Adelanto de “A fuego lento”, el nuevo libro de Paula Hawkins Adelanto de “A fuego lento”, el nuevo libro de Paula Hawkins
limpiaba el inodoro. Tenía que sacar
el depósito del pequeño cuarto de baño
que había al fondo de la barcaza (siempre
sorprendente y desagradablemente pesado),
cargar con él hasta el camino de
sirga y recorrer los buenos cien metros
que debía de haber hasta el baño público,
donde vertía las aguas residuales en
el retrete principal y, tras tirar de la cadena,
enjuagaba el recipiente para limpiar
los restos que hubieran podido quedar.
Era una de las partes menos idílicas de
vivir en una de esas barcazas estrechas
del canal reconvertidas en viviendas, y
una tarea que le gustaba hacer a primera
hora de la mañana,cuando no había nadie
alrededor. Le parecía muy poco digno
tener que transportar la mierda de
una en medio de desconocidos, paseantes
de perros y corredores. Estaba en la
cubierta de popa, comprobando que el
trayecto estuviera despejado y no flotara
ningún obstáculo en su camino, como bicicletas
o botellas (la gente podía ser extremadamente
antisocial, sobre todo los
sábados por la noche). Era una mañana
radiante, fría para ser marzo, aunque los
brotes de las lustrosas ramas nuevas de
los plátanos y los abedules anunciaban
ya la primavera.
Fría para ser marzo y, sin embargo,
había reparado en que la puerta de
la barcaza vecina estaba entreabierta,
igual que también lo había estado la noche
anterior. Era extraño. Lo cierto era
que hacía ya un tiempo que quería hablar
con el inquilino de esa barcaza, un hombre
joven, sobre el hecho de que llevara
en ese amarre más tiempo del permitido.
Hacía dieciséis días que se encontraba
ahí, dos más de los que tenía derecho a
estar, y ella tenía intención de hablar con
él para que se marchara de una vez, a pesar
de que no era su trabajo ni su responsabilidad,
pero -a diferencia de la mayoría-
ella vivía en el canal de forma permanente
y eso le infundía un particular espíritu
cívico.
En cualquier caso, eso fue lo que Miriam
le contó a Barker cuando más tarde
él le preguntó qué la había impulsado
a ir a mirar. El detective inspector estaba
sentado frente a ella, las rodillas de
ambos casi se tocaban y tenía los hombros
encorvados y la espalda inclinada.
Una barcaza no es un lugar muy cómodo
para un hombre alto, y él era muy alto.
Tenía, además, la cabeza como una bola
de billar y una expresión de molestia en
el rostro, como si ese día hubiera planeado
hacer alguna otra cosa, algo divertido
como llevar a los niños al parque, y ahora,
en cambio, se encontrara ahí con ella
y no le hiciera la menor gracia.
-¿Ha tocado algo? -preguntó él.
¿Lo había hecho? ¿Había tocado algo?
Miriam cerró los ojos. Se visualizó a
sí misma, llamando con unos golpecitos a
la ventana de la barcaza azul y blanca, y
luego esperando una respuesta: una voz,
o el tirón de una cortina descorriéndose.
Al no obtenerla, se había inclinado para
intentar ver el interior, pero se lo impidieron
la cortina y lo que parecía una década
entera de suciedad del río y la ciudad.
Había vuelto a dar unos golpecitos, y luego,
tras aguardar un momento, había subido
a la cubierta de popa y había exclamado:
“¡¿Hola? ¿Hay alguien en casa?!”.
Se vio a sí misma empujando la puerta
con mucho cuidado. Al hacerlo, había
percibido un tufillo a algo, una suerte
de efluvio metálico y carnoso que le
había dado hambre. “¿Hola?” Tras abrir
la puerta del todo, había descendido los
dos escalones que conducían al interior
de la barcaza y, al reparar finalmente
en la escena, se había callado de golpe
mientras pronunciaba su último hola:
el chico (bueno, en realidad no era un chico,
sino un hombre joven) estaba tumbado
en el suelo, cubierto de sangre y con
un amplio corte en forma de sonrisa en
la garganta.
Se vio a sí misma avanzando con paso
tambaleante y una mano en la boca,
inclinándose hacia delante durante un
largo y mareante momento y extendiendo
una mano para apoyarse en la encimera.
“Oh, Dios mío.”
-He tocado el mostrador -le indicó al
detective-. Creo que me he apoyado en
esa encimera de ahí, la que queda a la izquierda
cuando entras en la barcaza. He
visto el cadáver y he pensado... Bueno,
he sentido... náuseas. -Se sonrojó-. Aunque
no he vomitado, no en ese instante.
Lo he hecho fuera... Lo siento, yo...
-No se preocupe por eso -la tranquilizó
Barker sosteniéndole la mirada-. No
tiene de qué preocuparse.
