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EL LIBERAL . Opinión

Soberbia

Por Gisela Colombo Escritora. Profesora y Licenciada en Letras.

La tradición hebrea y junto con

ella, la islámica y la cristiana, ha

creído desde tiempos antediluvianos

en una lucha entre el Bien y el

Mal que anima la dinámica de la

Creación.

El asunto se atribuye precisamente

a la desobediencia de un ángel,

que se envaneció tanto de sus

capacidades que creyó poder independizarse

de Dios.

Es lo que las religiones nombran

como la rebeldía del ángel

caído. El deseo de un ángel de ser

tan grande como su Creador. ésa y

ninguna otra es la raíz que explica

la irrupción del mal en la Creación.


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Algunos mitos también abordan

el tema del ingreso del mal,

las enfermedades, las privaciones,

las injusticias ya no en la Creación

sino en el mundo. Los griegos habían

hablado de la culpa femenina

de Pandora. En tal caso estaríamos

también frente a la naturaleza

y los efectos de la Soberbia. Porque

la curiosidad más allá del límite

humano se traduce en querer saber

aquello que sabe Dios o los dioses,

en este caso.

También para los mitos helénicos

la curiosidad excesiva es, en algún

punto, plutónica, pecaminosa.

En todos los casos en que se reproduce

un esquema similar se exhibe

la maldad en el querer saber verdades

que resultarían incompatibles

con la vida en esta tierra.

Un poeta del siglo XX, José Lezama

Lima, nos plantea la culpa a

partir del “eros cognoscente” o ese

impulso curioso que nos hace aspirar

al saber más allá del límite de

lo prudente.

Para Lezama es un deseo

plutónico porque rebasa el conocimiento

conquistable por vía

natural. No se trata de una concepción

del cubano. Lezama rescata

esta idea de los Fedeli D’amore,

un grupo que, muchos siglos atrás,

creía que por medio del saber y de

la belleza se podía remontar a Dios.

Pero precisamente porque ésa era

su atracción, debían guardarse de

no caer en excesos. El mismo Lezama

deja en sombras por qué algo

que es la primera necesidad luego

de las estrictamente físicas que

tiene el hombre habría de ser una

falta.


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Esta pregunta encierra una paradoja

esencial. Deseamos ver qué

hay más allá de la vida. Qué nos espera

en el futuro, qué piensan secretamente

los demás, qué intenciones

animan a los rivales, etc.,

etc. Es casi instintivo desear esos

conocimientos.

No obstante, la vida se tornaría

insoportable si tuviéramos que

convivir con esos saberes. Pensemos,

por ejemplo, en conocer las

circunstancias exactas en que va a

morir cada ser querido. ¿Qué posibilidad

de eludir la angustia tendríamos?

Así, los misterios de la

muerte quedan referidos en el mito

de Hades y Perséfone, donde

una vez que la heroína atraviesa

la puerta del Tártaro, y prueba

la granada, su fruto característico,

no puede regresar a la vida del

mundo. Sólo le es posible visitar el

Olimpo o permanecer en el Hades.

Así expresan el riesgo de saber los

misterios mortuorios para la vida

humana.

Dante Alighieri ubica a Satán en

el cuello del embudo que es el Infierno.

Es decir, lo señala como el

sitio donde se pena la peor falta.

Aunque la nombra como la “Judeca”

o el sitio de la traición hacia los

benefactores. Rebelarse e intentar

ponerse en el lugar del Creador es

una traición a quien ha concedido

no solo a los hombres sino a los seres

angélicos todo aquello de lo que

son poseedores. En la Divina Comedia,

especialmente en el Purgatorio,

donde es posible purgar faltas

y ascender, suelen oponerse las

virtudes a los vicios, porque es sabido

que el entendimiento no capta

negaciones. Por tanto, en cambio

de desalentar la soberbia, se

enseña la mansedumbre y la humildad.

