La pandemia de los 70 La pandemia de los 70
La exasperante quietud de la noche
deslizaba su silencio transformándolo
en una densa rutina próxima al
mes de aislamiento.
Había terminado de quitarse la ropa
para acostarse cuando el viejo hábito
de pensar, programar el día siguiente
irrumpió casi con frescura sin importarle
los nuevos estigmas.
Todo se truncó abruptamente por
la despiadada figura de levantarse
ahora aferrándose al límite de no poder
salir de la vivienda provocando
una tortura en estos últimos años de
vida que le quedaban.
“Es por tu bien”, le repetían sus hijos.
En los setenta y cinco años su lucidez
y su cordura mostraban su benignidad
como una ofrenda por el paso de
los años, pero le traumatizaba perder
el sentido de libertad.
Cómo todo este tiempo transcurrido,
pareció resignarse, pero al poner su
cabeza en la almohada una lágrima silenciosa
brotó mansa recorriendo su mejilla
lentamente hasta sentirse absorbida por
la sábana.
La mente de Fernando lo obligaba
a mantener los ojos abiertos hacia
el techo mientras miles de disquisiciones
brotaban impiadosas desafiando la lucidez
de su pensamiento.
Casi nada había cambiado, menos
su libertad.
Bah, demasiadas cosas habían
cambiado, muchas de ellas importantes,
y no había reparado en ellas.
No poder disponer de su tiempo, ir
donde él quisiera, poder comprar sus
remedios, ver sus nietos… Dios, tantas
cosas que le resultaba imposible
enumerarlas.
Los jóvenes podían moverse, incluso
muchos de ellos trabajar.
él no,
dependía ahora casi totalmente de sus
hijos, ni tampoco podía movilizarse
con en automóvil.
Al principio se sintió tan agradecido
por la actitud de los chicos.
- Papá, tenés los remedios? Papá,
cómo estás de ropa? Papá te llevo comida
para hoy y para mañana…
La atención se fue distanciando como
las propias urgencias con sus hijos.
Era lo natural, nunca les reprocharía nada:
“Tienen su propia vida y debo admitirlo,
de qué me sirve agregar una amargura
a mi viejo muestrario de frustraciones
inventadas o reales.”
Ahh, el silencio con sabor a soledad.
Cuando era joven demasiadas veces
imaginó el universo de sus padres,
especialmente cuando empezó a percibir
los primeros signos de envejecimiento,
los cuerpos empezaban a ponerse
deformes, las arrugas, la lentitud de los
desplazamientos, las enfermedades con
huellas de deterioro, incluso subestimándolo
en su capacidad de razonamiento…
una vida llena de límites que era imprescindible
cubrir por ese amor y gratitud de
quien lo había recibido todo.
Qué diferente era su propio tiempo.
Quizás la mayor distancia entre lo que
se imaginó sobre el mundo de sus padres
y el propio hoy, era que jamás se
sintió vencido. Los parámetros no eran
los mismos, pero demasiado lejos estaban
seguramente, de transitar por
los carriles de la desolación.
Eso lo charlaban demasiado con
sus amigos en el bar del Gringo donde
se había hecho una suerte de himno a
la vida el encuentro para hablar de sus
cosas. Preferían discutir por la calidad
de un porrón como si se tratase del tema
más trascendente de sus vidas.
Exponer una y otra vez las angustias
que taponaban sus razonamientos con
una amargura rayana en lo traumático
cuando lo único que buscaban era poder
desahogarse. O contar que su hija
lo fue a visitar y le comentó que le habían
cambiado el medicamento del corazón
y que eso les hizo bien…
Nuevamente la soledad, la que imprime
su sello con sensaciones de decrepitud
y depresión no consentida.
En esa
retahíla de recuerdos de un matrimonio
que prefiere olvidar y refugiarse en la calidez
de esos hijos con migajas de tiempos,
pero que aún con sus límites tienen
el fragor de ese amor que siempre quiso
transmitir pero no siempre supo o quiso.
Ahora mismo, quiero levantar el celular,
buscar un rostro, imaginarlo que
me espera con una sonrisa… pero no
lo encuentro.
Por favor, no me olviden. Los días
parecen dinámicos con sus limitaciones
para los jóvenes. Para los viejos
tienen ese grotesco matiz de los días
que faltan por vivir. No dejen de regalarles
una alegría.