción de que el desierto estaba
mal, de que algo le pasaba, y repitieron
las observaciones de sus mayores,
pero menos todavía que ellos pudieron
leer en esos vagos signos, o en esa inicua
realidad, las agitadas inquietudes
de un durmiente.
Más generaciones se sucedieron y al
llegar, a su vez, a la ancianidad, fueron
transformando ese pasado perdido, anterior
al mal sueño; en una edad mítica,
casi una fábula. En las noches más
opresivas, frente a las tiendas, sentaban
a los niños en sus rodillas, y para sosegarlos
les hablaban de un tiempo muy
antiguo en que todavía el desierto no
era hostil con los hombres de azul. En
que movía sus dunas con suavidad, y
sus remolinos seguían reglas firmes e
inexorables que se podían predecir. Y
detrás de las nubes la luna se ofrecía
blanca y pura, como tras el velo la sonrisa
de una muchacha.
Aún desde el Norte, por donde lindaba
con el mar, soñó el desierto que
llegaban viajeros. Emergían lentos y
pesados, con algas enredadas en el rostro
y los cuerpos inflados de agua. Como
los otros, se detenían un paso antes
de que terminen las pedregosas playas
sin nunca llegar a pisar la arena. Se
deshinchaban durante años, chorreando
agua por la boca y por otros menos
virtuosos agujeros. Junto al agua caían
peces vivos, viudas caracolas, antiguos
anzuelos, tentáculos podridos, monedas
de oro, medusas transparentes, botellas
con mensajes, verdes espinazos,
estrellas de mar y oxidados arpones de
hierro. El desierto nunca había visto estos
objetos ni sabía cómo se llamaban
pero igualmente soñaba con ellos. Con
el tiempo, estos viajeros quedaban tan
resecos como los otros. Al menos los
primeros en llegar, porque la estrecha
playa también se llenó rápidamente y
muchos debieron esperar y clamar mojados
hasta la cintura y muchos más, de
seguro, completamente sumergidos.
Ni siquiera pudo el desierto hallar
sosiego en el lejano desfiladero en que
su brazo sudoeste se angostaba hasta
ceñirse entre bruscas elevaciones rocosas.
Agonizantes barbudos y cubiertos
de pieles aparecieron en las laderas,
y todavía prendidos a ellas imploraban
en una lengua desconocida, de ásperas
y extrañas palabras. La mayoría caía o
había caído y se habían quebrado contra
las rocas. Ni aun así daban un segundo
de paz a las arenas; se agarraban
como podían y clamaban al desierto
con los miembros dislocados, como
marionetas mal ensambladas. Sufrían
sus fracturas como lo hacen los animales:
sin cejar por ellas en sus ansias ni
variar en su costumbre.
Luego de confusos y furtivos pensamientos
sobre rostros descubiertos
y sonrisas de muchachas, el pequeño
Aderfi abrió los ojos y entendió que
estaba dormido. En ningún momento
tuvo miedo, a pesar de que su abuelo y
la fogata y la tienda y los camellos habían
desaparecido y sólo lo rodeaba el
desierto. En parte porque no era un niño
miedoso, y en parte porque aún sentía,
de un modo lejano y ubicuo, el crepitar
de la fogata, las palabras del abuelo,
su larga barba rozándole un antebrazo.
Dedujo entonces que no estaba
dormido profundamente, que más
bien se hallaba en una frontera delgada
donde los pensamientos se corretean
un poco entre sí, sin desarraigarse por
completo de las sensaciones. Que podía
despertarse en cualquier momento.
Y se le ocurrió entonces que, si su sueño
era esa cosa tan débil y maleable, y
además él se había dado cuenta de que
era eso, podría hacer con él lo que quisiera,
todo era cuestión de imaginación
y voluntad. Y lo que Aderfi siempre había
querido era volar. Como un pájaro.
