“Leer es como salir a correr, cada uno lo hace como puede” “Leer es como salir a correr, cada uno lo hace como puede”
“Leer es como salir a correr, hay
gente que corre y es chueca, le duele
más a la noche, gente que corre
bien, cada uno lo hace como puede
y de alguna manera encuentra una
satisfacción”, dice Beatriz Sarlo, casi
80 años y una de las intelectuales
más reconocidas de la Argentina,
de la que acaba de publicarse
el libro “Clases de literatura argentina.
Filosofía y Letras, UBA 1984-
1988”, un rescate de las clases que
dictó como profesora de la universidad
durante la primavera democrática,
que venía a renovar los programas
de la dictadura y los debates
sobre la historia y el futuro del
país.
Publicadas por Siglo XXI Editores,
la responsable de recuperar
esas clases -sobre Jorge Luis Borges,
Juan José Saer, Rodolfo Walsh,
Roberto Arlt, Ricardo Piglia,
Manuel Puig, Julio Cortázar, David
Viñas, Ezequiel Martínez Estrada
y Eduardo Mallea-, fue Sylvia
Saítta, hoy titular de la cátedra
que cursó en aquellos días como
alumna.
“Los debates eran cálidos
y al mismo tiempo batalladores.
Fue un gran retorno. Después, como
todo, uno se acostumbra, incluso
a lo bueno, incluso a lo que buscó
toda la vida”, dice Sarlo al repasar
esos días.
Cuando cumplía 20 años en
la docencia, Sarlo decidió dejarla.
“Me fui mucho antes de jubilarme,
ya había gente capacitada que no
tenía por qué estar esperando otros
20 años a que me muriera para tomar
la cátedra. De hecho nunca he
estado más de 20 años en ninguna
parte, excepto en ‘Punto de vista’,
que duró 30 y creo que es lo más
importante que hice en mi vida”, le
dice sobre la emblemática revista
que fundó junto a su segundo esposo,
el sociólogo Carlos Altamirano,
que renovó la forma de entender la
crítica cultural.
La autora de “Una modernidad
periférica” formó parte del trío
maoísta que completaba el escritor
Ricardo Piglia en “Los libros”, otra
influyente publicación político cultural
que cerró con el golpe de Estado
de Onganía, cuando tuvieron
que pasar a la clandestinidad; y
dio clases privadas en dictadura, en
lo que se conoció con cierta pompa
como la universidad de las catacumbas.
Nacida en Buenos Aires como
única hija de padres jóvenes, nieta
de inmigrantes italianos y españoles
por el lado de la madre, y de argentinos
por el del padre, cumplió
80 años este 29 de marzo. De adolescente
fue peronista, una reacción
contra un padre al que insiste en
definir como un gorila liberal que la
inició en cierta actitud de pugilista.
Militó en la CGT de los Argentinos,
el Partido Comunista Revolucionario,
asesoró a Elisa Carrió,
Graciela Fernández Meijide y al socialismo.
Dio clases aquí, en Estados
Unidos y Europa. Siempre volvió.
“No puedo estar más de ocho
meses fuera de Argentina”, ha dicho
más de una vez.
Acostumbrada a intervenir críticamente
sobre las transformaciones
sociales de las últimas décadas,
como las que dio cuenta en textos
como “Escenas de la vida posmoderna”
o “La intimidad pública”,
Sarlo se expide también sobre la
asimilación del lenguaje no sexista
en algunas dependencias públicas,
círculos ministeriales, manuales
educativos y hasta en ficciones literarias.
“No se hace lo que se quiere
con la lengua, no se hace lo que se
quiere ni siquiera con la conciencia
simbólica en un país. Yo no digo
que sea un lenguaje de vanguardia,
sino que es un lenguaje actual”.