¿Qué ha hecho entonces? Ha visto
el cadáver, se ha apoyado en la encimera
y...
Le había impactado el olor. Por debajo
de la sangre, toda esa sangre, se percibía
algo más, algo antiguo, dulce y nauseabundo,
como un ramo de lirios que
lleva demasiado tiempo en el jarrón. Había
sido el olor y también la expresión de
su rostro, irresistible, ese hermoso rostro
sin vida, con unos ojos vidriosos enmarcados
por largas pestañas y unos
labios carnosos que dejaban a la vista
la dentadura, blanca y uniforme. Tenía
el torso, las manos y los brazos cubiertos
de sangre, y los dedos curvados hacia
el suelo, como si estuviera aferrándose
a él. Al darse la vuelta para marcharse,
Miriam había visto algo más en el suelo,
algo que estaba fuera de lugar: un resplandor
plateado en medio de la pegajosa
sangre, cada vez más ennegrecida.
Con paso tambaleante había subido
los escalones y había salido de la barcaza,
aspirando grandes bocanadas de aire
entre arcadas. Tras vomitar en el camino
de sirga, se había limpiado la boca y
había exclamado «¡Socorro! ¡Que alguien
llame a la policía!», pero no eran más que
las siete y media de la mañana de un domingo
y no había nadie alrededor, el camino
de sirga estaba desierto y las calles
que había más arriba también. No se oía
nada salvo el ruido de un generador y los
graznidos de las gallinetas que sobrevolaban
el lugar. Al levantar la vista hacia el
puente que cruzaba el canal, le había parecido
ver a alguien, pero había desaparecido
de su vista enseguida. Estaba sola
y se había sentido presa de un miedo
paralizante.
-Me he marchado -le contó Miriam al
inspector-. He vuelto directamente y...
he llamado a la policía. Bueno, primero he
vomitado y luego he venido corriendo a
mi barcaza y he llamado a la policía.
-Está bien, está bien.
Cuando Miriam volvió a levantar
la mirada hacia el policía, este estaba
echando un vistazo al diminuto y ordenado
espacio. Se fijó en los libros que había
sobre el fregadero (Cocinar con una sola
olla, La nueva cocina con vegetales) y en
las hierbas aromáticas del alféizar (la albahaca
y el cilantro en sus botes de plástico;
el romero, ya algo seco, en un tarro
de esmalte azul). Reparó asimismo en la
estantería, repleta de libros de bolsillo; el
polvoriento lirio de la paz, que descansaba
encima, y la fotografía enmarcada de
una pareja anodina flanqueando a una niña
corpulenta.
-¿Vive aquí sola? -preguntó Barker,
aunque en realidad no era una pregunta.
Ella sabía lo que pensaba: que se trataba
de una solterona vieja y gorda, una jipiosa
abraza-árboles de esas que se dedican
a husmear tras los visillos y a meter
las narices en los asuntos de los demás.
Miriam sabía cómo la veía la gente.
“¿Alguna vez... alguna vez llega a conocer
a sus... vecinos? ¿Se los puede
considerar vecinos? Imagino que no, si
solo están aquí un par de semanas...
Miriam se encogió de hombros.
-Algunos vienen y van con regularidad,
y limitan sus amarres a una determinada
zona o extensión del canal, de modo
que se los puede llegar a conocer. Si
se quiere. También puede una ocuparse
de sus propios asuntos, que es lo que yo
hago.
El inspector no dijo nada y se limitó
a mirarla inexpresivamente. Ella se dio
cuenta de que estaba intentando desentrañarla,
de que ni se fiaba de ella ni terminaba
de creerse lo que le contaba.
-¿Qué hay de él? Me refiero al hombre
que ha encontrado esta mañana. Miriam
negó con la cabeza.
-No lo conocía. Lo había visto algunas
veces y habíamos intercambiado...
bueno, ni siquiera diría que cortesías. Yo
le decía “hola” o “buenos días” o algo así
y él me respondía. Nada más.
(No exactamente: era cierto que lo
había visto un par de veces desde que
había amarrado ahí, y se había dado
cuenta de inmediato de que era un aficionado:
su barcaza estaba hecha un desastre
-pintura descascarillada, dinteles
herrumbrosos, chimenea torcida- y a él
se le veía demasiado arreglado para la vida
en el canal -ropa limpia, dientes blancos,
sin piercings ni tatuajes; ninguno visible,
al menos-. Era un joven imponente,
bastante alto, moreno, de ojos oscuros y
rostro de facciones marcadas. La primera
vez que lo había visto le había dado los
buenos días y él había levantado la mirada
y había sonreído, provocando que a
ella se le erizara el vello de la nuca.)
