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Palabras que se rompen para volver a armarse

23/07/2022 22:17 Viceversa
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Palabras que se rompen para volver a armarse Palabras que se rompen para volver a armarse

Por Hernán Carbonel (*)

Un libro de cuentos suele ser un universo que

se abre en diversas direcciones –un caleidoscopio,

la larva que busca ser mariposa, girasoles al

amanecer–, una sucesión de historias y recursos

narrativos que buscan asilo en diferentes estilos

y tradiciones; siguiendo con las imágenes naturalistas,

la semilla nueva que toda escritura plantea.

Algo y mucho de eso hay en Cincuenta pastillas,

el tomo de cuentos de Lucas Daniel Cosci que

La Papa acaba de publicar en su colección Trazo.

Esa sucesión de historias y recursos narrativos,

sí, pero también un anclaje en lo que nos convoca

a la hora de aunar lectura y escritura, palabra y

lenguaje, la percepción del mundo a través del inmarcesible

acto de decir.

En ese universo que es Cincuenta pastillas

pueden entrar, entonces, la conquista de América

y el nativo, la colonización del pensamiento a través

de los esquemas sociales repetidos; el otro, el

sometido, el sujeto extraño frente al dominio ajeno;

el distinto, el negro, el puto (sic), el indio; la humillación

y el sometimiento, sea por raza o condición

sexual.

En “La cruz de Sabagasta”, como en

“La noche boca arriba”, el tiempo se rompe y reconfigura

a través del lenguaje, y da lo mismo ser

varón, mujer o indio. O alguien que le habla a un

otro, a una mujer, el que se hace de abajo y llega, el

hijo del complejo de Edipo, dueño de un monólogo

que deriva en verborragia en medio de “Palabras

que se rompen”: “repetir muchas veces una palabra

cualquiera hasta que se rompa, hasta que deje

de sonar familiar y por ende deje de tener sentido”.

La coacción de los grandes medios de comunicación

en “La versión cero” (imposible no pensar

en Número cero de Eco): una nota periodística que

nunca llegamos a leer, una operación que pone en

juego el concepto de verdad; personajes como los

de Paul Auster o Cortázar, que no tienen nombre,

sino que los designa una letra (Zeta, Equis, Ele, Jota).

La literatura como conjetura y no como afirmación;

el silencio, lo aludido y lo eludido, en la mejor

línea de la escuela norteamericana, frente al maravilloso

idioma de Cervantes que dice lo mismo sin

decir lo mismo.

O un lector obsesionado con el Ulises

de Joyce, personaje extravagante que con su

caligrafía en miniatura hace notas en los márgenes,

violenta los espacios ociosos de un libro, busca

mantener encendida la memoria. Lee, imagina,

corrige, reescribe, agrega: crea. De manera estéril,

arbitraria, caprichosa, pero crea, como un Pierre

Menard ya no cervantino, sino joyceano y catamarqueño.

Por qué no la inversión de roles en la relación

profesor-alumno de “Los espejos de papel”, donde

lo que se reescribe ahora no es a Joyce sino a Borges,

cuando todos los libros son El libro de arena,

pero que en el fondo remite al “Escritor fracasado”

de Arlt. Aquel que se envilece ante sus propias incapacidades

(¿qué significa que un escritor tenga

que vencer sus propias limitaciones?), las intrigas

del mundillo literario; el plagio y el deprecio y la humillación,

porque un concepto es un concepto y un

relato es un relato.

En ese universo polifacético entran también

las dos mujeres que, a ciegas, juegan a armar un

poema. Las “palabras huérfanas a la espera de

una atribución de sentido”, que “se conjugan por sí

solas, dibujan la huella de una voz que no es de nadie,

pero que las dos han proferido”. Eso: lo poético:

“Se acuesta sobre su propia desnudez. Con

las piernas bien abiertas, para ventilar el tedio que

anida en sus humedales”. De ahí el título del libro;

de ahí el del cuento: Lejos, porque cerca ya no llega.

O ese hombre al final de su vida en “No sea cosa

que el olvido”, al que la historia se le está yendo

de las manos, internado, con sus noventa y tres

años; él, que fue amado y temido; él, que supo

procurar el sustento y establece el rigor; él, que

persiguió y bendijo. Los rastros del peronismo, la

dictadura, el exilio, el poder –ese higo que nunca

se seca. Y otra vez el lenguaje, las palabras que

se rompen.

Las pastillas –otra vez las pastillas–

de “Sonata y fuga”, relato manchado

de tinta onírica, que abre la puerta al

último texto, “El silencio de la higuera”,

la historia de ese poeta desaparecido

que fue sub jefe de preceptores

de la Escuela Técnica Número

Veinticinco de Once, turno tarde, que

leía los mejores poemas del idioma –el

maravilloso idioma de Cervantes–, víctima

de un acto de crueldad irreversible: marca de una

época, derrota de una generación, memoria, rescate,

el reencuentro con esa voz después de tanto.

La vida, a veces, suele ser todo eso, pero también

conectar y adjetivar, porque los que están en

el aire pueden desaparecer en el aire.

Todos esos universos conviven en Cincuenta

pastillas.

Pero hay elementos que los aúnan, y es

entonces cuando hay que poner a trabajar al cincel

de la interpretación: el ímpetu de las voces que

narran; la oralidad, la escritura, la lectura, la intención

de decir (¿la intención o la búsqueda?), la

percepción del mundo a través del lenguaje cuyos

rastros en la arena, antes de que los vuele el viento,

podrían llegar a ser aquellos elementos que se

repiten y conjugan, unifican, crean lazos.

Por ejemplo: las palabras que se rompen (Lescolegia,

Nova-casa, Rita-chaca, traidores culorotos,

cu-lo-ro-tos, tos, tos, tos).

Por ejemplo: los

nombres de los personajes, como si ellos necesitaran

ser mencionados para

ser, así sean Luis Anselmo Valdivieso,

Jaume Fernández Rovira,

Bernardo Raimundi, Carlos

Juárez, Facundo Leandro Sayago o

Roberto Jorge Santoro (sabrán de él,

claro), la mujer que ha sido nombrada como

Elvira y la mujer que ha sido nombrada como Buma.

Por ejemplo: los lugares, Buenos Aires o Santiago

del Estero o Catamarca cualquier provincia

perdida en lo profundo del Norte. En fin: elementos

propios de cualquier anclaje en la realidad que,

de todos modos, no los despega de ese universo

poético al que definitivamente pertenecen.

(*) Hernán Carbonel escribe para el suplemento literario

de La Gaceta de Tucumán y la revista Acción. Es

responsable de contenidos en Fundación La Balandra.

Da talleres de lectura, produce y conduce programas

de radio, y lleva adelante Coda, un club de lectura.

Publicó los libros Antiguos dueños de la tierra (en

conjunto con Mario Méndez y Jorge Grubissich, 2013),

El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil,

2014), la investigación periodística El caso Arroyo Dulce

(con prólogos de Antonio Dal Masetto y Sergio Pujol) y

Sedimentos (La papa, 2022).

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