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Argentina: un ADN romántico

Lic Gisela Colombo

Lic. Gisela Colombo

04/01/2020 23:16 Opinión
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Argentina: un ADN romántico Argentina: un ADN romántico

Los pueblos jóvenes andan,

como los adolescentes, en búsqueda

permanente de su identidad;

de esa particularidad que

los hace diferentes y únicos.

Nuestra Nación, que tiene ya

dos siglos, sigue preguntándose

qué somos. Cuando llegó el primer

centenario de la Revolución

de Mayo no estábamos de ningún

modo más orientados.

Los intelectuales de la época

propusieron algunas respuestas,

condicionados por algo que

parecía entonces coyuntural pero

que constituyó la identidad

argentina como cimiento hasta

el día de hoy. La entrada de una

gran inmigración, que se dio en

oleadas diversas desde fines del

siglo XIX y hasta mediados del

siglo XX, sometió a la sociedad a

preguntárselo.

En ese marco, en que las diversidades

culturales comenzaban

a imbricarse, fue necesario

fijar un sujeto paradigmático.

Este tipo de héroe nacional que

las naciones europeas han visto

emerger durante la rígida Edad

Media suele surgir de una obra

literaria. En algunos casos, ficcional,

en otros, con cierto asidero

histórico. Esa figura resulta

ejemplar para su comunidad.

Lo cual no significa que sea perfecta.

No son sus dones el ideal

universal, sino el de su Patria. El

héroe, en este sentido, encarna

todos los valores que tiene una

comunidad; los mismos que desean

enseñarse a las generaciones

venideras. Esos parámetros

podrían ser aceptados y admirados

por el pueblo español, mientras

en Francia o en Portugal

fueran rechazados.

En rigor, cuando uno se encuentra

con un personaje como

El Cid Campeador, protagonista

del texto fundacional del pueblo

español, halla un modelo subjetivo

de nobleza, heroísmo y lealtad.

Esas concepciones no escapan

a los códigos de la época en

que fueron cristalizados.

Dependiendo de la cultura a

la que pertenece, el héroe puede

tener algunos atributos cuestionables.

En el caso de El Cid,

podría ser cierto rasgo antisemita,

que es posible constatar

cuando estafa a unos prestamistas

judíos, dándoles como garantía

un baúl presuntamente lleno

de oro, cuando en realidad estaba

cargado de arena.

Pero en nuestro caso, la Nación

no se alzó durante la Edad

Media, en el paisaje del castillo

feudal, las catapultas, la servidumbre

campesina, las almenas

y los puentes levadizos. El mundo

de nuestra Independencia se

parece mucho más al nuestro. El

siglo XIX es un periodo moderno.

La economía y el estilo de vida

se asemejan, más que al contrato

feudal, a la vida de las ciudades

actuales. No hay lugar para

un Rey Arturo.

El héroe que podría prevalecer

para los intelectuales del

Centenario no podía ser un inmigrante.

Debía ser algo indiscutiblemente

vernáculo. Fue

cuando Martín Fierro se tornó

emblema de argentinidad. De lo

heroico argentino.

Romanticismo

Un grupo de jóvenes alemanes,

en la segunda mitad del

1700, se reunieron en torno de

una escuela literaria llamada

Sturm und drang (Tormenta y

pasión). Reaccionaban así contra

el racionalismo cultural de

la Ilustración y contra una sociedad

que montaba su efectividad

en la imposición de normas

inapelables que todo el mundo

debía cumplir. Los románticos,

en cambio, se propusieron devolverle

a la literatura la emoción

y la subjetividad que eran,

para ellos, lo genuinamente humano.

Estas nuevas ideas generaron

un contrapunto, la lucha entre

dos posturas: la que regula

las acciones a partir de la premisa

de “lo que conviene”, de lo racional

y prudente, y aquella que

atiende a la pasión y las necesidades

emocionales, privilegia la

individualidad y la construcción

de una personalidad verdadera

aunque no sea ideal.