Esa fue la impresión que tuvo en su
momento. Pero, claro, no iba a decírselo
al inspector. “La primera vez que lo vi
tuve una sensación extraña...” Pensaría
que estaba pirada. En cualquier caso,
ahora se daba cuenta de qué era en realidad
eso que había notado. No se trataba
de una premonición ni ninguna ridiculez
de esas, sino de un reconocimiento.
Ahí había una oportunidad. Eso era lo
que había pensado al descubrir quién era
el joven, pero sin saber todavía qué provecho
podía sacarle a la situación. Ahora
que estaba muerto, sin embargo, tenía la
sensación de que todo esto era cosa del
destino. Una serendipia.
-¿Señora Lewis? -El inspector Barker
estaba haciéndole una pregunta.
-Señorita -precisó Miriam.
él cerró los ojos un segundo.
-¿Recuerda haberlo visto acompañado,
señorita Lewis? ¿Recuerda haberlo
visto hablando con alguien?
Ella vaciló un momento y luego asintió.
-Lo visitó una mujer. Un par de veces,
creo. Es posible que lo visitara alguien
más, pero yo solo vi a esa mujer. Era mayor
que él, más cercana a mi edad, de
unos cincuenta años. Pelo canoso muy
corto. Delgada y creo que bastante alta,
metro setenta y cinco o incluso ochenta,
rasgos angulosos...
Barker enarcó una ceja.
-Parece que la vio bien.
Miriam volvió a encogerse de hombros.
-Bueno, sí. Soy muy observadora.
Me gusta fijarme bien en las cosas. -Ya
puestos, daría pábulo a sus prejuicios-.
Pero lo cierto es que era el tipo de mujer
en la que una repara aunque no quiera.
Era bastante imponente. El corte de
pelo, la ropa... Tenía un aspecto pudiente.
El inspector volvió a asentir mientras
lo anotaba todo, y Miriam estuvo segura
de que no tardaría en descubrir de
quién estaba hablando exactamente. En
cuanto el detective se hubo marchado,
los agentes acordonaron el camino de
sirga entre De Beauvoir y Shepperton y
obligaron a desalojar a todas las barcazas
salvo la de la víctima, pues había sido
el escenario del crimen, y la de Miriam.
Al principio intentaron convencerla para
que se marchara, pero ella les dejó claro
que no tenía ningún otro sitio al que ir.
¿Dónde pensaban hospedarla? El agente
uniformado con el que habló, un joven de
voz chillona y granos en la cara, pareció
sentirse contrariado porque le impusiera
esa responsabilidad. Levantó la vista
al cielo, luego miró a un lado y otro del canal;
finalmente volvió a posar los ojos sobre
esa mujer de mediana edad menuda,
gorda e inofensiva, y optó por ceder. Habló
con alguien por el walkietalkie y luego
regresó para comunicarle que podía
quedarse.
-Puede entrar y salir de su... esto...
residencia -dijo-, pero nada más.
Esa tarde Miriam decidió aprovechar
la inusual tranquilidad del canal acordonado
y se sentó en la cubierta de popa de
su barcaza bajo la pálida luz del sol. Con
una manta sobre los hombros y una taza
de té al lado, la mujer contempló cómo
policías y criminólogos iban de un
lado para otro y llevaban perros y botes
mientras rastreaban el camino de
sirga y sus márgenes, así como las turbias
aguas del canal. Teniendo en cuenta
el día que había tenido, lo cierto era que
se sentía extrañamente en paz y embargada
por cierto optimismo ante las nuevas
posibilidades que se abrían ante ella.
Tocó la pequeña llave que guardaba en
el bolsillo del cárdigan, todavía pegajosa
por la sangre. Era la que había recogido
del suelo de la barcaza y cuya existencia
había ocultado al inspector sin saber por
qué lo hacía.
Instinto.
Había visto la llave brillando en el suelo
junto al cadáver del joven. Pendía de
un llavero de madera con forma de pájaro.
Lo había reconocido de inmediato: lo
había visto antes, colgando de la cintura
de los vaqueros que llevaba Laura, la de
la lavandería. Laura la Loca, la llamaban.
A Miriam siempre le había parecido bastante
simpática y para nada loca. Laura,
a quien Miriam había visto llegar -suponía
que achispada- a la pequeña barcaza
destartalada del brazo de ese guapo
joven... ¿Cuándo? ¿Dos noches atrás?
¿Tres? Estaría en su cuaderno; las idas y
venidas interesantes eran el tipo de cosa
que solía anotar.
Al anochecer, Miriam vio cómo sacaban
el cadáver de la barcaza y lo subían
por los escalones que conducían a la calle
para meterlo en la ambulancia que lo
estaba esperando. Cuando pasaron a su
lado, ella se puso de pie en señal de respeto
e, inclinando la cabeza, murmuró en
voz baja un descreído “Ve con Dios”.