“No conocen al que me envió” “No conocen al que me envió”
En aquel tiempo, dijo Jesús
a sus discípulos:
“Si el mundo os odia, sabed
que me ha odiado a mí antes
que a vosotros.
Si fuerais del mundo, el
mundo os amaría como cosa
suya, pero como no sois del
mundo, sino que yo os he escogido
sacándoos del mundo,
por eso el mundo os odia.
Recordad lo que os dije: ‘No
es el siervo más que su amo’. Si
a mí me han perseguido, también
a vosotros os perseguirán;
si han guardado mi palabra,
también guardarán la vuestra.
Y todo eso lo harán con vosotros
a causa de mi nombre,
porque no conocen al que me
envió”.
Enviar a los amigos a que den
un fruto que no se corrompe
El miércoles dábamos comienzo
al capítulo 15 de San
Juan. Con una serie de enseñanzas
que nos abren a comprender
más y mejor el sentido
de este pasaje evangélico. Los
contrastes nos hacen caer en
la cuenta de la de importancia
que tiene para nuestra fe ahondar
en la Palabra de Dios como
seguidores, de este modo, también
entraremos en la tónica de
la resurrección.
Al inicio del capítulo san
Juan nos habla de la importancia
de permanecer en Cristo
para dar fruto y de este modo
rebosar alegría. Un mandato
concreto: Amaos los unos a los
otros.
De este modo, se ve que
ambas realidades conforman la
columna vertebral del discipulado.
Y un título importante: Ya
no os llamo siervos sino amigos,
para de este modo enviar
a los amigos a que den un fruto
que no se corrompe.
Ese es el marco concreto
con el que Jesús Resucitado se
presenta después de la Pascua.
El fenómeno de la resurrección
no es una obra de magia, sino
que es algo muy real e intrínsecamente
unido a nuestra realidad
de discípulos. Para ello, se
está hablando de mundo, no
como algo malo de lo que tengamos
que huir, sino que se está
refiriendo a todo aquello que
va contra Dios.
Es decir, Jesús ha resucitado,
pero sigue habiendo en
nuestro interior esa batalla entre
muerte y vida, oscuridad y
luz, pecado y salvación. Sigue
habiendo zonas en nuestro corazón
y en nuestra alma en la
que no hemos dejado que llegue
la luz resucitadora de Jesucristo.
Tenemos que de alguna manera
hacer ese proceso de reciclaje,
conversión del que nos
habla el cántico del siervo de
Yahvé: “El Señor Dios me ha dado
una lengua de discípulo; para
saber decir al abatido una
palabra de aliento. Cada mañana
me espabila el oído, para
que escuche como los discípulos”
(Is 50,4-9).
Pasar de lo que
nos distrae de la voluntad de
Dios, de esas cegueras, de ese
desamor que va anidando en lo
más íntimo de nuestro corazón
para actuar como lo hizo el mismo
Jesús.
A él lo persiguieron
por el mensaje que tría de parte
de Dios y no guardaron su Palabra
la de vivir en el mandato del
amor. Dar una palabra de aliento
y espabilar el oído, es la condición
necesaria del discipulado
que se debe injertar en la realidad
de un mundo sufriente como
es el nuestro. Es esa necesidad
de ir más allá de la que
nos habla el evangelista cuando
dice correr la misma suerte
que tuvo Jesús. Conocer o no
conocer su Nombre, como tan
bellamente nos dice el salmo:
«Se puso junto a mí: lo libraré;
lo protegeré porque conoce mi
nombre; me invocará y lo escucharé.
Con él estaré en la tribulación,
lo defenderé, lo glorificaré,
lo saciaré de largos días
y le haré ver mi salvación» (Sal
90,14-16).