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Adelanto de “A fuego lento”, el nuevo libro de Paula Hawkins

04/09/2021 21:29 Viceversa
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Adelanto de “A fuego lento”, el nuevo libro de Paula Hawkins Adelanto de “A fuego lento”, el nuevo libro de Paula Hawkins

Cada segundo domingo del mes, Miriam

limpiaba el inodoro. Tenía que sacar

el depósito del pequeño cuarto de baño

que había al fondo de la barcaza (siempre

sorprendente y desagradablemente pesado),

cargar con él hasta el camino de

sirga y recorrer los buenos cien metros

que debía de haber hasta el baño público,

donde vertía las aguas residuales en

el retrete principal y, tras tirar de la cadena,

enjuagaba el recipiente para limpiar

los restos que hubieran podido quedar.

Era una de las partes menos idílicas de

vivir en una de esas barcazas estrechas

del canal reconvertidas en viviendas, y

una tarea que le gustaba hacer a primera

hora de la mañana,cuando no había nadie

alrededor. Le parecía muy poco digno

tener que transportar la mierda de

una en medio de desconocidos, paseantes

de perros y corredores. Estaba en la

cubierta de popa, comprobando que el

trayecto estuviera despejado y no flotara

ningún obstáculo en su camino, como bicicletas

o botellas (la gente podía ser extremadamente

antisocial, sobre todo los

sábados por la noche). Era una mañana

radiante, fría para ser marzo, aunque los

brotes de las lustrosas ramas nuevas de

los plátanos y los abedules anunciaban

ya la primavera.

Fría para ser marzo y, sin embargo,

había reparado en que la puerta de

la barcaza vecina estaba entreabierta,

igual que también lo había estado la noche

anterior. Era extraño. Lo cierto era

que hacía ya un tiempo que quería hablar

con el inquilino de esa barcaza, un hombre

joven, sobre el hecho de que llevara

en ese amarre más tiempo del permitido.

Hacía dieciséis días que se encontraba

ahí, dos más de los que tenía derecho a

estar, y ella tenía intención de hablar con

él para que se marchara de una vez, a pesar

de que no era su trabajo ni su responsabilidad,

pero -a diferencia de la mayoría-

ella vivía en el canal de forma permanente

y eso le infundía un particular espíritu

cívico.

En cualquier caso, eso fue lo que Miriam

le contó a Barker cuando más tarde

él le preguntó qué la había impulsado

a ir a mirar. El detective inspector estaba

sentado frente a ella, las rodillas de

ambos casi se tocaban y tenía los hombros

encorvados y la espalda inclinada.

Una barcaza no es un lugar muy cómodo

para un hombre alto, y él era muy alto.

Tenía, además, la cabeza como una bola

de billar y una expresión de molestia en

el rostro, como si ese día hubiera planeado

hacer alguna otra cosa, algo divertido

como llevar a los niños al parque, y ahora,

en cambio, se encontrara ahí con ella

y no le hiciera la menor gracia.

-¿Ha tocado algo? -preguntó él.

¿Lo había hecho? ¿Había tocado algo?

Miriam cerró los ojos. Se visualizó a

sí misma, llamando con unos golpecitos a

la ventana de la barcaza azul y blanca, y

luego esperando una respuesta: una voz,

o el tirón de una cortina descorriéndose.

Al no obtenerla, se había inclinado para

intentar ver el interior, pero se lo impidieron

la cortina y lo que parecía una década

entera de suciedad del río y la ciudad.

Había vuelto a dar unos golpecitos, y luego,

tras aguardar un momento, había subido

a la cubierta de popa y había exclamado:

“¡¿Hola? ¿Hay alguien en casa?!”.

Se vio a sí misma empujando la puerta

con mucho cuidado. Al hacerlo, había

percibido un tufillo a algo, una suerte

de efluvio metálico y carnoso que le

había dado hambre. “¿Hola?” Tras abrir

la puerta del todo, había descendido los

dos escalones que conducían al interior

de la barcaza y, al reparar finalmente

en la escena, se había callado de golpe

mientras pronunciaba su último hola:

el chico (bueno, en realidad no era un chico,

sino un hombre joven) estaba tumbado

en el suelo, cubierto de sangre y con

un amplio corte en forma de sonrisa en

la garganta.

Se vio a sí misma avanzando con paso

tambaleante y una mano en la boca,

inclinándose hacia delante durante un

largo y mareante momento y extendiendo

una mano para apoyarse en la encimera.

“Oh, Dios mío.”

-He tocado el mostrador -le indicó al

detective-. Creo que me he apoyado en

esa encimera de ahí, la que queda a la izquierda

cuando entras en la barcaza. He

visto el cadáver y he pensado... Bueno,

he sentido... náuseas. -Se sonrojó-. Aunque

no he vomitado, no en ese instante.

Lo he hecho fuera... Lo siento, yo...

