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EL LIBERAL . Viceversa

De a dos

—Sus sobrinos, señora —dice la enfermera.

Al abrirse la puerta, la tía levanta con dificultad la mano que puede mover y el índice parece escogernos a ambos.

La tía fue la única que nos reconoció siempre. Yo creo que era por el remolino en el pelo de Marcos, del lado derecho de la cabeza, cerca de la oreja. Tenía una porción de pelo en danza constante. él dice que es por mi meñique más gordo. Por algo de cada uno de nosotros, ella sabía quiénes éramos y jugaba, cómplice, a equivocarse delante de todos. Ahora sonríe neutral.

Yo, apenas entro a la habitación, escondo el meñique gordo y hago una reverencia exagerada, inclinándome cerquita de su cama. Eso le encanta a la tía.

Marcos es Marcos, es inconfundible. él hace piruetas. Salta, baila, da vueltas. Gira tantas veces que se marea y nos marea. A la tía se le escapan carcajadas sonoras como si fueran pájaros libres que aletean formando una hilera salvaje.

Luego nos sentamos en el piso. Separados, casi enfrentados. Y comenzamos con los trabalenguas. Repetimos velozmente las palabras y cuando las sílabas comienzan a trabarse y nos equivocamos, la tía señala el turno del siguiente competidor. Entre trabalenguas y ocurrencias revisamos a la tía. Con las manos sobre las rodillas de ella, Marcos ensaya un nuevo trabalenguas. Yo prefiero acercarme lentamente a su cabeza, moverla de lado a lado, mientras le susurro que tengo un nuevo aparato para medir la velocidad de las palabras de los trabalenguas. A la tía le gusta mi invento, se lo coloco en los oídos y con ademanes graciosos le hago escuchar los latidos de mi corazón. En una pausa inusual de sus sonrisas, toma mi mano derecha y me acaricia lentamente. Tan lenta es la caricia, que parece un consuelo. Un interludio de silencio y de paz. Una ausencia llena de sentido.

Marcos, para darse importancia, insiste con el nuevo tabalenguas, pero esta vez, levantando la pierna derecha de la tía. Luego, esconde su cabeza detrás del respaldar de la cama. Aparece y desaparece su cabeza calva y eso a la tía la entusiasma. El turno de la pierna izquierda llega con el ritual más relajado. Las piernas siguen quietas. Los ojos de mi hermano se llenan de un brillo de agua dulce.

Capaz que por estos días, a la tía le cueste menos fingir que nos confunde. Los dos, vestidos de blanco, jugamos a los recién llegados del colegio. Inquietos y emocionados, nos suponemos interesados en practicar los trabalenguas con ella. No se deja atender por ningún médico. La asustan. Solo a nosotros nos permite jugar. Entonces jugamos, como antes, a los trabalenguas y a las equivocaciones. Comprobamos los deterioros físicos y las lagunas incoloras de los recuerdos.

Marcos, tu turno. Risas. Carcajadas. índices que van y que vienen en ambas direcciones. Soy Martín, me toca a mí. No, vos sos Marcos, me toca a mí. No comprendo, ni siquiera me reconozco. Trepado en la cama, mostrándome curioso como un niño que no se da cuenta. La tía se vuelve hacia cada uno de nosotros, mueve su boca y con una dificultosa y esperanzadora mueca intenta decirnos que sigamos, que le gusta, que ya va a pasar todo eso, que es cuestión de tiempo. Y así...

Marcos me aventaja. él conoce reglas y técnicas de la psicología y las convierte en diversiones lúdicas cada vez que venimos a controlar a la tía.

Si no fuera por mi estetoscopio y las distracciones de los sonidos y las caricias, no podría revisarla.

Discretamente, sé que ella acaricia mi mano derecha para tocar mi pulgar gordo. Y que la calvicie de Marcos es como un ciclón delator. Igual, seguimos jugando.

Es el turno de Marcos, porque la tía levanta su dedo índice. Siento que su mirada susurra mi nombre y le digo a Marcos: Vos Martín. Y Marcos replica: No, vos sigues. Y la tía se estremece en un colchón de carcajadas. Aunque ella siempre nos reconozca, seguimos jugando, cómplices, a equivocarnos para engañar a la memoria.

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