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EL LIBERAL . Viceversa

Letras jóvenes santiagueñas

17/04/2021 23:09 Viceversa
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Letras jóvenes santiagueñas Letras jóvenes santiagueñas

Matías Daniel Beltrán.

Vivo en la La Banda y tengo 36 años. Soy profe de Lengua y Literatura. Mis escritores favoritos en la actualidad son Rodolfo Fogwill y Daniel Link, sin dejar de reconocer el camino que han marcado los maestros en cada género.

En el año 2019 publiqué en colaboración el libro de cuentos “Movimiento Browniano”. Desde 2016 a 2020 fui Referente del Plan Nacional de Lectura, perteneciente al Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de Sgo. del Estero, donde coordiné numerosos proyectos destinados a la difusión de la lectura, el libro y los escritores en el ámbito escolar y comunitario. He obtenido el primer premio del taller de crítica de cine en el SEFF 2018 a cargo de Rolando Gallego y Catalina Dlugi. Actualmente participo en talleres de escritura como asistente y tallerista.

Escribo porque me me permite pensar la realidad con más detenimiento, con mayor sensibilidad. Y eso es inevitable.

Un consejo para los jóvenes que escriben: aprovechen el tiempo y lean, por placer, para aprender, para vivir. Conecten todas las lecturas posibles, escriban y corrijan. La corrección pule el talento.

El modo de maravillarnos que tiene Gabriel (En Movimiento Browniano)

Cada vez que se cumple un aniversario de la muerte de mi hermano mayor todo se tergiversa alrededor y pasa esto que nos cierne el pecho y un mal augurio rodea la vida de mis hermanos y la de mi madre.

Pero sobre todo soy yo el que se conecta con ese extraño ser, porque ahora vivo en la habitación de la terraza, que era de él. Elegí mudarme de la planta baja para que mi madre y mis hermanas no sintieran tanto el vacío y para que dejaran de venir a escondidas a encerrarse y a llorar esa muerte. También lo hice para acompañar y jugar con Jeremías, el perro de mi hermano.

Muchos que no eran nuestros allegados se acercaron a abrazar con dolor a mi madre el día del velorio, porque Gabriel era un buen muchacho a pesar de sus comentarios y sus ocurrencias y todos en el barrio lo sabían.

Quizás este sea el modo de maravillarnos que tiene Gabriel. Lanzarse a baja distancia desde una avioneta, sin paracaídas, para estamparse contra el cemento de la terraza y luego repetirlo cada vez que se cumple su aniversario.

Tengo que reconocer que el mediodía de octubre en que ocurrió eso no nos dimos cuenta. Siempre oíamos música y ruidos en la terraza pero generalmente no subíamos a cerciorarnos de lo que allí acontecía. Salvo los almuerzos de domingo, el contacto que teníamos con nuestro hermano mayor era a través del WhatsApp, porque nosotros los menores estábamos casi todo el día conectados y habitualmente con los auriculares. Fue mi madre quien escuchó a la avioneta y sintió el llanto de Jeremías. Parece que decidió ir para aplacar al animal y tras subir la escalera lateral se encontró con el cuerpo boca abajo.

Luego bajó y me tomó la mano con brusquedad, vi su rostro prácticamente desfigurado y me saqué el auricular. Es…es Gabriel…Andá, subí a verlo a la terraza, se tiró de una avioneta.

Gabriel también era un lector voraz y le encantaban las novelas. Las latinoamericanas del Boom eran sus preferidas. Cuando me mudé a sus aposentos comencé a interesarme por sus libros, tenía de todo. Empecé por “El Principito”.

