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EL LIBERAL . Viceversa

La anormalidad normada

18/06/2022 20:15 Viceversa
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La anormalidad normada La anormalidad normada

No sé cómo será en otras escuelas,

pero de la Normal nadie se termina

de ir, uno queda felizmente

escolarizado para todo el viaje.

Unos cuantos años después de haber

egresado, al pasar por ahí, miro

distraídamente el reloj a las 9:05

y pienso qué lindo sería que Martín

o Hugo abrieran el portón de la calle

24 de Septiembre y poder compartir

un recreo en la cancha de básquet

sentado en las gradas de madera

conversando desinteresadamente

sobre cualquier tema.

Fui a la Normal desde el jardín, a

esa institución sobre la que alguien

siempre decía “ahí nunca tienen clase”.

Es cierto, a veces teníamos unas

horas libres seguiditas, pero de ahí

a “nunca tener clases” hay un largo

trecho.

Para mí la Normal siempre será

la anormalidad normada, y allí

está su belleza, en su poderosa diversidad

estuvo la mejor educación

para mí. Al pasar

enumero algunos

recuerdos: los

machetes en diminutos

papeles manuscritos,

artesanías

invaluables de

algún compañero

precavido que además

nos dejaba fotocopiarlos.

También

los ejemplares

aplazos de machetes

fallidos y, por

qué no, las pruebas

aprobabas con la

satisfacción del estudio

y el esfuerzo.

El tiempo de las

maravillosas profes

que se sentaban a

conversar de la vida hasta que sonaba

el timbre del recreo, y de las más

exigentes, que nos sacudían con largas

lecciones y pruebas sorpresas.

Las peleas acordadas por algunos

compañeros en la plaza Sarmiento

con un “nos vemos a la salida”.

Los contrincantes se revolcaban

en el piso a la hora señalada

hasta que alguno los separaba invocando

la sagrada amistad y el compañerismo.

Afortunadamente, muchas

otras peleas quedaron en proyectos

inconclusos. Las broncas se

apaciguaban y al día siguiente había

un reencuentro con un abrazo.

Un buen uniforme se componía

de una chaqueta tatuada con algún

dibujo en lapicera y los zapatos fugazmente

limpios hasta que algún

compañero lo pisoteaba por “una

distracción”.

Los bustos de los próceres del

hall ingreso de vez en cuando tenían

un chicle tapando la nariz y otro en

la oreja. Algún compañero después

señalaba la broma como un horror,

mientras que otro –cariñosamentele

destapaba los oídos a Belgrano y

algún patriota le sonaba la nariz a

San Martín.

Las autoridades tenían siempre

un apodo. No faltaba por ahí un

bromista que imitaba a la perfección

la seriedad o solemnidad de un

docente, alguna compañera que advertía

el tic nervioso de un profe, alguna

muletilla recurrente que convocaba

el ingenio; y entonces, toda

la imitación se hacía justo segundos

antes de que la/el destinatario cruzara

la puerta del aula. Esa adrenalina,

sacaba otras carcajadas de nuestros

cuerpos.

El sanguchazo que nos comíamos

afuera a las “12 y cinco” cuando

nos escapábamos, los noviazgos de

semanas y de días, con los pedidos

de “haceme la pata”, “haceme gancho”,

“tal gusta de vos”.

Las fiestas,

que arrancaban a la tarde en el patio

con la promo del pancho y la coca,

la música en los recreos de las estudiantinas.

La preceptora que se interponía

vigilante ante las parejas que escandalosamente

se besaban y la que

nos borraba algunas tardanzas.

Las clases de “la Yocca” sobre la

célula, operaciones combinadas con

“la Mema”, física con “la Cachi”, todas

las profesoras siempre tendrán

el articulo antes de sus apellidos.

Música con “la Anríquez”, lengua

con “la Marquetti”, historia con “la

Ordóñez”. Había algunas materias

en las que sabíamos de antemano

cierta característica, rigor o ritual,

por ejemplo, inglés con la teacher

Martínez, un ritual de orden riguroso

y absoluta concentración.

El centro de estudiantes y las

elecciones, los debates acalorados

entre las listas, la campaña para colgar

carteles, la rotura de carteles entre

los grupos contrarios, las propuestas

y los saluditos en las revistas.

De las sentadas heroicas en defensa

de nuestros derechos, a la docilidad

estratégica.

El partido de fútbol que extraña

vez jugué. Las veces que me enviaron

de vuelta a mi casa para que

me afeitara. Las amonestaciones legítimamente

colocadas que aun hoy

me avergüenzan.

La Normal fue siempre así, verdaderamente

normal, duramente

real, cercana al barro, al roce de la

calle, al cruel apodo y al compañerismo

amoroso. Llena de dobleces y

contradicciones. A veces hoy cruzo

alguno de los cientos de rostros con

los que nos encontrábamos en las

galerías en un recreo, o en la formación,

y recuerdo entonces el cruce

sorpresivo que se tornaba en sospecha

de una “cuca” mutua. Una mirada

cómplice y un saludo casi imperceptible,

como si nos dijéramos

con los ojos “yo a vos te conozco, te

has cuqueao hace rato”.

El buchón

fue una terrible mala palabra entre

nosotros. He visto severas amonestaciones

en las personas equivocadas,

pero no buchones. Una normalidad

caótica, apurada de juventud,

de abrazos emocionados cuando sonaba

“Brillante sobre el mic” de Fito,

en cualquier despedida que valiera

la pena.

Estoy leyendo algo que escribí

hace unos días, pero que seguro

aprendí a hacerlo aquí, porque desde

el jardín arranqué

ingresando por

la 24 de Septiembre,

cuando las palabras

eran apenas

dibujos que podía

con dificultad deletrear,

silabear,

luego solo balbucear.

Con esas primeras

herramientas

que la escuela

me dio, vengo a

contar con cariño

lo que me marcó,

porque las palabras

son la materia prima

de quien escribe

y vengo a leer no

en un acto solemne

a donde tengo que

adoptar cierta postura o tono protocolar,

sino en una feria que los estudiantes

secundarios organizan con

profes, y eso también para mí es una

marca, la mejor forma de volver.

Este texto que comparto no tiene

una rigurosa edición, ni un pretendido

estilo, es un ejemplo de lo que debe

y no debe hacer un escritor. Muchas

veces hay que hacer también lo

que algunos dicen que no se debe hacer,

porque casualmente resulta que

en esos lugares hay otros aprendizajes,

los que enumera desordenadamente

el corazón y la memoria.

Por eso vengo a compartir y a

agradecer también lo aprendido y lo

desaprendido. Y sigo pensando que

algún día sería lindo despertarme,

calzarme la camisa, el pantalón, los

zapatos y ponerme la chaqueta con

rayones. Llegarme por aquí con una

carpeta bajo el brazo y una sonrisa

de oreja a oreja para decirles:

-Hola profe, hola amigos, ¿qué

había que hacer para hoy?

(*) Texto leído por su autor en el

patio de la Escuela Normal Manuel

Belgrano, en ocasión de la primera

Feria del Libro organizada por estudiantes

y docentes.

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