Pero debía apurarse, por ese remoto
eco de voz y esas huidizas sensaciones
táctiles que le llegaban hasta donde
estaba, sospechaba que la historia, esa
misma historia que desde siempre relataban
los mayores de su tribu, ya estaba
próxima a terminar. Cuando eso sucediera
lo despertarían, y él habría perdido
su oportunidad. Decidido, ensayó
una rápida prueba: metió una mano
entre los pliegues de sus telas y la sacó
rápidamente pero era una garra, una
garra de pájaro. Había resultado mucho
más sencillo de lo previsto. La exactitud
de su garra lo asombró: las plumillas
mínimas rodeando el espolón,
las arrugas por todo el pellejo, el filo de
sus uñas carniceras. Estaba casi seguro
que, despierto, nunca habría sido capaz
de imaginar un objeto tan preciso. Por
un momento hasta pensó en abandonar
su experimento, en esperar pacientemente
que lo despertaran o en esforzarse
en soñar algo más fácil y ajeno.
Pero Aderfi no era un niño miedoso, y
desde siempre lo que había querido era
volar. Arrojó su taguelsmut a las arenas
descubriendo sus plumas más negras
que la noche, y olvidando cualquier reserva
comenzó a correr, tan fuerte como
pudo.
El primer salto apenas lo elevó unos
metros. Un insignificante aleteo para
volver a caer pesadamente sobre
la arena. él no se iba a rendir tan fácil,
por cierto, y tras una nueva carrera
y echando mano de toda su determinación,
se suspendió unos cuantos segundos
en el aire. Y luego, todavía otros
más. De hecho ya podía decirse que volaba,
pero no de la manera que él ansiaba.
Todavía sentía los reclamos del suelo.
La arena lo pedía y él podía desatender
un instante ese llamado pero nunca
romper la insistente atracción: no podía
izar la cabeza y levantar al cielo un
vuelo soberbio, hasta las altas nubes y
acaso más todavía. Pero entonces, precisamente
cuando pensaba en eso y se
lamentaba, fue como si una fuerza lo
atajara justo antes de que volviera a tocar
la arena y lo impulsara nuevamente
hacia arriba, hacia el cielo; una fuerza
misteriosa e inesperada que casi lo
guiaba, que le enseñaba que debía mover
sus alas a la vez con fuerza y suavidad
y así ascender veloz, hundiéndose
en la noche que lo rodeaba, silenciosa y
total.
Entonces se detuvo, y se sintió máslibre de lo que nunca se había sentido.
Desplegó sus alas como desperezándose,
sintió el viento cosquilleando entre
sus plumas. Desde esa altura miró hacia
abajo y vio el desierto blanco y enorme,
y a sus bordes una negra marea que
parecía envolverlo. La sensación de rareza
que ya lo había extrañado antes
se le presentó todavía más fuerte, porque
pensó que de ningún modo él podía
haber creado una imagen como la que
ahora se le presentaba. La magnificencia
del desierto, y también lo intrincado
de esa negrura que parecía elevarse
en un sordo rumor. Sí, un rumor que
Aderfi advirtió en seguida con sus agudos
oídos de pájaro. Se preguntó que
sería ese sonido para llegar a alcanzarlo
hasta esa altura. Entonces aguzó su
mirada, como si bajara hasta allí aunque
no lo hiciera en absoluto ni dejara
en ningún momento de aletear, y distinguió
lo que conformaba la marea. Y
vio el horror. Y en el rumor distinguió
la suma de millares, de infinitas voces
ajadas implorando hacia el desierto algo
que él era por no tener. Fue en ese
instante cuando Aderfi advirtió que ya
no escuchaba la voz de su abuelo, ni el
crepitar de la fogata de su tribu. Supo
improbable el llegar a despertarse algún
día. Presa del pánico intentó volver
hacia el suelo pero ni aun eso pudo. Se
quedó en su lugar, moviendo atormentado
sus alas, graznando hacia el desierto.
Estirando su cuerpo hacia abajo,
sus uñas intentando rasgar.