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EL LIBERAL . Viceversa

El desayuno

Por Maribe Sal

Yo estaba sentada en el piso frente a su cama. La luz que entraba por la ventana la hacía parecer un poco más joven de lo que era. Tal vez podía tener cuarenta, cuarenta y cinco años. Desde la habitación totalmente iluminada se podía escuchar el canto de los pajaritos sobre los árboles del jardín, alguien baldeando la vereda y el ruido de un televisor encendido. Estaba esperando a que salga de la cama para que desayunemos juntas, tal vez yo un café y ella un té porque el café le hace mal. Pero a ella le gusta levantarse más tarde y yo la miraba desde la fría superficie del suelo. En la otra punta de la habitación, con las sábanas hasta el cuello, me devolvía la mirada y me prometía repetidamente que en cinco minutos se levantaba. Yo le decía que no hay apuro, que se tome su tiempo y me perdía pensando en que podría congelar esa imagen sacada de un cuadro renacentista posmoderno, donde una hermosa mujer se mezcla con un televisor en pinceladas de ocre y oro. De re pente, intentó pararse, le puso mucho empeño y admitió que hoy, particularmente, sentía mucho dolor (aquellas palabras por si nunca las escucharon salir de la boca de mi mamá, suenan como el llanto de mil ángeles al perder sus aureolas). Yo la observaba abrumada. Me quedé absorta en su sufrimiento eterno (ella también era consciente de que llevaba tiempo sufriendo, se notaba en sus manos al temblar), pero llegó un mensaje a mi celular y le aparte mi mirada. Cuando volví a verla, ella ya se había levantado y caminaba hacia su vestidor en pijamas. Pasó junto a mí y, mientras me decía que no me preocupe, me tocó la cabeza y me sonrió ¡En ese momento volví a tener diez años! ¡Aquella sonrisa y aquel gesto pertenecían a una mamá lejana! ¡A la mamá de mi infancia! Sus manos acariciando mi pelo con la ternura que solo ella tiene. Era como volver el tiempo atrás en el que se podía sentar a lado mío y jugar en el piso por horas. Aquella sonrisa y aquel gesto mostraban una entereza que su andar contradecía. Era la apariencia de un gesto disimulando el dolor de un cuerpo. Aquella mujer, aunque naturalmente le dolían sus manos, parecía hacer lo imposible para hacerme olvidar que su dolor era real. Tal vez, en cierto punto su cansancio se haya perpetuado. Puede que solo con personas excepcionales seamos capaces de levantarnos de la cama y disimular dicho cansancio para desayunar con ellas. En cualquier caso, cuando me acarició y me sonrió (yo que no pude contener un par de lágrimas), me hizo sentir que era ella, una vez más, quien cuidaba de mí. Una especie de esencia en su ser, independientemente de su dolor, quedó al descubierto durante un segundo en que intentó esconder su padecer por mí. Yo estaba totalmente destruida. Y me vino a la cabeza la idea de que nunca he conocido una mujer que me haya cuidado en tantos detalles como ella. l


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