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EL LIBERAL . Viceversa

El vuelo de las apinosas

23/04/2022 23:25 Viceversa
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El vuelo de las apinosas El vuelo de las apinosas

—¿Isabel? —vuelvo a llamarla y no responde.

Un frío intenso cierra mi garganta. Corro hacia la

vereda. Veo la reja de la entrada cerrada y me detengo.

Mis manos tiemblan. No puedo escuchar los sonidos

exteriores, los latidos del corazón me zumban en

los oídos. Siento como si todo mi cuerpo se hubiera

comprimido desde adentro. Una bóveda helada donde

se agrandan los pulmones y hace que el aire duela

al salir. No estoy habituada a perderla de vista. Miro el

reloj colgado en la pared de la cocina. Son las tres de

la tarde de esta siesta de verano. “A veces, las madres

exageramos”, pienso. “¿Cómo sería el mundo sin los

cuidados maternos. Sin la intuición de una madre?”.

“Cuántas cosas más se añadirían a la lista de orfandades?”.

Mis pensamientos vuelven a la cocina. A través

de la ventana observo el patio exterior. Vacío. Nadie,

nada. Las siestas son peligrosas. El miedo continúa

creciendo y los pensamientos fatales se retuercen

en mi estómago.

—¿Isabel? —repito. —¡Isabel!

Continúo buscándola por las habitaciones, debajo

de la cama. Detrás de los sillones de la sala. Nada. Los

juguetes del comedor están desparramos junto a su

manta de flores. “Recién la vi aquí. Tiene que estar en

la casa. ¿A dónde estará esta niña”, me digo. “Cuando

abrí la puerta, para atender al chico de las bolsas, no

salió. Estoy segura”.

Intento calmarme y recordar el episodio del jardín.

“Tranquila, Laura, tranquila”.

Hace unos meses atrás, una siesta igual a esta,

cuando Isabel aún estaba aprendiendo a construir

sus primeras oraciones y a pronunciar bien las palabras,

se escondió en el jardín del fondo. El más

amplio. Detrás de unos arbustos. Juan y yo la buscamos

por toda la casa. Revisamos tres veces el

jardín y no vimos a la niña. Isabel no respondía a

nuestros llamados. Permaneció guarecida en esa

fortaleza de ramas fuertes y hojas verdes durante

más de quince minutos. Repentinamente, apareció

y corrió hacia nosotros. Sonreía y saltaba de

alegría. La reprendí:

—¡Isabel, eso no se hace!. ¡Eso

no se hace! —. Juan me miró, reprochando mis palabras.

Se arrodilló junto a la niña. Ella traía algo

oculto. —Mirá papá, mirá: ¡las apinosas existen! —,

dijo, y abrió sus manos. Vimos dos mariposas azules.

Las alas les brillaron por el sol. Al cabo de unos

segundos volaron lejos. Desaparecieron. Fue el día

en el que Isabel descubrió las mariposas.

Le gusta jugar en el jardín. La he visto desde la ventana,

estira sus brazos hacia ambos lados y da vueltas

en círculos pequeños. Se marea y ríe a carcajadas. Dibuja

laberintos de aire en su vuelo de “apinosa”.

Salgo al jardín a buscarla. La llamo y no responde.

Me acerco a la muralla verde y no está la niña.

Subo las escaleras del patio interno y grito su nombre.

Reviso cada habitación de la planta alta. El patio

interno y el lavadero. Nada. No estoy acostumbrada a

que Isabel desaparezca tanto tiempo.

“¿Cuánto tiempo

sería demasiado tiempo para perder de vista a un

hijo?”, me pregunto, sin encontrar una respuesta que

me consuele. Mis piernas tiemblan. Me cuesta desplazarme.

Bajo. Subo. No puedo controlar las acciones

que repite mi cuerpo. Otra vez bajo. Otra vez miro el

reloj sin ver la hora. Busco, nuevamente, en el jardín

de afuera.

—¡Isabel!, ¡Isabel! —. Nada. Me estremezco. Quiero

correr y solo logro llegar, con gran esfuerzo, al teléfono.

Llamo a Juan. —¡Juan!, Isabel. No la encuentro.

Otra vez. Hace media hora, no sé, creo —digo y corto.

La voz que sonó en el teléfono no fue la mía. Fueron

palabras entrecortadas que chirriaron dentro de un

cable enredado.

Tampoco sé si Juan entendió. Vuelvo

a correr hacia cualquier lado. Voy y vengo, gritando.