Para la ensayista, el lenguaje
no sexista es hoy “una vanguardia
social de capas medias”. Y argumenta:
“Las lenguas evolucionan
con una resistencia o una plasticidad
muy fuerte que no depende
de los sujetos. Un ejemplo es el
que siempre doy del gaucho, tuvieron
que llegar los inmigrantes para
ser transformados en enemigos
y amigarse con el gaucho, para que
su música, su poesía, su mate tomaran
el primer lugar en escena,
era un acto anti inmigratorio el que
le dio al gaucho su primer lugar en
escena”.
-Beatriz, ¿qué rescatás 38
años después, casi media vida
tuya, de las disputas de
sentido de aquel momento?
-La palabra es emoción. Yo era
ayudante de segunda categoría, me
gradúo, viene el golpe de Onganía
justo después y ya no piso más la facultad,
porque continuaron los sucesivos
cambios de dictadores, hasta
1983. Estábamos aterrorizados,
porque para todos de alguna manera
era esa experiencia de volver a la
facultad después de 18 años, estudiantes
y profesores. Entonces nos
acompañábamos a la primera clase.
A mí Enrique Pezzoni, director
del Departamento de Letras, prácticamente
me tiró dentro del aula.
Después uno se va acostumbrando,
primero porque encontré muchas
caras amigas: yo había tenido
grupos privados durante la dictadura.
Segundo porque rápidamente
nos hicimos amigos con los que
no conocía. Pablo Alabarces, cada
vez que yo entraba al aula, levantaba
la mano para hacerme una pregunta
sobre el imperialismo y la literatura
argentina y yo maldecía,
decía ahora ‘Alabarces va a levantar
su mano’. Todos teníamos la sensación
de que empezábamos a construir
un nuevo presente.
-En ese regreso quitaron
las clases de griego y latín y
por eso fueron criticados por
Jorge Luis Borges.
-Entramos revoleando el poncho,
fue un error populista fuerte
porque yo había cursado los ocho
semestres de Clásicas y además había
sido ayudante de Latín, o sea
que sabía lo que eso me daba. De
repente nos invadió un espíritu de
innovación, decíamos “esta gente
no tiene que pasar por eso”. Me di
cuenta en las clases del error porque
venía gente de Letras Clásicas
y la posibilidad que tenía de pensar
a un tipo como Tizón en función de
las citas internas de la literatura argentina,
por ejemplo, era notable.
Me daba cuenta y “decía qué macana
que hicimos”.
-En la disputa ideológica y
la confrontación de sentidos
contaste con adversarios que
se encontraban en las antípodas
tuyas, pero muy valorados
por vos en la construcción
tu pensamiento, como
Horacio González.
-Mi diálogo, que siempre era
polémico con Horacio González,
fue importantísimo en mi vida. Yo
siento, con la desaparición de Horacio,
que ahí hay un lugar que yo
extraño mucho, hay un personaje
de nivel concreto y simbólico que
extraño mucho. Recuerdo la última
vez que conversamos largo,
fue después de una mesa redonda
en Filosofía donde habíamos discutido
de todo, y nos fuimos caminando
al centro desde Puan. La
conversación de esa caminata quizá
fue la última charla larga que yo
tuve con Horacio, en la cual terminé
de convencerme de mi teoría de
los dos teólogos del cuento de Borges,
los que viven discutiendo toda
su vida y cuando mueren y llegan
al paraíso, lugar que les corresponde,
ven que son el mismo. Pensando
diferente en un montón de cosas
o en casi todas Horacio y yo somos
esos dos teólogos. No sé si tuve
tiempo de decírselo, pero estoy
convencida de eso y es un interlocutor
que yo extraño mucho. El interlocutor
polémico es interesante,
yo leía esta literatura, el leía esta
otra, leíamos otras fuentes teóricas,
y sin embargo se podía combinar
una conversación. Horacio fue
muy importante para mi vida.
-¿Qué es saber o poder
leer?
