“Hasta setenta veces siete” “Hasta setenta veces siete”
En aquel tiempo,
a c ercándo s e Pedr o
a Jesús le preguntó:
«Señor, si mi hermano
me ofende, ¿cuántas
veces tengo que perdonarlo?
¿Hasta siete veces?”.
Jesús le contesta:
«No te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta
veces siete.
Por esto,
se parece el reino de
los cielos a un rey que
quiso ajustar las cuentas
con sus criados. Al
empezar a ajustarlas, le
presentaron uno que debía
diez mil talentos. Como
no tenía con qué pagar,
el señor mandó que
lo vendieran a él con su
mujer y sus hijos y todas
sus posesiones, y que pagara
así.
El criado, arrojándose
a sus pies, le suplicaba
diciendo: “Ten paciencia
conmigo y te lo pagaré
todo”.
Se compadeció el señor
de aquel criado y lo
dejó marchar, perdonándole
la deuda. Pero
al salir, el criado aquel
encontró a uno de sus
compañeros que le debía
cien denarios y, agarrándolo,
lo estrangulaba diciendo:
“Págame lo que me
debes”.
El compañero, arrojándose
a sus pies, le rogaba
diciendo: “Ten paciencia
conmigo y te lo
pagaré”.
Pero él se negó y fue y
lo metió en la cárcel hasta
que pagara lo que debía.
Sus compañeros, al
ver lo ocurrido, quedaron
consternados y fueron
a contarle a su señor
todo lo sucedido. Entonces
el señor lo llamó y le
dijo: “¡Siervo malvado!
Toda aquella deuda te
la perdoné porque me lo
rogaste.
¿No debías tú también
tener compasión
de tu compañero, como
yo tuve compasión de
ti?”.
Y el señor, indignado,
lo entregó a los verdugos
hasta que pagara
toda la deuda.
Lo mismo hará con
vosotros mi Padre celestial,
si cada cual no
perdona de corazón a su
hermano”.
Cuando acabó Jesús
estos discursos, partió
de Galilea y vino a la región
de Judea, al otro
lado del Jordán.
Jesús nos da la respuesta y lo
hace a través de una parábola
Vuelve la voz de Ezequiel
a remover nuestros días de
estío. Eco de Dios en medio
de este tiempo donde nos parece
vivir en una casa rebelde.
Los ojos han perdido la
capacidad de ver y se conforman
con una mirada superficial
que busca tranquilizar
conciencias. Los oídos, aunque
oyen, sólo buscan satisfacción
en palabras de conveniencia.
Oyen lo que les interesa
oír, pero no saben escuchar.
Es entonces cuando
el profeta debe poner tierra
por medio, bajo la guía de su
Señor. Ser emigrante a plena
luz del día y a la vista de todos.
Cautivos al destierro como
profetas incómodos ante
tanto ciego y sordo. Hoy la
presencia del cristiano debe
de ser un testimonio vivo de
un hogar nuevo. Señal, aunque
no quieran verlo, de una
casa donde se vive en paz,
porque Dios habita en ella.
En esa casa no hay necesidad
de preguntar cuántas
veces hay que perdonar. Ese
es el gran desafío que Jesús
nos lanzó: aprender a perdonar.
Sin contar las veces. Jesús
nos da la respuesta y lo
hace a través de una parábola.
Un siervo que le debía
tanto a su patrón que nunca
le iba a poder pagar, aunque
tuviera varias vidas, recibe
el perdón de toda la deuda.
Pero aún perdonado no
tuvo compasión ante quien le
imploró misericordia. El patrón
oyó lo que había hecho y
se enojó porque su siervo no
había aprendido nada al ser
perdonado.
Perdonar no es fácil. El
dolor no desaparece de un
día para otro. Necesitamos
ayuda, la fuerza misma que
proviene de un Jesús misericordioso.
Todo comienza
cuando estamos dispuestos
a perdonar. Y el perdón
de Dios es nuestra gran
motivación para perdonar.
El primer paso para perdonar
es recordar todo lo que
Dios nos perdonó. Perdonar
es soltar el resentimiento
y el deseo de hacer pagar.
Jesús habla de perdonar
al hermano, no de perdonar
una falta u otra. El
perdón se dirige al ofensor.
Por eso no depende del tipo
de falta. No se puede perdonar
más o menos. O sí, o no.
La parábola nos hace volver
la mirada hacia la misericordia
de aquel que nos perdona
infinitamente y nos da la
oportunidad de volver a empezar.
Al abandonarnos en
su gracia, seremos capaces
entonces de perdonar
las ofensas que nos haga
el prójimo. El perdón purifica
el corazón, renueva el alma
y los lava. El perdón nos
da salud, nos acerca a Dios
y transforma nuestro corazón
rencoroso, en un corazón
misericordioso.