En el octubre siguiente, estaba en la terraza leyendo una novela cuando, al mediodía, se escuchó entre el sonido de la ciudad a una avioneta que volaba bajo. Se sintió un golpe sordo en dirección de la terraza y el Jeremías otra vez a darle con el aullido. Salí al patio y estaba allí, de nuevo, el cuerpo boca abajo, como un muñeco de trapo que despide sangre. Bajé por las escaleras y mi madre subía. La tomé y le dije que no lo hiciera, que era Gabriel otra vez. Pero que no se preocupara, que yo me encargaría. Los vecinos que se dieron cuenta de lo acontecido hicieron procesión como el año anterior para abrazar el dolor de nuestra madre. La dejé ahí, en el comedor con los vecinos y mis hermanas. Arriba el perro aullaba. Subí, envolví el cuerpo de Gabriel con una frazada, lo arrastré por las escaleras y lo enterré en el fondo, junto al naranjo.

Desde el primer aniversario me vuelve un dolor de espalda que me tortura durante semanas. Voy al médico cada tanto para que me brinde una solución, pero es inútil, su ciencia no logra ningún efecto. Mi madre me dice que es porque cargué sólo el cuerpo de Gabriel. Yo alimento su fantasía para terminar con la conversación, y le digo que sí, que es eso.

Durante días nos preparamos para el segundo aniversario, los vecinos también, pues recordaban que el año anterior ocurrió otra vez lo del cuerpo que se arroja desde la avioneta. No quise quedarme en la planta superior, necesitaba compañía y el celular ya no me servía para eso. Ese interminable mediodía de octubre decidí acompañar a mi madre en el comedor cuando Jeremías empezó a desesperarse por salir hacia la terraza. Faltaba poco para la hora del acontecimiento y el animal se puso insoportable. Jadeaba y daba vueltas sobre sí mismo tratando de comerse la cola como un Uroboros, otro de los seres que habitaban en la biblioteca de Gabriel. Lo dejé ir y salió disparado hacia allí.

Minutos después, a lo lejos comenzó a sonar la avioneta; hermanas, madre e hijo nos abrazamos y percibimos otra vez el golpe seco. Pero el perro no aullaba. Fui a la terraza y estaban ambos: el cuerpo de mi hermano mayor y Jeremías debajo con sus últimos atisbos de vida. Quería irse con él, pensé. Volví para decirles a las mujeres de mi familia que no subieran y escuché cómo los vecinos se amontonaban tras la puerta para abrazarnos. Tomé otra frazada de mi habitación y los enterré a ambos un poco más lejos del naranjo. Para el próximo año tendré que quitar la pileta del fondo o cavar fosas más profundas. Tengo el cadáver para darle sepultura año tras año y me convenzo a mí mismo de que, por lo menos, mi hermano no es alguien que desapareció. Pareciera que la avioneta desde la que un hombre se arroja contra la terraza jamás se apartará de nuestras vidas.

Benjamín del Mundo (Del libro Movimiento Browniano)

A mi abuela Selva

Cada vez que se cumple un aniversario de la muerte de mi hermano mayor todo se tergiversa alrededor y pasa esto que nos cierne el pecho y un mal augurio rodea la vida de mis hermanos y la de mi madre.

Pero sobre todo soy yo el que se conecta con ese extraño ser, porque ahora vivo en la habitación de la terraza, que era de él. Elegí mudarme de la planta baja para que mi madre y mis hermanas no sintieran tanto el vacío y para que dejaran de venir a escondidas a encerrarse y a llorar esa muerte. También lo hice para acompañar y jugar con Jeremías, el perro de mi hermano.

Muchos que no eran nuestros allegados se acercaron a abrazar con dolor a mi madre el día del velorio, porque Gabriel era un buen muchacho a pesar de sus comentarios y sus ocurrencias y todos en el barrio lo sabían.

Quizás este sea el modo de maravillarnos que tiene Gabriel. Lanzarse a baja distancia desde una avioneta, sin paracaídas, para estamparse contra el cemento de la terraza y luego repetirlo cada vez que se cumple su aniversario.

