Argentina: un ADN romántico Argentina: un ADN romántico
como los adolescentes, en búsqueda
permanente de su identidad;
de esa particularidad que
los hace diferentes y únicos.
Nuestra Nación, que tiene ya
dos siglos, sigue preguntándose
qué somos. Cuando llegó el primer
centenario de la Revolución
de Mayo no estábamos de ningún
modo más orientados.
Los intelectuales de la época
propusieron algunas respuestas,
condicionados por algo que
parecía entonces coyuntural pero
que constituyó la identidad
argentina como cimiento hasta
el día de hoy. La entrada de una
gran inmigración, que se dio en
oleadas diversas desde fines del
siglo XIX y hasta mediados del
siglo XX, sometió a la sociedad a
preguntárselo.
En ese marco, en que las diversidades
culturales comenzaban
a imbricarse, fue necesario
fijar un sujeto paradigmático.
Este tipo de héroe nacional que
las naciones europeas han visto
emerger durante la rígida Edad
Media suele surgir de una obra
literaria. En algunos casos, ficcional,
en otros, con cierto asidero
histórico. Esa figura resulta
ejemplar para su comunidad.
Lo cual no significa que sea perfecta.
No son sus dones el ideal
universal, sino el de su Patria. El
héroe, en este sentido, encarna
todos los valores que tiene una
comunidad; los mismos que desean
enseñarse a las generaciones
venideras. Esos parámetros
podrían ser aceptados y admirados
por el pueblo español, mientras
en Francia o en Portugal
fueran rechazados.
En rigor, cuando uno se encuentra
con un personaje como
El Cid Campeador, protagonista
del texto fundacional del pueblo
español, halla un modelo subjetivo
de nobleza, heroísmo y lealtad.
Esas concepciones no escapan
a los códigos de la época en
que fueron cristalizados.
Dependiendo de la cultura a
la que pertenece, el héroe puede
tener algunos atributos cuestionables.
En el caso de El Cid,
podría ser cierto rasgo antisemita,
que es posible constatar
cuando estafa a unos prestamistas
judíos, dándoles como garantía
un baúl presuntamente lleno
de oro, cuando en realidad estaba
cargado de arena.
Pero en nuestro caso, la Nación
no se alzó durante la Edad
Media, en el paisaje del castillo
feudal, las catapultas, la servidumbre
campesina, las almenas
y los puentes levadizos. El mundo
de nuestra Independencia se
parece mucho más al nuestro. El
siglo XIX es un periodo moderno.
La economía y el estilo de vida
se asemejan, más que al contrato
feudal, a la vida de las ciudades
actuales. No hay lugar para
un Rey Arturo.
El héroe que podría prevalecer
para los intelectuales del
Centenario no podía ser un inmigrante.
Debía ser algo indiscutiblemente
vernáculo. Fue
cuando Martín Fierro se tornó
emblema de argentinidad. De lo
heroico argentino.
Romanticismo
Un grupo de jóvenes alemanes,
en la segunda mitad del
1700, se reunieron en torno de
una escuela literaria llamada
Sturm und drang (Tormenta y
pasión). Reaccionaban así contra
el racionalismo cultural de
la Ilustración y contra una sociedad
que montaba su efectividad
en la imposición de normas
inapelables que todo el mundo
debía cumplir. Los románticos,
en cambio, se propusieron devolverle
a la literatura la emoción
y la subjetividad que eran,
para ellos, lo genuinamente humano.
Estas nuevas ideas generaron
un contrapunto, la lucha entre
dos posturas: la que regula
las acciones a partir de la premisa
de “lo que conviene”, de lo racional
y prudente, y aquella que
atiende a la pasión y las necesidades
emocionales, privilegia la
individualidad y la construcción
de una personalidad verdadera
aunque no sea ideal.
“¡Los hombres como ustedes
… siempre tienen que decir:
‘Esto es idiota, esto es inteligente,
esto es bueno, esto
es malo.… ¿Han investigado
acaso las condiciones internas
de una acción?¿Saben explicar
con certeza los motivos por
los cuales ocurrió? … Es cierto
que el robo es un vicio; pero
el hombre que, para salvarse él
y a los suyos de morir de hambre,
sale a robar, ¿merece compasión
o castigo?”
