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EL LIBERAL . Viceversa

La pandemia de los 70

25/04/2020 21:19 Viceversa
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La pandemia de los 70 La pandemia de los 70

La exasperante quietud de la noche

deslizaba su silencio transformándolo

en una densa rutina próxima al

mes de aislamiento.

Había terminado de quitarse la ropa

para acostarse cuando el viejo hábito

de pensar, programar el día siguiente

irrumpió casi con frescura sin importarle

los nuevos estigmas.

Todo se truncó abruptamente por

la despiadada figura de levantarse

ahora aferrándose al límite de no poder

salir de la vivienda provocando

una tortura en estos últimos años de

vida que le quedaban.

“Es por tu bien”, le repetían sus hijos.

En los setenta y cinco años su lucidez

y su cordura mostraban su benignidad

como una ofrenda por el paso de

los años, pero le traumatizaba perder

el sentido de libertad.

Cómo todo este tiempo transcurrido,

pareció resignarse, pero al poner su

cabeza en la almohada una lágrima silenciosa

brotó mansa recorriendo su mejilla

lentamente hasta sentirse absorbida por

la sábana.

La mente de Fernando lo obligaba

a mantener los ojos abiertos hacia

el techo mientras miles de disquisiciones

brotaban impiadosas desafiando la lucidez

de su pensamiento.

Casi nada había cambiado, menos

su libertad.

Bah, demasiadas cosas habían

cambiado, muchas de ellas importantes,

y no había reparado en ellas.

No poder disponer de su tiempo, ir

donde él quisiera, poder comprar sus

remedios, ver sus nietos… Dios, tantas

cosas que le resultaba imposible

enumerarlas.

Los jóvenes podían moverse, incluso

muchos de ellos trabajar.

él no,

dependía ahora casi totalmente de sus

hijos, ni tampoco podía movilizarse

con en automóvil.

Al principio se sintió tan agradecido

por la actitud de los chicos.

- Papá, tenés los remedios? Papá,

cómo estás de ropa? Papá te llevo comida

para hoy y para mañana…

La atención se fue distanciando como

las propias urgencias con sus hijos.

Era lo natural, nunca les reprocharía nada:

“Tienen su propia vida y debo admitirlo,

de qué me sirve agregar una amargura

a mi viejo muestrario de frustraciones

inventadas o reales.”

Ahh, el silencio con sabor a soledad.

Cuando era joven demasiadas veces

imaginó el universo de sus padres,

especialmente cuando empezó a percibir

los primeros signos de envejecimiento,

los cuerpos empezaban a ponerse

deformes, las arrugas, la lentitud de los

desplazamientos, las enfermedades con

huellas de deterioro, incluso subestimándolo

en su capacidad de razonamiento…

una vida llena de límites que era imprescindible

cubrir por ese amor y gratitud de

quien lo había recibido todo.

Qué diferente era su propio tiempo.

Quizás la mayor distancia entre lo que

se imaginó sobre el mundo de sus padres

y el propio hoy, era que jamás se

sintió vencido. Los parámetros no eran

los mismos, pero demasiado lejos estaban

seguramente, de transitar por

los carriles de la desolación.

Eso lo charlaban demasiado con

sus amigos en el bar del Gringo donde

se había hecho una suerte de himno a

la vida el encuentro para hablar de sus

cosas. Preferían discutir por la calidad

de un porrón como si se tratase del tema

más trascendente de sus vidas.

Exponer una y otra vez las angustias

que taponaban sus razonamientos con

una amargura rayana en lo traumático

cuando lo único que buscaban era poder

desahogarse. O contar que su hija

lo fue a visitar y le comentó que le habían

cambiado el medicamento del corazón

y que eso les hizo bien…

Nuevamente la soledad, la que imprime

su sello con sensaciones de decrepitud

y depresión no consentida.

En esa

retahíla de recuerdos de un matrimonio

que prefiere olvidar y refugiarse en la calidez

de esos hijos con migajas de tiempos,

pero que aún con sus límites tienen

el fragor de ese amor que siempre quiso

transmitir pero no siempre supo o quiso.

Ahora mismo, quiero levantar el celular,

buscar un rostro, imaginarlo que

me espera con una sonrisa… pero no

lo encuentro.

Por favor, no me olviden. Los días

parecen dinámicos con sus limitaciones

para los jóvenes. Para los viejos

tienen ese grotesco matiz de los días

que faltan por vivir. No dejen de regalarles

una alegría.

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