Tengo que reconocer que el mediodía de octubre en que ocurrió eso no nos dimos cuenta. Siempre oíamos música y ruidos en la terraza pero generalmente no subíamos a cerciorarnos de lo que allí acontecía. Salvo los almuerzos de domingo, el contacto que teníamos con nuestro hermano mayor era a través del WhatsApp, porque nosotros los menores estábamos casi todo el día conectados y habitualmente con los auriculares. Fue mi madre quien escuchó a la avioneta y sintió el llanto de Jeremías. Parece que decidió ir para aplacar al animal y tras subir la escalera lateral se encontró con el cuerpo boca abajo.

Luego bajó y me tomó la mano con brusquedad, vi su rostro prácticamente desfigurado y me saqué el auricular. Es…es Gabriel…Andá, subí a verlo a la terraza, se tiró de una avioneta.

Gabriel también era un lector voraz y le encantaban las novelas. Las latinoamericanas del Boom eran sus preferidas. Cuando me mudé a sus aposentos comencé a interesarme por sus libros, tenía de todo. Empecé por “El Principito”.

En el octubre siguiente, estaba en la terraza leyendo una novela cuando, al mediodía, se escuchó entre el sonido de la ciudad a una avioneta que volaba bajo. Se sintió un golpe sordo en dirección de la terraza y el Jeremías otra vez a darle con el aullido. Salí al patio y estaba allí, de nuevo, el cuerpo boca abajo, como un muñeco de trapo que despide sangre. Bajé por las escaleras y mi madre subía. La tomé y le dije que no lo hiciera, que era Gabriel otra vez. Pero que no se preocupara, que yo me encargaría. Los vecinos que se dieron cuenta de lo acontecido hicieron procesión como el año anterior para abrazar el dolor de nuestra madre. La dejé ahí, en el comedor con los vecinos y mis hermanas. Arriba el perro aullaba. Subí, envolví el cuerpo de Gabriel con una frazada, lo arrastré por las escaleras y lo enterré en el fondo, junto al naranjo.

Desde el primer aniversario me vuelve un dolor de espalda que me tortura durante semanas. Voy al médico cada tanto para que me brinde una solución, pero es inútil, su ciencia no logra ningún efecto. Mi madre me dice que es porque cargué sólo el cuerpo de Gabriel. Yo alimento su fantasía para terminar con la conversación, y le digo que sí, que es eso.

Durante días nos preparamos para el segundo aniversario, los vecinos también, pues recordaban que el año anterior ocurrió otra vez lo del cuerpo que se arroja desde la avioneta. No quise quedarme en la planta superior, necesitaba compañía y el celular ya no me servía para eso. Ese interminable mediodía de octubre decidí acompañar a mi madre en el comedor cuando Jeremías empezó a desesperarse por salir hacia la terraza. Faltaba poco para la hora del acontecimiento y el animal se puso insoportable. Jadeaba y daba vueltas sobre sí mismo tratando de comerse la cola como un Uroboros, otro de los seres que habitaban en la biblioteca de Gabriel. Lo dejé ir y salió disparado hacia allí.

Minutos después, a lo lejos comenzó a sonar la avioneta; hermanas, madre e hijo nos abrazamos y percibimos otra vez el golpe seco. Pero el perro no aullaba. Fui a la terraza y estaban ambos: el cuerpo de mi hermano mayor y Jeremías debajo con sus últimos atisbos de vida. Quería irse con él, pensé. Volví para decirles a las mujeres de mi familia que no subieran y escuché cómo los vecinos se amontonaban tras la puerta para abrazarnos. Tomé otra frazada de mi habitación y los enterré a ambos un poco más lejos del naranjo. Para el próximo año tendré que quitar la pileta del fondo o cavar fosas más profundas. Tengo el cadáver para darle sepultura año tras año y me convenzo a mí mismo de que, por lo menos, mi hermano no es alguien que desapareció. Pareciera que la avioneta desde la que un hombre se arroja contra la terraza jamás se apartará de nuestras vidas.

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