-Es simplemente recorrer un
texto extrayendo la cantidad de
sentido que puedo procesar en el
momento que lo recorro. Quizás algo
del sentido no procesado quede
en mi recuerdo y podré volver a ese
texto y quizás no. Eso es leer, no demos
más vueltas, es tal cual lo acabo
de decir: se recorre un texto y se
procesa un sentido de acuerdo con
los instrumentos que yo tenga para
procesarlo, que no pueda procesar
una parte de ese texto no es culpa
del texto sino de aquella condición
-social, educativa, etcétera- en
la cual lo he leído. Yo he entendido
mucho más tarde textos que creí
entender en determinado momento,
porque a veces uno cree haber
entendido y ¡mentira, no había entendido
nada!, como un poema de
Pound que tuve que traducir. No
había entendido, pero bueno, lo recorrí.
Un texto se recorre, se toca,
leer es eso, en algún momento
hay algo en ese texto que uno recorre
que a uno lo captura, y por
tanto, quizás, vuelva. Qué sé yo, a
los 13 años creí que tenía que leer
El Quijote y lo recorrí con los ojos
entero. No entendí nada, punto.
Ahora algo quedó ahí, algo quedó
fluctuando, no puedo decirte qué.
Es como salir a correr, hay gente
que corre y es chueca, le duele
más a la noche, otra gente corre
bien, y bueno: cada uno lo hace
como puede y de alguna manera
encuentra una satisfacción.
-¿Encontrás obra literaria
contemporánea argentina
que pudiera perfilar hacia
una renovación?
-Hay algunas zonas de la poesía
que son muy interesantes y
que ahí uno algo podría encontrar:
creo que Héctor Libertella no
fue leído en el carácter revulsivo
de su poesía como se hubiera podido
dar, porque a veces las cosas
salen de la poesía: nuestras vanguardias
del 20, y antes de eso, la
ruptura de Lugones. La gente está
acostumbrada a pensar en términos
de novela porque es lo que se
vende en las librerías, pero cuando
Lugones publicaba en los diarios
hubo una ruptura muy fuerte
con la poesía clásica que se usaba
en Argentina y después vinieron
las vanguardias.
-¿Creés que alguien hoy
esté escribiendo literatura
regional que no es regionalista,
en los términos en que lo
hacía Saer?
-Me gustaría saberlo, a lo mejor
alguna pequeña editorial sacó
algo, pero tampoco uno conoce
todo lo que pudo haber sido publicado.
Hay una colección chiquita
de la Municipalidad de Rosario
que es muy interesante, son ensayitos
que tienen mucho de literatura.
Hay un texto de Diana Bellessi
por ejemplo, uno de Vital que es
“Historia oral de la cerveza” y textos
de ficción. Después están los regionalistas
porteños. ¿Qué quiero
decir? ¿Quién lee a un escritor que
me parece muy bueno que es Ricardo
Strafacce? Nadie. Un tipo de
una enorme originalidad y al mismo
tiempo un escritor muy culto.
¿Esta literatura quién la registra?
A Juan Pisano, el de “El último Falcon
sobre la tierra”, nadie le dio bola.
Antes tenía la sana costumbre de
tener a las mujeres separadas en la
biblioteca: para que no me pase esto,
estoy buscando una mujer entre
200 títulos que hay muchos más de
hombres y no la encuentro. Invisibilizados
como si fueran mujeres,
que se jodan por ser dominantes.
La novedad que implica el foco
de la industria librera sobre la producción
de las escritoras, sobre la
hegemonía histórica de los varones
que publican, es puesta en cuestión
por Beatriz Sarlo: “De repente algunas
mujeres, que no responden por
su vida a la imagen de la subsumida,
son obturadas porque no las podés
rescatar, no necesitan que vos
vayas a rescatarlas”, dice la ensayista
y crítica literaria.
-“Decir que hay algo nuevo
bajo el sol sería pisotear
las tumbas de las escritoras
que vinieron antes de nosotras.
Lo único nuevo es la luz,
el foco”, dijo hace un tiempo
la ecuatoriana Fernanda
Ampuero sobre esto mismo.
¿Coincidís?
-¿Para Sartre no existía Nathalie
Sarraute? Existía absolutamente.
¿Para Camus no existía Nathalie
Sarraute? Existía, absolutamente.