Los penitentes que purgan

la soberbia están obligados a bajar

la cabeza bajo el peso de pesadas

piedras.

Esa genuflexión es una

prueba de humildad, porque además

de cargar el peso del orgullo, la

postura los obliga a ver unos bajorrelieves

que van mostrando escenas

de humildad. El primero es la

Anunciación, el momento en que

el Arcángel Gabriel le revela lo que

Dios quiere de ella y María acepta

su condición de “sierva” del Señor.

La soberbia es el pecado más

grave porque no se limita a una altanería,

o la excesiva confianza de

alguien. Es, en sí misma, un desafío

al orden natural, a las posibilidades

de la especie.

Al mismo Alighieri le interesó

dar respuesta a la pregunta de qué

diferencia al falso profeta del verdadero.

Y lo dice confinando a los

falsos en el Infierno con la cabeza

hacia atrás. Por sobre el omóplato,

la barbilla. ése es el contrapaso que

le corresponde a alguien que ha tenido

tanto interés en conocer el futuro,

que sufre ahora la posibilidad

de ver solamente el pasado.

Pero luego, al llegar al Cielo,

Dante se encuentra con un antepasado

que le profetiza su propio exilio

(lo escribe mucho antes de poder

sospechar esas circunstancias).

El sujeto está en el Paraíso, con lo

cual no está condenando a todo el

que lee el futuro o penetra los misterios.

Sólo a aquel que buscó el

don. Ser profeta es estar entregado

a una misión incómoda, dolorosa.

Un profeta es rechazado por

su pueblo porque dice verdades

que sus contemporáneos no quieren

pensar. No tiene gloria, ni popularidad.

Sólo recibe el don de ver

y la orden de contar. Da o no da su

consentimiento, como María en la

Anunciación. Pero quien busca el

don por voluntad propia reproduce

una y otra vez la falta original.

Por ello en casi todas las culturas

se habla de los peligros de la curiosidad.

Aunque nunca se manifiesta

más claramente que con la

tentación de Adán y Eva. Una prohibición

de comer el fruto del árbol

sagrado antecede el acto que hará

necesaria toda redención. El árbol

no es cualquiera. No es un manzano

ordinario. Es nada menos que

el árbol de la sabiduría, es decir, los

conocimientos de los que es dueño

el Creador pero no pueden manejar

las creaturas, en virtud de la

pequeñez de su naturaleza. La advertencia

divina viene a explicitar

que eso no hace falta saberlo.

Pero no es, como se cree, por excesivo

celo divino. No es el egoísmo

de Zeus retaceándole el fuego

a los hombres. La advertencia deriva,

por el contrario, de un cuidado

de la creatura a quien no conviene

saberlo. Cuando Adán y Eva cometen

su falta y se dejan tentar por

la serpiente no son castigados por

mera desobediencia. Simplemente

reciben los efectos de un saber que

pesa tanto a la conciencia que no se

puede sobrellevar.

De esa desobediencia original

proviene la muerte, según el relato

del Génesis. A partir de entonces

“parirás con dolor” y “ganarás el

pan con el sudor de tu frente”. Las

privaciones, los límites, los males

del mundo son hijos de ese “pecado

original” para las tres religiones.


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El deseo de erigirse en Dios

también interesó a Freud, quien

planteó en “Totem y Tabú” que detrás

del anhelo de destronar al Padre

había una codiciosa intención

de desplazarlo para ponerse en su

lugar. Para gozar de todo su poder

y su conocimiento.

Lo que sucede es que, para

advertir esos peligros sin revelar

nada, la única posibilidad que

resta es hablar de desobediencia.

Cualquier otra alternativa supone

el develamiento o despierta

la curiosidad por aquello que no

es conveniente saber. Y lo peor

es que no se puede dejar de ver lo

que se ha visto.

Por eso aquí deberíamos detenemos.

No sea que finalmente logremos

hacer “peor el remedio que

la enfermedad”.

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