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Historia Universal de la Ira

20/10/2019 04:36 Opinión
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Historia Universal de la Ira Historia Universal de la Ira

Por Gisela Colombo. Escritora y Licenciada en Letras.

A medida que uno va internándose en la lectura de textos de otras épocas, descubre una verdad sencilla que nuestra contemporaneidad intenta olvidar: el hombre es siempre esencialmente lo mismo.

Cambia la tracción a sangre por el tren, el tren por el automóvil, el olifante por el megáfono y el megáfono por el teléfono. Pero el hombre sigue hablando de sus pasiones, sus necesidades, sus sueños y decepciones.

Habla, también, de su destino.

Por ello podemos recoger un simple mito y estar retratando a todos los seres que fatalmente han representado, ignorantes de la circularidad de ese acto, la misma emoción, la misma furia.

La ira fue de interés del pueblo griego desde los tiempos más remotos. Aristóteles reflexionó sobre su naturaleza, y concluyó en que era un apetito penoso de venganza. Su causa respondía, para él, a un desprecio, un ultraje o daño sufrido.

Recibir un golpe, ser objeto de risa, ser olvidado o considerado menos –entre otras variantes de descalificación- podían ser motivos de furia.

Uno de los mitos más famosos de la historia surgió de un acto de ira incomprensible.

Si doce trabajos titánicos hizo Hércules fue porque tuvo que expiar una culpa de la que, por más proezas que se hagan, es imposible volver. Cuenta la historia, no obstante, que una cólera anterior de Hera, la Reina del Olimpo, fue causa de los dolores de Alceo, como se llamó Hércules antes de que se le impusiera llevar, como castigo, el nombre de su perseguidora.

Heracles fue el objeto de la cólera permanente de Hera, esposa de su padre, cuya cobardía no le permitía enfrentar a quien tenía un compromiso con ella pero era dueño del poder supremo.

Por eso, tenía la costumbre de desquitarse con las ninfas y mujeres que tentaban a Zeus con sólo existir. Y si de esos amores surgía un retoño, entonces enfocaba todas sus armas contra el inocente.

Tal cosa sucedió con Hércules en muchas ocasiones.

Se cuenta que, para arrebatarle el trono que le correspondía como heredero de Perseo, la diosa se sentó con brazos y piernas cruzados para frenar su parto.

Cuando era apenas un bebé recibió, como envío de Hera, dos serpientes temibles y un rato después jugaba con los cadáveres de los ofidios en su misma cuna.

Lo cierto es que la persecución no cejó y también cayó sobre él en la edad adulta.

Hera le inspiró - con perfecto conocimiento de causa- un ataque de ira que llevó a Hércules a acabar con sus hijos, dos sobrinos y su esposa Megara, princesa tebana.

Avergonzado y horrorizado cuando el héroe volvió en sí, se retiró a la vida salvaje. No obstante, lo convencieron de que fuera al oráculo de Delfos, que le reveló la necesidad de cumplir órdenes prácticamente irrealizables impuestas por su primo, Euristeo. Debió cumplir no diez sino doce proezas redentoras.

La preocupación por la ira no fue exclusiva de los mitos. Horacio, el poeta romano, apuntó que era “una locura de corta duración”.

Lo mismo parece resaltar el mito respecto a la masacre de Hércules.

Si esto fuera una afición antigua, nada nos preocuparía.

Pero basta recorrer los diarios, para descubrir alternativamente noticias en que un amante rocía con combustible el cuerpo amado para encenderlo en pira, o una tijera poda la virilidad del sujeto deseado. Estas locuras momentáneas siguen estando bien vigentes.

La gente continúa matando por un arranque destructivo del que luego, casi siempre, se arrepiente. Hay en la realidad, incluso escenas más inverosímiles y crueles que las protagonizadas por los dioses griegos.

Pero Aristóteles resaltó algo menos previsible: la ira se dirige con mayor fuerza a quienes son más cercanos que hacia aquellos con que no se tiene amistad.

También esto es posible vislumbrar en los casos modernos.

La ira termina en crimen más habitualmente en la vida intrafamiliar o entre vecinos que con dos desconocidos.

En la compensación por la ofensa padecida, el iracundo intenta dañar al agresor para restablecer su autoestima cercenada. Es entonces cuando logra sentirse superior. Si bien sobreviene el arrepentimiento en muchos casos, en otros, los efectos de la ira permanecen más allá de su influjo y envilecen con soberbia al sujeto.

Séneca observó que la ira era comparable a un ácido que puede hacer más daño al recipiente en el que se almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte.

Quizá por eso es que quien está encendido en ira fantasea con encender una mecha que pulverice por el fuego literal a su enemigo.

Dante Alighieri situó a los iracundos en el quinto círculo del Infierno, donde la laguna Estigia sumergía en el fango a quienes una y otra vez se trenzaban en lucha.

Allí encontraba el Dante personaje a Filipo Argenti.

Y el protagonista, como respuesta a las imprecaciones de Filippo, reaccionaba más violentamente que con otras ofensas.

El motivo del autor para consignar su reacción es resaltar la diferencia entre la violencia hacia el mal, una justa defensa, y la malvada afición por destruir a otro. Apartándose de la condena cristiana a la venganza, Alighieri pone en boca de Virgilio, su guía, un concepto antiguo. La visión que consideraba la venganza como un deber, especialmente en favor de los antepasados.

No es menor lo que afirma.

El mismo filósofo que Dante sigue, Santo Tomás de Aquino, destaca el carácter instintivo de la violencia y toda respuesta iracunda.

Distingue el apetito concupiscible del apetito irascible.

Nadie dudaría respecto del apetito alimentario de un animal, tal es el concupiscible. Sólo los imprudentes pensarán que no habría consecuencias si le arrebatáramos aquello que el animal está comiendo. En tal caso, espabilaríamos el apetito irascible de la bestia. Así operan ambas tendencias instintivas de conservación también en el hombre. Toda criatura cuenta con la herramienta de la ira para advertir a un tercero que no lo hallarán manso sus agresiones.

Pero basta con ver aquel célebre parlamento de Aquiles a su protegido Patroclo en que le revela lo difícil que es detenerse en el ejercicio de la violencia para comprender los peligros.

También allí Homero denuncia, por medio del joven, que en el fragor de la batalla la furia se hace irrefrenable por más advertencias que nos hayan hecho.

Así Patroclo, exaltado por la sangre, viene matando al noveno troyano cuando se encamina directo hacia su muerte. Y es ella quien elimina su cólera al tiempo que acaba con él. éste es el riesgo natural de la ira que, vuelta un vicio, convierte un instinto de vida en una promesa de muerte.


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