Así retrata Goethe el estado
de la cuestión en su célebre
“Werther”.
Al pasar este movimiento
a América, el mismo espíritu
prende con un cariz mucho más
orientado al idealismo patriótico.
No es casual. Era la efervescencia
independentista que venía
preparando el camino para
las Revoluciones de todo el continente.
En ello estaba el emblema
de la Revolución Francesa
pero también la filosofía romántica
que la animó. Esa impronta
continuaría más allá, durante todo
el siglo y, quizá siga viva en el
ser argentino hasta hoy.
En rigor, a juzgar por lo que
hoy es el ADN nacional, el héroe
en rebeldía, el incomprendido,
la víctima social, el excéntrico, el
que rompe estructuras y cuestiona
lo oficial sigue siendo nuestro
protegido, nuestro ejemplo.
Cuando Hernández, en la primera
parte del Martín Fierro nos
propuso ese héroe que no es sino
un gaucho matrero, supérstite
de las injusticias del sistema
político vigente, no hace más
que reivindicar, con un espíritu
romántico, a las víctimas, a los
hombres que resisten los abusos
y no se rinden ante el derrotero
de injusticias que se cometen
contra ellos. Especialmente,
si quienes las cometen son los
representantes del poder formal,
los poderosos, los ricos.
Esos programas televisivos
en los que la gente vota telefónicamente
para eliminar o elevar
a ganador a uno de sus participantes,
son prueba de lo mismo.
Quienes prevalecen no son los
mejores, los más aptos, los más
talentosos. Sino aquellos que generan
la empatía del espectador
por su condición sufriente.
Somos ese romanticismo justiciero
que se pone en la piel de
los que sufren, es cierto. Es noble
también. Pero, esta sensibilidad,
como todas las cosas, encierra
peligros.
Tal vez esto mismo explique
por qué Hernández, en la segunda
parte del Martín Fierro, cambia
de postura respecto a la rebeldía
inicial del personaje y se
inclina a promover en su héroe
la adaptación a los valores institucionales.
El autor, evidentemente,
había notado el problema
de proponer a un gaucho desertor
como sujeto ejemplar. Para
entonces, Hernández ya era
legislador y había visto la imposibilidad
de organizar un pueblo
de puras individualidades, donde
ninguna norma se cumpliera.
Pero por esfuerzos que hizo el
autor, prevaleció ese fondo profundamente
romántico según el
cual la civilización corrompe, la
justicia es sólo apariencia y la rebeldía
es la única respuesta posible
para el hombre digno.
Si en algo coincidimos todos
es en que hay que proteger
a las víctimas sociales. Todo el
que ponga por delante de esto
una ley, una institución, o lo que
fuera, está faltando a su argentinidad.
Lo más importante es la
tragedia del que sufre.
El sentido de la amistad contribuye
también a la misma concepción.
A Borges, ya grande,
seguía sorprendiéndole la sensibilidad
del argentino que, en
su versión más noble, da la vida
por un amigo y no titubea al convertirse
en encubridor de un crimen
en nombre de la amistad.
Para él, el argentino no cree en
las instituciones, las siente como
una imposición con la que no se
identifica, externa, arbitraria y
ajena.
A esto mismo atribuye la rebeldía
natural que no abraza la
ley ciegamente, sino que atiende
a lo subjetivo, a la motivación de
ese sujeto personal que infringe
la norma, al contexto de su formación,
a la excepción por encima
de la regla…
Quizá por eso, “Nos cuesta
concebir la realidad de las relaciones
impersonales.” Y el Estado,
las instituciones y las leyes lo
son.
A la amistad, que es personal,
y aparece representada por Cruz
en el Martín Fierro, se le ofrece
un culto y toda lealtad romántica,
como corresponde a quien se
precie de tener efectivamente el
ADN argentino.