-No se preocupe por eso -la tranquilizó

Barker sosteniéndole la mirada-. No

tiene de qué preocuparse.

¿Qué ha hecho entonces? Ha visto

el cadáver, se ha apoyado en la encimera

y...

Le había impactado el olor. Por debajo

de la sangre, toda esa sangre, se percibía

algo más, algo antiguo, dulce y nauseabundo,

como un ramo de lirios que

lleva demasiado tiempo en el jarrón. Había

sido el olor y también la expresión de

su rostro, irresistible, ese hermoso rostro

sin vida, con unos ojos vidriosos enmarcados

por largas pestañas y unos

labios carnosos que dejaban a la vista

la dentadura, blanca y uniforme. Tenía

el torso, las manos y los brazos cubiertos

de sangre, y los dedos curvados hacia

el suelo, como si estuviera aferrándose

a él. Al darse la vuelta para marcharse,

Miriam había visto algo más en el suelo,

algo que estaba fuera de lugar: un resplandor

plateado en medio de la pegajosa

sangre, cada vez más ennegrecida.

Con paso tambaleante había subido

los escalones y había salido de la barcaza,

aspirando grandes bocanadas de aire

entre arcadas. Tras vomitar en el camino

de sirga, se había limpiado la boca y

había exclamado «¡Socorro! ¡Que alguien

llame a la policía!», pero no eran más que

las siete y media de la mañana de un domingo

y no había nadie alrededor, el camino

de sirga estaba desierto y las calles

que había más arriba también. No se oía

nada salvo el ruido de un generador y los

graznidos de las gallinetas que sobrevolaban

el lugar. Al levantar la vista hacia el

puente que cruzaba el canal, le había parecido

ver a alguien, pero había desaparecido

de su vista enseguida. Estaba sola

y se había sentido presa de un miedo

paralizante.

-Me he marchado -le contó Miriam al

inspector-. He vuelto directamente y...

he llamado a la policía. Bueno, primero he

vomitado y luego he venido corriendo a

mi barcaza y he llamado a la policía.

-Está bien, está bien.

Cuando Miriam volvió a levantar

la mirada hacia el policía, este estaba

echando un vistazo al diminuto y ordenado

espacio. Se fijó en los libros que había

sobre el fregadero (Cocinar con una sola

olla, La nueva cocina con vegetales) y en

las hierbas aromáticas del alféizar (la albahaca

y el cilantro en sus botes de plástico;

el romero, ya algo seco, en un tarro

de esmalte azul). Reparó asimismo en la

estantería, repleta de libros de bolsillo; el

polvoriento lirio de la paz, que descansaba

encima, y la fotografía enmarcada de

una pareja anodina flanqueando a una niña

corpulenta.

-¿Vive aquí sola? -preguntó Barker,

aunque en realidad no era una pregunta.

Ella sabía lo que pensaba: que se trataba

de una solterona vieja y gorda, una jipiosa

abraza-árboles de esas que se dedican

a husmear tras los visillos y a meter

las narices en los asuntos de los demás.

Miriam sabía cómo la veía la gente.

“¿Alguna vez... alguna vez llega a conocer

a sus... vecinos? ¿Se los puede

considerar vecinos? Imagino que no, si

solo están aquí un par de semanas...

Miriam se encogió de hombros.

-Algunos vienen y van con regularidad,

y limitan sus amarres a una determinada

zona o extensión del canal, de modo

que se los puede llegar a conocer. Si

se quiere. También puede una ocuparse

de sus propios asuntos, que es lo que yo

hago.

El inspector no dijo nada y se limitó

a mirarla inexpresivamente. Ella se dio

cuenta de que estaba intentando desentrañarla,

de que ni se fiaba de ella ni terminaba

de creerse lo que le contaba.

-¿Qué hay de él? Me refiero al hombre

que ha encontrado esta mañana. Miriam

negó con la cabeza.

-No lo conocía. Lo había visto algunas

veces y habíamos intercambiado...

bueno, ni siquiera diría que cortesías. Yo

le decía “hola” o “buenos días” o algo así

y él me respondía. Nada más.

(No exactamente: era cierto que lo

había visto un par de veces desde que

había amarrado ahí, y se había dado

cuenta de inmediato de que era un aficionado:

su barcaza estaba hecha un desastre

-pintura descascarillada, dinteles

herrumbrosos, chimenea torcida- y a él

se le veía demasiado arreglado para la vida

en el canal -ropa limpia, dientes blancos,

sin piercings ni tatuajes; ninguno visible,

al menos-. Era un joven imponente,

bastante alto, moreno, de ojos oscuros y

rostro de facciones marcadas. La primera

vez que lo había visto le había dado los

buenos días y él había levantado la mirada

y había sonreído, provocando que a

ella se le erizara el vello de la nuca.)