Me apoyo sobre la pared del comedor. Siento, con

mi mano derecha, un tambor que explota en el medio

del pecho. “¿Y si salió cuando abrí la puerta para atender

al chico de las bolsas? ¿Y si cruzó la calle y se perdió

en alguna esquina? ¿Y si...?”, me enojo conmigo.

Las hipótesis fatídicas no me dejan actuar. Me congelan.

“¿Todas las madres somos así?”, pienso. “¿Por

qué nos llenamos de conjeturas oscuras?”.

Me quedo quieta, sin saber a dónde ir ni qué hacer.

Llega Juan, me abraza.

—Busquemos juntos, tranquila,

es solo un juego de niños —me dice para calmarme.

Juntos y, luego, cada uno por su lado, continuamos

repitiendo el nombre de nuestra hija por toda la casa.

¿A dónde se van las mariposas? Intento imaginar

un lugar. Sigo temblando.

Al volver al lavadero, descubro la silla de mimbre

sobre la mesita de plástico. Arrimadas contra la pared

en forma de trapecio. Veo entonces que, desde el techo

bajo del lavadero, cuelgan los piecitos de Isabel.

—¡Aquí está, Juan! —, grito, o creo hacerlo porque no

escucho mi voz, un nudo en la lengua hacina las palabras.

Juan tarda.

Trepo con ansiedad. La escucho hablar en voz baja.

Al acercarme, puedo ver que sostiene en los brazos

a su muñeca preferida. Aprieta fuerte los párpados.

Una y otra vez. Y luego le pregunta a la muñeca

:

—¿Ves?, así...—. Muy concentrada vuelve a repetir

la demostración: cierra los ojos, sonríe, aprieta fuerte

los párpados por unos instantes. Se queda quieta como

si durmiera sentada. Luego, abre los ojos, levanta

las cejas, sonríe y con un leve movimiento sacude a su

muñeca. La observo en silencio. Me llama la atención

que lo repita tantas veces.

La interrumpo.

—¿Qué haces, Isabel? —le pregunto

con voz suave para no sobresaltarla. Ella me mira

con sus ojos dulces como si no hubiera estado perdida.

Sonríe, y la magia de esa sonrisa desvanece todas

las conjeturas oscuras. Con espontaneidad responde:

—Matilda quiere volar. Y yo le estoy enseñando a fabricar

sus alas.

La abrazo. Nos bajamos. Le enseño que es peligroso

trepar. Juan nos abraza también. Sonríe, besa

a Isabel y sale de la casa para terminar de hacer no sé

qué. Nosotras vamos hacia el cuarto. Nos recostamos

juntas. Finjo dormir para que Isabel se quede quieta y

logre descansar.

Ahora Isabel y Matilda duermen. Yo

cierro los ojos, aprieto los párpados por un instante.

Luego los abro y observo la luz que entra por la ventana.

Me doy cuenta de que el tiempo hizo que lo olvidara.

Cierro los ojos otra vez, aprieto los párpados por

unos minutos más. Me quedo quieta. “¿Ves?, así...”,

me digo. Y siento como la luz de la ventana comienza

a crecer dentro de mis ojos cerrados.

“EL CíRCULO”

Nosotros le decíamos la Señorita Na (se llamaba

Bernarda). Nunca lo hubiera comprendido de

no ser por ella. Pasaron muchos años desde el

preescolar.

–Hoy conoceremos el círculo- dijo aquella

siesta con dulce voz. Y todos los niños, entusiasmados,

comenzaron a garabatear circunferencias

de diferentes tamaños y colores.

Entretanto,

mi mano derecha se negaba -rotundamentea

obedecer la invitación de la maestra.

Empuñé

con decisión el lápiz, y nada. Ningún trazo.

Cuando ella descubrió el capricho en la mirada,

me escondí debajo de la mesa –enrolladitoamordazado

por la timidez. Pese a todo, colocó

su mano sobre la mía y murmuró unas palabras

que no comprendí sino hasta hoy.

Luego, en voz

alta y firme, dijo ante toda la clase: – ¿Ven?, no

es tan complicado –

Ahora estoy aquí, con el torso desnudo, llorando.

Tendido sobre esta cama tibia –enrolladito-

respirando entrecortado. Recuerdo a la

Señorita Na. Y a Heráclito. Mi mano derecha se

niega a soltar la vida, mientras “el principio y el

fin se confunden…”

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