No tenían la misma visibilidad que
tienen hoy, sin duda eso es así, pero
tampoco votaban las mujeres hasta
comienzos del siglo XX. ¿Carecían
de ideas políticas las mujeres hasta
comienzos del siglo XX? No, por algo
llegaron a votar. Entonces, ¿carecían
de literatura y de valor literario
las mujeres hasta que descubrieron
que existían? No. Nathalie
Sarraute existía.
-¿Qué se juega en el interés
mainstream surgido hacia
las escritoras?
-Yo qué sé. ¿Quién leyó “Sodio”,
de Jorge Consiglio? También
hay escritores que tienen la misma
baja visibilidad que las mujeres.
¿Quién leía a Saer? Saer formaba
parte de las mujeres en ese
momento, porque se leía mucho
más a Beatriz Guido, a Sara Gallardo.
¿A nadie se le ocurre subrayar,
digo el feminismo, lo fundamental
que para uno de los
grandes directores cinematográficos
argentinos, como fue Torre
Nilsson, fue Beatriz Guido?, que le
dio todo su mundo y además colaboraba
en los guiones cuando no
los escribía todos ella. ¿A nadie se
le ocurrió ir por ahí? Siempre por
el lado de la subsumida. Guido era
fundamental, quienes filmaron
con Nilsson te cuentan la importancia
que tenía. De repente algunas
mujeres, que no responden
por su vida a la imagen de la subsumida,
son obturadas porque no
las podés rescatar, no necesitan
que vayas a rescatarlas. ¿Nadie se
dedica a ver que Victoria Ocampo
fue el gran macho femenino de la
difusión y la discusión cultural en
Argentina? Para hacer lo que ella
hizo, en esa década del 30 cuando
empezó a hacer su revista, se necesitaban
las fuerzas que se atribuían
y siguen atribuyendo, generalmente,
a los hombres.
-Había otras cosas también:
clase, raza.
-Seguro, tenía la plata para poder
hacer la revista, sin duda, pero
la clase no contribuía ahí. Contribuía
en haberla llevado a ese lugar
en el sentido social, pero no en la
dificultad que podía tener una mujer
de clase alta en 1930 para largarse
como una machona, palabra que
se usaba en ese momento y que se
aplicaba a Victoria, a bajarse de su
coche y dar órdenes para hacer una
revista. Manejaba su propio coche.
Pero pasaba hasta en la pequeña
burguesía, mi mamá tiene una foto
manejando un Chrysler enorme,
también hay que contar la historia
con ciertas variantes que no son las
que vos esperás, no es que las mujeres
no podían manejar un coche,
Victoria Ocampo siendo hombre
tampoco hubiera manejado su coche
excepto cuando quería, porque
los hombres de la clase de Victoria
también tenían choferes.
-Hay una guetificación de
las mujeres en la literatura,
por ejemplo, cuando en las ferias
arman mesas de escritoras,
clasificadas y agrupadas
por esa única singularidad, o
generalidad.
-Hay que negarse, si sólo criticás,
en la próxima feria insisten,
si hay una mesa que se niega porque
las mujeres se negaron a ser
segregadas como mujeres, ahí
vamos a ver si pueden hacerlo,
porque las mujeres venden mucha
literatura, etcétera, hay que
negarse a eso.
-En tus clases y charlas
solés decir “imaginen que”
y después vas a tu idea ¿Qué
peso tiene lo imaginado para
llegar a lo real?
-Se lo podría comparar con un
contrafáctico. Imagínense que Borges
nunca hubiera tenido la relación
que tuvo con su madre y con
la parte inglesa de su familia ¿cómo
se hubiese relacionado entonces
Borges con esa literatura, qué te
devuelve eso como construcción de
saber? La fuerte relación que tiene
Borges con la lengua y con la literatura.
Los contrafácticos sirven para
pensar cómo fue la realidad, pero
de repente uno empieza a hacer
contrafácticos para ver hasta dónde
puede llegar su razonamiento,
un movimiento que es como una
imaginación desbordada, que después
habrá que precisar con datos
y fuentes.