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El camino hacia la pobreza

22/08/2020 17:10 Opinión
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El camino hacia la pobreza El camino hacia la pobreza

Algunos indicadores prestigiosos parecen confirmarlo. Leemos que Bloomberg ha colocado a la Argentina en el podio de “países más miserables”. Solamente la Venezuela de Chávez-Maduro nos ha superado en ese triste ránking. El índice, basado en estadísticas oficiales de los países encuestados, calcula desde hace seis años la posición relativa de las economías en base a la suma de la inflación y la tasa de desempleo de cada país. Aquellos con las tasas más altas son considerados como las economías con mayor índice de miseria, comparando las proyecciones del año previo y las actuales.

El gobierno nacional anuncia que ha dispuesto declarar servicios públicos a la telefonía celular, a los servicios de internet y a la televisión paga con el objeto de “garantizar el acceso a los mismos para todos y todas”. Notable ejercicio de voluntarismo. Conseguirá lo contrario.

Un camino a la pobreza edificado con -presuntas- buenas intenciones.

El candidato-moderado del año pasado se colocó a sí mismo a la izquierda de su jefa política. Una aceleración de la venezolanización del país. O mejor dicho, la castro-chavización de la Argentina. Los venezolanos no tienen la culpa. Por el contrario, son las primeras víctimas de la dictadura que soportan desde hace dos décadas.

Menoscabando el derecho de propiedad de las concesiones de servicios públicos sólo contribuirá a deteriorar la seguridad jurídica. Habrá menos inversiones. Menos empleos y peor calidad en la provisión del servicio.

Acaso sorprende la persistencia en el error. La Argentina no crece desde hace diez años. Casi con seguridad, los años que corren desde 2011 hasta 2020 serán calificados por los historiadores como una segunda "década perdida". Un nuevo decenio comparable a los años 80. Aquellos tiempos aciagos para las economías latinoamericanas a partir de la crisis que siguió a la cesación de pagos de México decretada en el tramo final del gobierno de José López Portillo en 1982. El default de la deuda azteca que arrastró a todas las economías de la región, fuertemente endeudadas en el período anterior. Una crisis a la que ni siquiera escapó por ese entonces Chile, el país visto es aquel momento como ejemplo a seguir.

El PBI per cápita de los argentinos es hoy menor que hace diez años, con el agravante de que en términos reales esa disminución es aún mayor, dado que el dólar también se ha devaluado. Pero si se mide correctamente, se puede verificar que el ingreso personal de los argentinos hoy es aún menor que el que teníamos hace veinte años, hacia fines de la convertibilidad. El índice de pobreza se acerca a la inaceptable tasa del 45 por ciento. Seis de cada diez niños son pobres.

Pero la riqueza y la pobreza no son el resultado de hechos predeterminados. Por el contrario, surgen de las acciones de los hombres. La historia está plagada de ejemplos en ese sentido. Los cubanos prosperan en Miami y son miserables en La Habana. Un oprobioso muro dividió a los alemanes en la Guerra Fría: del lado occidental vivían en el bienestar y del lado socialista en la privación. Bajo el sistema capitalista, Corea del Sur se convirtió en uno de los países más modernos del mundo mientras sus vecinos del Norte viven casi en la servidumbre feudal sometidos a la dictadura totalitaria comunista de la familia Kim.

Una sucesión de crisis casi sin interrupción lleva a preguntarnos si la Argentina no se encuentra en rigor inmersa en una verdadera decadencia. Un proceso infinitamente más peligroso que el de un país que simplemente atraviesa una crisis coyuntural.

La depresión económica argentina tal vez sea la punta del hilo de una decadencia cultural y espiritual. Una creciente sensación de asistir a un país inviable, cruzado por una división insalvable entre facciones, con empresas que no ganan dinero, empresarios que no invierten y un Estado que no funciona. Caracteres de un paradigma propio de un Estado fallido.

Algunas confusiones contribuyen a esta realidad. Castigar al que produce no parece el mejor camino. Calificar de “miserables” a los empresarios tampoco. Del mismo modo, en nada ayudan voceros oficialistas cuando recorrren los canales de televisión promoviendo la toma de tierras. El capitalismo es ante todo un sistema moral y jurídico. Es un sistema moral porque la propiedad bien entendida es un derecho natural anterior a la existencia del Estado y que resulta del fruto del trabajo humano. Y es un sistema jurídico porque la misma existencia del Estado surge de la necesidad de los hombres de ceder parte de su violencia individual para formar una entidad reguladora que garantice el ejercicio de los derechos individuales en armonía.

Pero cuando el Estado deja de ejercer el rol subsidiario de regular el marco en el que las relaciones privadas se desenvuelven, garantizando que los derechos de uno no agredan a los de otros, y pasa a pretender regular cada ámbito de la vida de los individuos, el camino hacia la pobreza está garantizado. Allí donde el accionar estatal pasa a ser visualizado por los ciudadanos como una fuente inagotable de restricciones a las libertades individuales y una constante violación a los derechos de propiedad, toda posibilidad de inversión queda destruida como consecuencia de la desconfianza.

El resultado de ello es la pobreza, el atraso, y la fuga del país, la que se manifiesta en primer lugar en la salida de capitales cuando los ciudadanos legítimamente se deshacen de la moneda local para resguardar el fruto de su trabajo.

Pero una segunda instancia tiene lugar poco después, mucho más dramática. Ella tiene lugar cuando los sectores privilegiados del país no sólo resguardan sus ahorros fuera de la Argentina sino cuando sus hijos emigran para buscar nuevos horizontes. Acaso esta sea la manifestación más plausible del fracaso colectivo del país. Aquel que cierra el ciclo de ya más de cien años que ha transformado a la Argentina de país receptor de inmigrantes a país expulsor de sus hijos más beneficiados.

En la Argentina no faltan dólares. Falta confianza. En nosotros mismos. La que existió alguna vez. Y hoy parece perdida para siempre.

A veces, caminando por las calles del centro de Buenos Aires, contemplando los edificios majestuosos que adornan nuestra ciudad, me viene a la memoria aquella frase de Malraux que describió a Buenos Aires como la capital de un imperio que nunca existió. Fachadas magníficas de soberbios edificios contrastan con locales cerrados, calles vacías, negocios desiertos y cada vez más mendigos. La grandeza de nuestra capital, expresión de una Argentina que se asomaba al desarrollo, acaso sea el recordatorio de lo que fue, o lo que pudo ser. O una promesa. Tal vez lo que podamos volver a ser. Una gran Nación.


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