Creer en un Dios crucificado Creer en un Dios crucificado
La Cruz ha sido para las
primeras generaciones de
cristianos, y posiblemente
para todas las posteriores,
hasta el día de hoy, motivo
de desconcierto, asombro
e incomprensión. ¿Se puede
creer en alguien que ha
terminado sus días, muerto
en una Cruz? ¿Cómo integrar
el anuncio de la llegada
del Reino y sus signos
prodigiosos que suponen el
comienzo de una nuevo cielo
y una nueva tierra, con el
fracaso de Jesús, el abandono
de sus discípulos, y el
triunfo, una vez más de los
poderosos?
La muerte de Jesús, de
aquel que pasó su vida haciendo
el bien, produce a
priori el rechazo de aquellos
que lo dejaron todo
para seguirlo. En los sueños
incumplidos de Jesús,
se hicieron trizas los sueños
de muchos que habían
apostado al profeta de Nazaret,
que se habían entusiasmado
con su mensaje
y pensaban que finalmente,
Dios había escuchado la
súplica de su pueblo.
¡Que locura creer en un
Dios crucificado¡ Ninguna
religión en la historia de
la humanidad había dicho
de Dios algo así. Se supone
que Dios es lo más grande,
poderoso, que muchas
veces ha sido descrito como
un ser impiadoso, vengativo
y controlador de la
vida humana. Sin embargo,
Jesús nos lo muestra como
un Padre preocupado por la
felicidad de sus hijos, que
sale al encuentro del pecador,
no para recriminarle su
conducta sino para abrazarlo,
besarlo y ofrecerle
su amor, como lo refiere
Lucas en las parábolas
de la misericordia: la oveja
perdida y del padre misericordioso
(Lc 15). Este es el
Dios de Jesús, alguien que
ama, perdona, experimenta
en carne propia el dolor de
sus hijos. Dios es amor, y el
amor lo puede todo, allí está
el centro del misterio de
la fe cristiana.
La muer t e d e J e s ú s
en la Cruz, a pesar de ser
la consecuencia de su vida
y del odio de los poderosos
de su pueblo, dirigentes
religiosos y políticos
de Israel, es a la vez,
el signo de amor más grande.
Sólo a partir de la Cruz,
como donación de la propia
vida, podemos entender
el ministerio de Jesús
y su resurrección.
La Cruz
es amor, y el amor que no
pase por el tamiz de la cruz
nunca será facundo, jamás
podrá engendrar vida y esperanza.
Ese es el Dios de Jesús,
no hay otro, no puede haber
otro: el Dios amor, que
se vuelve perdón, pan compartido,
abrazo solidario y
alegría para el mundo.
Conclusión
La Iglesia a lo largo de
la historia ha presentado a
Dios como un ser lejano a
la vida de los hombres, con
rasgos autoritarios, vengativos
y de extrema severidad.
Esta imagen ha engendrado
hijos temerosos,
de obediencia legal y conciencia
infantil. Pero la hora
actual, exige mostrar el
verdadero rostro de Dios,
el que reveló Jesús, rostro
de Padre misericordioso,
que sufre en el sufrimiento
de sus hijos, que se alegra
con sus gozos, cercano
y providente. Ese es el Dios
amor, el que queda patentizado
en la Cruz, porque sólo
el amor cura las heridas,
redime el pecado y ofrece
salvación a quiénes se encuentran
con Jesús para
compartir su vida
y ser sus
testigos en el
mundo.