Palabras que se rompen para volver a armarse Palabras que se rompen para volver a armarse
Por Hernán Carbonel (*)
Un libro de cuentos suele ser un universo que
se abre en diversas direcciones –un caleidoscopio,
la larva que busca ser mariposa, girasoles al
amanecer–, una sucesión de historias y recursos
narrativos que buscan asilo en diferentes estilos
y tradiciones; siguiendo con las imágenes naturalistas,
la semilla nueva que toda escritura plantea.
Algo y mucho de eso hay en Cincuenta pastillas,
el tomo de cuentos de Lucas Daniel Cosci que
La Papa acaba de publicar en su colección Trazo.
Esa sucesión de historias y recursos narrativos,
sí, pero también un anclaje en lo que nos convoca
a la hora de aunar lectura y escritura, palabra y
lenguaje, la percepción del mundo a través del inmarcesible
acto de decir.
En ese universo que es Cincuenta pastillas
pueden entrar, entonces, la conquista de América
y el nativo, la colonización del pensamiento a través
de los esquemas sociales repetidos; el otro, el
sometido, el sujeto extraño frente al dominio ajeno;
el distinto, el negro, el puto (sic), el indio; la humillación
y el sometimiento, sea por raza o condición
sexual.
En “La cruz de Sabagasta”, como en
“La noche boca arriba”, el tiempo se rompe y reconfigura
a través del lenguaje, y da lo mismo ser
varón, mujer o indio. O alguien que le habla a un
otro, a una mujer, el que se hace de abajo y llega, el
hijo del complejo de Edipo, dueño de un monólogo
que deriva en verborragia en medio de “Palabras
que se rompen”: “repetir muchas veces una palabra
cualquiera hasta que se rompa, hasta que deje
de sonar familiar y por ende deje de tener sentido”.
La coacción de los grandes medios de comunicación
en “La versión cero” (imposible no pensar
en Número cero de Eco): una nota periodística que
nunca llegamos a leer, una operación que pone en
juego el concepto de verdad; personajes como los
de Paul Auster o Cortázar, que no tienen nombre,
sino que los designa una letra (Zeta, Equis, Ele, Jota).
La literatura como conjetura y no como afirmación;
el silencio, lo aludido y lo eludido, en la mejor
línea de la escuela norteamericana, frente al maravilloso
idioma de Cervantes que dice lo mismo sin
decir lo mismo.
O un lector obsesionado con el Ulises
de Joyce, personaje extravagante que con su
caligrafía en miniatura hace notas en los márgenes,
violenta los espacios ociosos de un libro, busca
mantener encendida la memoria. Lee, imagina,
corrige, reescribe, agrega: crea. De manera estéril,
arbitraria, caprichosa, pero crea, como un Pierre
Menard ya no cervantino, sino joyceano y catamarqueño.
Por qué no la inversión de roles en la relación
profesor-alumno de “Los espejos de papel”, donde
lo que se reescribe ahora no es a Joyce sino a Borges,
cuando todos los libros son El libro de arena,
pero que en el fondo remite al “Escritor fracasado”
de Arlt. Aquel que se envilece ante sus propias incapacidades
(¿qué significa que un escritor tenga
que vencer sus propias limitaciones?), las intrigas
del mundillo literario; el plagio y el deprecio y la humillación,
porque un concepto es un concepto y un
relato es un relato.
En ese universo polifacético entran también
las dos mujeres que, a ciegas, juegan a armar un
poema. Las “palabras huérfanas a la espera de
una atribución de sentido”, que “se conjugan por sí
solas, dibujan la huella de una voz que no es de nadie,
pero que las dos han proferido”. Eso: lo poético:
“Se acuesta sobre su propia desnudez. Con
las piernas bien abiertas, para ventilar el tedio que
anida en sus humedales”. De ahí el título del libro;
de ahí el del cuento: Lejos, porque cerca ya no llega.
O ese hombre al final de su vida en “No sea cosa
que el olvido”, al que la historia se le está yendo
de las manos, internado, con sus noventa y tres
años; él, que fue amado y temido; él, que supo
procurar el sustento y establece el rigor; él, que
persiguió y bendijo. Los rastros del peronismo, la
dictadura, el exilio, el poder –ese higo que nunca
se seca. Y otra vez el lenguaje, las palabras que
se rompen.
Las pastillas –otra vez las pastillas–
de “Sonata y fuga”, relato manchado
de tinta onírica, que abre la puerta al
último texto, “El silencio de la higuera”,
la historia de ese poeta desaparecido
que fue sub jefe de preceptores
de la Escuela Técnica Número
Veinticinco de Once, turno tarde, que
leía los mejores poemas del idioma –el
maravilloso idioma de Cervantes–, víctima
de un acto de crueldad irreversible: marca de una
época, derrota de una generación, memoria, rescate,
el reencuentro con esa voz después de tanto.
La vida, a veces, suele ser todo eso, pero también
conectar y adjetivar, porque los que están en
el aire pueden desaparecer en el aire.
Todos esos universos conviven en Cincuenta
pastillas.
Pero hay elementos que los aúnan, y es
entonces cuando hay que poner a trabajar al cincel
de la interpretación: el ímpetu de las voces que
narran; la oralidad, la escritura, la lectura, la intención
de decir (¿la intención o la búsqueda?), la
percepción del mundo a través del lenguaje cuyos
rastros en la arena, antes de que los vuele el viento,
podrían llegar a ser aquellos elementos que se
repiten y conjugan, unifican, crean lazos.
Por ejemplo: las palabras que se rompen (Lescolegia,
Nova-casa, Rita-chaca, traidores culorotos,
cu-lo-ro-tos, tos, tos, tos).
Por ejemplo: los
nombres de los personajes, como si ellos necesitaran
ser mencionados para
ser, así sean Luis Anselmo Valdivieso,
Jaume Fernández Rovira,
Bernardo Raimundi, Carlos
Juárez, Facundo Leandro Sayago o
Roberto Jorge Santoro (sabrán de él,
claro), la mujer que ha sido nombrada como
Elvira y la mujer que ha sido nombrada como Buma.
Por ejemplo: los lugares, Buenos Aires o Santiago
del Estero o Catamarca cualquier provincia
perdida en lo profundo del Norte. En fin: elementos
propios de cualquier anclaje en la realidad que,
de todos modos, no los despega de ese universo
poético al que definitivamente pertenecen.
(*) Hernán Carbonel escribe para el suplemento literario
de La Gaceta de Tucumán y la revista Acción. Es
responsable de contenidos en Fundación La Balandra.
Da talleres de lectura, produce y conduce programas
de radio, y lleva adelante Coda, un club de lectura.
Publicó los libros Antiguos dueños de la tierra (en
conjunto con Mario Méndez y Jorge Grubissich, 2013),
El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil,
2014), la investigación periodística El caso Arroyo Dulce
(con prólogos de Antonio Dal Masetto y Sergio Pujol) y
Sedimentos (La papa, 2022).