Esa fue la impresión que tuvo en su

momento. Pero, claro, no iba a decírselo

al inspector. “La primera vez que lo vi

tuve una sensación extraña...” Pensaría

que estaba pirada. En cualquier caso,

ahora se daba cuenta de qué era en realidad

eso que había notado. No se trataba

de una premonición ni ninguna ridiculez

de esas, sino de un reconocimiento.

Ahí había una oportunidad. Eso era lo

que había pensado al descubrir quién era

el joven, pero sin saber todavía qué provecho

podía sacarle a la situación. Ahora

que estaba muerto, sin embargo, tenía la

sensación de que todo esto era cosa del

destino. Una serendipia.

-¿Señora Lewis? -El inspector Barker

estaba haciéndole una pregunta.

-Señorita -precisó Miriam.

él cerró los ojos un segundo.

-¿Recuerda haberlo visto acompañado,

señorita Lewis? ¿Recuerda haberlo

visto hablando con alguien?

Ella vaciló un momento y luego asintió.

-Lo visitó una mujer. Un par de veces,

creo. Es posible que lo visitara alguien

más, pero yo solo vi a esa mujer. Era mayor

que él, más cercana a mi edad, de

unos cincuenta años. Pelo canoso muy

corto. Delgada y creo que bastante alta,

metro setenta y cinco o incluso ochenta,

rasgos angulosos...

Barker enarcó una ceja.

-Parece que la vio bien.

Miriam volvió a encogerse de hombros.

-Bueno, sí. Soy muy observadora.

Me gusta fijarme bien en las cosas. -Ya

puestos, daría pábulo a sus prejuicios-.

Pero lo cierto es que era el tipo de mujer

en la que una repara aunque no quiera.

Era bastante imponente. El corte de

pelo, la ropa... Tenía un aspecto pudiente.

El inspector volvió a asentir mientras

lo anotaba todo, y Miriam estuvo segura

de que no tardaría en descubrir de

quién estaba hablando exactamente. En

cuanto el detective se hubo marchado,

los agentes acordonaron el camino de

sirga entre De Beauvoir y Shepperton y

obligaron a desalojar a todas las barcazas

salvo la de la víctima, pues había sido

el escenario del crimen, y la de Miriam.

Al principio intentaron convencerla para

que se marchara, pero ella les dejó claro

que no tenía ningún otro sitio al que ir.

¿Dónde pensaban hospedarla? El agente

uniformado con el que habló, un joven de

voz chillona y granos en la cara, pareció

sentirse contrariado porque le impusiera

esa responsabilidad. Levantó la vista

al cielo, luego miró a un lado y otro del canal;

finalmente volvió a posar los ojos sobre

esa mujer de mediana edad menuda,

gorda e inofensiva, y optó por ceder. Habló

con alguien por el walkietalkie y luego

regresó para comunicarle que podía

quedarse.

-Puede entrar y salir de su... esto...

residencia -dijo-, pero nada más.

Esa tarde Miriam decidió aprovechar

la inusual tranquilidad del canal acordonado

y se sentó en la cubierta de popa de

su barcaza bajo la pálida luz del sol. Con

una manta sobre los hombros y una taza

de té al lado, la mujer contempló cómo

policías y criminólogos iban de un

lado para otro y llevaban perros y botes

mientras rastreaban el camino de

sirga y sus márgenes, así como las turbias

aguas del canal. Teniendo en cuenta

el día que había tenido, lo cierto era que

se sentía extrañamente en paz y embargada

por cierto optimismo ante las nuevas

posibilidades que se abrían ante ella.

Tocó la pequeña llave que guardaba en

el bolsillo del cárdigan, todavía pegajosa

por la sangre. Era la que había recogido

del suelo de la barcaza y cuya existencia

había ocultado al inspector sin saber por

qué lo hacía.

Instinto.

Había visto la llave brillando en el suelo

junto al cadáver del joven. Pendía de

un llavero de madera con forma de pájaro.

Lo había reconocido de inmediato: lo

había visto antes, colgando de la cintura

de los vaqueros que llevaba Laura, la de

la lavandería. Laura la Loca, la llamaban.

A Miriam siempre le había parecido bastante

simpática y para nada loca. Laura,

a quien Miriam había visto llegar -suponía

que achispada- a la pequeña barcaza

destartalada del brazo de ese guapo

joven... ¿Cuándo? ¿Dos noches atrás?

¿Tres? Estaría en su cuaderno; las idas y

venidas interesantes eran el tipo de cosa

que solía anotar.

Al anochecer, Miriam vio cómo sacaban

el cadáver de la barcaza y lo subían

por los escalones que conducían a la calle

para meterlo en la ambulancia que lo

estaba esperando. Cuando pasaron a su

lado, ella se puso de pie en señal de respeto

e, inclinando la cabeza, murmuró en

voz baja un descreído “Ve con Dios”.

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