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EL LIBERAL . Viceversa

EL NARANJO

Por Florencia 

González Castellanos

Por Florencia González Castellanos.

L as naranjas del abuelo lucían en el fondo del jardín. Parecía que las lustraba, porque brillaban de una manera especial. “No las toquen”, nos decía con cierta seriedad, “hay que dejar que maduren y caigan solas”. Entonces sabíamos que el naranjo era un lugar sagrado, que podía observarse y nada más.

Todas las tardes, luego de dormir una breve siesta, acercaba su sillón de madera verde y un almohadón a rayas amarillo y blanco al lado de su árbol preferido, y una vez acomodado, abría su libro y se disponía a leer un buen rato. Historia, siempre libros de historia, que refrescaran su memoria y que además lo informaran un poco más. Rosas, Mitre, Sarmiento, San Martín, Belgrano, eran algunos de los próceres que disfrutaba leer.

Y por la tarde, ya a la hora que caía el sol, llegábamos sus nietos de visita. La abuela nos abría la puerta con una sonrisa enorme y un beso en la mejilla. Al ingresar, un aroma a jazmín invadía el living comedor. Es que al lado del naranjo había un jazmín, enorme, que florecía y daba tantas flores como el árbol naranjas. Entonces, una vez florecidas, las cortaban y las colocaban en diversos lugares de la casa para que perfumaran los ambientes, y además nos dejaban un ramito reservado para los que íbamos de visita.

Luego de saludar a la abuela, pasábamos al jardín a ver al abuelo y distraerlo de sus lecturas; siempre dispuesto, se alegraba de vernos. Dejaba en el sillón su libro y se acercaba a saludarnos. Un día llegué y en mi mano derecha tenía mi celular, me miró y me preguntó: “¿Eso también saca fotos?” “Sí, abuelo, puedo sacar fotos con este celular, además de muchas cosas más.”Haceme un favor”, me dijo, “sacame una foto con el naranjo que está tan lindo…”, y acercó nuevamente su sillón y su libro. “Voy a hacer que estoy leyendo”, me comentó. Y ahí, como si no se diera cuenta, saqué una, dos, tres fotos. Por si alguna salía mejor que otra. “Mirá, abuelo”, le dije. “A ver… salió fantástica, sos una buena fotógrafa y mis naranjas han posado muy bien.” Me hizo gracia su comentario, esbocé una sonrisa y por dentro me sentí orgullosa de ser la fotógrafa oficial de ese monumento mágico instalado en su jardín.

Segundos después, llegó mi abuela con una enorme bandeja llena de cosas ricas para merendar, mermelada casera, jugo natural exprimido (de naranjas ya caídas), pan recién horneado, y una gran tetera con agua caliente. Era primavera, todavía el sol iluminaba el día y la temperatura era la óptima, ni frío ni calor, apenas una brisa fresca hacía temblar por momentos algunas hojas del jazmín.

Tomamos té, comimos todo el pan, que estaba tibio, y hablamos un montón entre bocado y bocado. El abuelo nos contó un poco qué estaba leyendo, la abuela intervenía con algunos comentarios, yo los escuchaba atenta. De repente un pájaro se posó en la medianera y comenzó a cantar. “A ver si adivinas qué pájaro es”, me dijo el abuelo. Yo, que poca idea tenía de los distintos tipos de aves, arriesgué a aventurar “un cardenal”, y señalándolo me dijo: “Escúchalo cantar, parece que dijera benteveo, y de ahí su nombre”. Y desde entonces que lo identifico con mucha facilidad apenas lo escucho cantar: Benteveo, benteveo…

Ya se había hecho de noche, y me disponía a irme cuando el reloj del abuelo marcaba las ocho. Era un reloj de esos grandes a cuerda, con un péndulo que se movía segundo a segundo. Me enseñó a darle cuerda, y me dirigí a la puerta de salida, mi abuela se acercó con una enorme bolsa de naranjas, y desde atrás el abuelo acotaba: “Esas naranjas decidieron caer porque alcanzaron su madurez, podés llevarlas y hacer jugo, mermeladas o algún postre especial, que después tendrás que darnos a probar”. En la otra mano, la abuela tenía un pequeño ramo con algunas flores del jazmín para que me llevara, me dieron un abrazo, un beso en la mejilla y me fui.

Camino a casa, sentí plenitud. Cuánto me había llevado de ellos en unas horas que estuve ahí. Cuántas enseñanzas implícitas me dejaron en lo que dura un atardecer. Me fui pensando en las naranjas, que solas deciden caer, pensé que la vida sería un poco así también, que uno cuando se siente ya algo maduro debe también dejarse caer, o en todo caso soltarse, y entonces a las naranjas no queda más que exprimirlas cuando ya soltaron la rama que las sostenía, así que a mí no me quedaba más que exprimirme a experiencias si ya había abandonado hacía unos años la adolescencia y algunos miedos no me dejaban avanzar. Entonces, sin dudas, me dije: “Es momento de exprimir”.

Y esa noche dormí con un aroma a jazmín arropándome, con el beso de mis abuelos que para mí era una bendición, con el sonido del benteveo silbando en mi oído y con la imagen viva en la retina del naranjo, que había sido ese día el rey de la tarde.

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