“¡Los hombres como ustedes

… siempre tienen que decir:

‘Esto es idiota, esto es inteligente,

esto es bueno, esto

es malo.… ¿Han investigado

acaso las condiciones internas

de una acción?¿Saben explicar

con certeza los motivos por

los cuales ocurrió? … Es cierto

que el robo es un vicio; pero

el hombre que, para salvarse él

y a los suyos de morir de hambre,

sale a robar, ¿merece compasión

o castigo?”

Así retrata Goethe el estado

de la cuestión en su célebre

“Werther”.

Al pasar este movimiento

a América, el mismo espíritu

prende con un cariz mucho más

orientado al idealismo patriótico.

No es casual. Era la efervescencia

independentista que venía

preparando el camino para

las Revoluciones de todo el continente.

En ello estaba el emblema

de la Revolución Francesa

pero también la filosofía romántica

que la animó. Esa impronta

continuaría más allá, durante todo

el siglo y, quizá siga viva en el

ser argentino hasta hoy.

En rigor, a juzgar por lo que

hoy es el ADN nacional, el héroe

en rebeldía, el incomprendido,

la víctima social, el excéntrico, el

que rompe estructuras y cuestiona

lo oficial sigue siendo nuestro

protegido, nuestro ejemplo.

Cuando Hernández, en la primera

parte del Martín Fierro nos

propuso ese héroe que no es sino

un gaucho matrero, supérstite

de las injusticias del sistema

político vigente, no hace más

que reivindicar, con un espíritu

romántico, a las víctimas, a los

hombres que resisten los abusos

y no se rinden ante el derrotero

de injusticias que se cometen

contra ellos. Especialmente,

si quienes las cometen son los

representantes del poder formal,

los poderosos, los ricos.

Esos programas televisivos

en los que la gente vota telefónicamente

para eliminar o elevar

a ganador a uno de sus participantes,

son prueba de lo mismo.

Quienes prevalecen no son los

mejores, los más aptos, los más

talentosos. Sino aquellos que generan

la empatía del espectador

por su condición sufriente.

Somos ese romanticismo justiciero

que se pone en la piel de

los que sufren, es cierto. Es noble

también. Pero, esta sensibilidad,

como todas las cosas, encierra

peligros.

Tal vez esto mismo explique

por qué Hernández, en la segunda

parte del Martín Fierro, cambia

de postura respecto a la rebeldía

inicial del personaje y se

inclina a promover en su héroe

la adaptación a los valores institucionales.

El autor, evidentemente,

había notado el problema

de proponer a un gaucho desertor

como sujeto ejemplar. Para

entonces, Hernández ya era

legislador y había visto la imposibilidad

de organizar un pueblo

de puras individualidades, donde

ninguna norma se cumpliera.

Pero por esfuerzos que hizo el

autor, prevaleció ese fondo profundamente

romántico según el

cual la civilización corrompe, la

justicia es sólo apariencia y la rebeldía

es la única respuesta posible

para el hombre digno.

Si en algo coincidimos todos

es en que hay que proteger

a las víctimas sociales. Todo el

que ponga por delante de esto

una ley, una institución, o lo que

fuera, está faltando a su argentinidad.

Lo más importante es la

tragedia del que sufre.

El sentido de la amistad contribuye

también a la misma concepción.

A Borges, ya grande,

seguía sorprendiéndole la sensibilidad

del argentino que, en

su versión más noble, da la vida

por un amigo y no titubea al convertirse

en encubridor de un crimen

en nombre de la amistad.

Para él, el argentino no cree en

las instituciones, las siente como

una imposición con la que no se

identifica, externa, arbitraria y

ajena.

A esto mismo atribuye la rebeldía

natural que no abraza la

ley ciegamente, sino que atiende

a lo subjetivo, a la motivación de

ese sujeto personal que infringe

la norma, al contexto de su formación,

a la excepción por encima

de la regla…

Quizá por eso, “Nos cuesta

concebir la realidad de las relaciones

impersonales.” Y el Estado,

las instituciones y las leyes lo

son.

A la amistad, que es personal,

y aparece representada por Cruz

en el Martín Fierro, se le ofrece

un culto y toda lealtad romántica,

como corresponde a quien se

precie de tener efectivamente el

ADN argentino.

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