La anormalidad normada La anormalidad normada
No sé cómo será en otras escuelas,
pero de la Normal nadie se termina
de ir, uno queda felizmente
escolarizado para todo el viaje.
Unos cuantos años después de haber
egresado, al pasar por ahí, miro
distraídamente el reloj a las 9:05
y pienso qué lindo sería que Martín
o Hugo abrieran el portón de la calle
24 de Septiembre y poder compartir
un recreo en la cancha de básquet
sentado en las gradas de madera
conversando desinteresadamente
sobre cualquier tema.
Fui a la Normal desde el jardín, a
esa institución sobre la que alguien
siempre decía “ahí nunca tienen clase”.
Es cierto, a veces teníamos unas
horas libres seguiditas, pero de ahí
a “nunca tener clases” hay un largo
trecho.
Para mí la Normal siempre será
la anormalidad normada, y allí
está su belleza, en su poderosa diversidad
estuvo la mejor educación
para mí. Al pasar
enumero algunos
recuerdos: los
machetes en diminutos
papeles manuscritos,
artesanías
invaluables de
algún compañero
precavido que además
nos dejaba fotocopiarlos.
También
los ejemplares
aplazos de machetes
fallidos y, por
qué no, las pruebas
aprobabas con la
satisfacción del estudio
y el esfuerzo.
El tiempo de las
maravillosas profes
que se sentaban a
conversar de la vida hasta que sonaba
el timbre del recreo, y de las más
exigentes, que nos sacudían con largas
lecciones y pruebas sorpresas.
Las peleas acordadas por algunos
compañeros en la plaza Sarmiento
con un “nos vemos a la salida”.
Los contrincantes se revolcaban
en el piso a la hora señalada
hasta que alguno los separaba invocando
la sagrada amistad y el compañerismo.
Afortunadamente, muchas
otras peleas quedaron en proyectos
inconclusos. Las broncas se
apaciguaban y al día siguiente había
un reencuentro con un abrazo.
Un buen uniforme se componía
de una chaqueta tatuada con algún
dibujo en lapicera y los zapatos fugazmente
limpios hasta que algún
compañero lo pisoteaba por “una
distracción”.
Los bustos de los próceres del
hall ingreso de vez en cuando tenían
un chicle tapando la nariz y otro en
la oreja. Algún compañero después
señalaba la broma como un horror,
mientras que otro –cariñosamentele
destapaba los oídos a Belgrano y
algún patriota le sonaba la nariz a
San Martín.
Las autoridades tenían siempre
un apodo. No faltaba por ahí un
bromista que imitaba a la perfección
la seriedad o solemnidad de un
docente, alguna compañera que advertía
el tic nervioso de un profe, alguna
muletilla recurrente que convocaba
el ingenio; y entonces, toda
la imitación se hacía justo segundos
antes de que la/el destinatario cruzara
la puerta del aula. Esa adrenalina,
sacaba otras carcajadas de nuestros
cuerpos.
El sanguchazo que nos comíamos
afuera a las “12 y cinco” cuando
nos escapábamos, los noviazgos de
semanas y de días, con los pedidos
de “haceme la pata”, “haceme gancho”,
“tal gusta de vos”.
Las fiestas,
que arrancaban a la tarde en el patio
con la promo del pancho y la coca,
la música en los recreos de las estudiantinas.
La preceptora que se interponía
vigilante ante las parejas que escandalosamente
se besaban y la que
nos borraba algunas tardanzas.
Las clases de “la Yocca” sobre la
célula, operaciones combinadas con
“la Mema”, física con “la Cachi”, todas
las profesoras siempre tendrán
el articulo antes de sus apellidos.
Música con “la Anríquez”, lengua
con “la Marquetti”, historia con “la
Ordóñez”. Había algunas materias
en las que sabíamos de antemano
cierta característica, rigor o ritual,
por ejemplo, inglés con la teacher
Martínez, un ritual de orden riguroso
y absoluta concentración.
El centro de estudiantes y las
elecciones, los debates acalorados
entre las listas, la campaña para colgar
carteles, la rotura de carteles entre
los grupos contrarios, las propuestas
y los saluditos en las revistas.
De las sentadas heroicas en defensa
de nuestros derechos, a la docilidad
estratégica.
El partido de fútbol que extraña
vez jugué. Las veces que me enviaron
de vuelta a mi casa para que
me afeitara. Las amonestaciones legítimamente
colocadas que aun hoy
me avergüenzan.
La Normal fue siempre así, verdaderamente
normal, duramente
real, cercana al barro, al roce de la
calle, al cruel apodo y al compañerismo
amoroso. Llena de dobleces y
contradicciones. A veces hoy cruzo
alguno de los cientos de rostros con
los que nos encontrábamos en las
galerías en un recreo, o en la formación,
y recuerdo entonces el cruce
sorpresivo que se tornaba en sospecha
de una “cuca” mutua. Una mirada
cómplice y un saludo casi imperceptible,
como si nos dijéramos
con los ojos “yo a vos te conozco, te
has cuqueao hace rato”.
El buchón
fue una terrible mala palabra entre
nosotros. He visto severas amonestaciones
en las personas equivocadas,
pero no buchones. Una normalidad
caótica, apurada de juventud,
de abrazos emocionados cuando sonaba
“Brillante sobre el mic” de Fito,
en cualquier despedida que valiera
la pena.
Estoy leyendo algo que escribí
hace unos días, pero que seguro
aprendí a hacerlo aquí, porque desde
el jardín arranqué
ingresando por
la 24 de Septiembre,
cuando las palabras
eran apenas
dibujos que podía
con dificultad deletrear,
silabear,
luego solo balbucear.
Con esas primeras
herramientas
que la escuela
me dio, vengo a
contar con cariño
lo que me marcó,
porque las palabras
son la materia prima
de quien escribe
y vengo a leer no
en un acto solemne
a donde tengo que
adoptar cierta postura o tono protocolar,
sino en una feria que los estudiantes
secundarios organizan con
profes, y eso también para mí es una
marca, la mejor forma de volver.
Este texto que comparto no tiene
una rigurosa edición, ni un pretendido
estilo, es un ejemplo de lo que debe
y no debe hacer un escritor. Muchas
veces hay que hacer también lo
que algunos dicen que no se debe hacer,
porque casualmente resulta que
en esos lugares hay otros aprendizajes,
los que enumera desordenadamente
el corazón y la memoria.
Por eso vengo a compartir y a
agradecer también lo aprendido y lo
desaprendido. Y sigo pensando que
algún día sería lindo despertarme,
calzarme la camisa, el pantalón, los
zapatos y ponerme la chaqueta con
rayones. Llegarme por aquí con una
carpeta bajo el brazo y una sonrisa
de oreja a oreja para decirles:
-Hola profe, hola amigos, ¿qué
había que hacer para hoy?
(*) Texto leído por su autor en el
patio de la Escuela Normal Manuel
Belgrano, en ocasión de la primera
Feria del Libro organizada por estudiantes
y docentes.