Las otras Las otras
Estoy entrando a la clínica. Siento que a ella le hubiera gustado el vestido que llevo puesto.
A mí no me tiene que importar
su ausencia. “Nunca me importó”,
pienso en voz alta, como convenciéndome.
Es azul el vestido y el
azul me queda espléndido.
Hace algunos años, cuando terminé
la universidad, pude imaginar
cómo hubiera disfrutado al
mancharme la ropa con pintura o
al cortarme el pelo largo de manera
descuidada. Me dio lástima, pero
fue hace mucho tiempo.
Yo soy la culpable por haberme
puesto este vestido azul que, quizás,
no le hubiera gustado. Igual,
mamá siempre insistió en explicarme,
una y otra vez, todo esto. “No
fue tu culpa”. ”No fue tu culpa”. “No
fue tu culpa”. Sí fue mi culpa.
El primer día, en el jardín de infantes,
me siguió por todos lados.
La pícara se comió las galletas antes
de la merienda. Lloré, avergonzada,
con mi cabeza refugiada entre
mis brazos, como una tortuga,
igual a la que estaba pintada sobre
la pared que, empujé fuerte, fuerte
hasta vencerla y lograr esconderme
adentro.
No quiso cantar ni bailar. Quieta,
en un rincón de la salita, como una
imagen inventada. Se rió de todos.
—Ssssa mmmuu el, Samuel —
dijo un niño que escupió su nombre,
lleno del polvo que dejaba una
carreta, metida dentro de la boca.
Mientras las carcajadas retumbaban
en el lugar, por la ventana entró
una mariposa negra, con alas
grandes que se posó sobre los ojos
de ella, y desde ese día, nunca más
la volví a ver.
Tampoco la vieron conmigo,
aunque yo sabía que era ella quien
robaba los lápices de colores.
Se paseaba
por mi cuarto hurgando las
cosas. Desordenaba mi ropa e insistía
en apoderarse de mi diario íntimo.
Me había propuesto escribir
en ese diario, una página por año y
con un color diferente.
Finalmente, pudo encontrarlo.
Fue muy confuso, pero pasó, en serio,
y todo por su culpa.
“Fue tu culpa”. “Fue tu culpa”.
“Fue tu culpa”. Tres veces la misma
frase, la que me repetía mamá, pero
al revés. Cuánta maldad. Tres veces,
la misma frase, escrita con tinta
azul, en la página número quince, el
dos de septiembre, el día de nuestro
cumpleaños. No pude arrancar esa
hoja, fui cobarde.
En la secundaria, cuando la necesité,
no estuvo. Fue difícil aceptar
su ausencia.
Por una vez, le hubiera
tocado a ella. La pollera corta, la
camisa incómoda y el moño ridículo.
Sentí bronca, indignación, ganas
de romper con una piedra el espejo.
La necesité, y nada. Ya sabía yo
que nada, pero fue cuando más la
necesité.
Su complicidad me hubiera permitido
escapar con mi novio, sin
que la ordenanza, indiscreta, lo notara
y me denunciara. O cuando no
supe calcular las fórmulas en el examen
de Química, o cuando me encontraron
en el cuarto de profesores,
con un encendedor en la mano
y la cortina quemada.
De verdad, duele ese hueco, como
si apareciera otra vez. Una y
otra vez, en presente. Está oscuro y
húmedo. Yo puedo correr, moverme,
tirar de la cuerda, nadar y escaparme.
Ella no puede.
—¡Salí! —le grito. Vuelvo mi cabeza,
giro y la veo inmóvil, a un costado,
dormida, con frío. Vuelvo a
gritarle—. Salí, que ya nos vinieron
a buscar. Salí, tenés que mover tus
brazos y tus pies y nadar, ¡tonta!,
apurate. ¡Dale!, tirá de la cuerda.
La batalla se divide y se multiplica.
Le toca a ella y no responde.
Me falta el aire, ella no reacciona.
Le toco el pie, se lo tiro con fuerza,
quiero quedarme para ayudarla, así
podemos escapar juntas. Hay días
que creo que podemos lograrlo.
—Si no peleamos, no saldremos
juntas —le grito, pero ella no escucha.
Sigue dormida. Siento el cuerpo
pegajoso, otra vez, y un olor horrible.
Muevo mis brazos con insistencia
y empujo con mis pies, como
las ranas. Me arrancan de un tirón.
Ya no me ahogo, respiro. Abro los
ojos y veo el hueco lleno de mariposas
negras, con alas grandes.
Escucho que mamá llora y sufre.
La escucho, cada vez que el
hueco vuelve a abrirse y sale el olor
a podrido, la cuerda gris-morada y
el río. Las manos ajenas que tiran
y yo sujeto el pie de ella al mismo
tiempo. Quiero cambiar el final.
Ya sé que gano la batalla. La gané
la primera vez, y la gano siempre
que se repite y se abre el hueco. Y
también sé que, haberla ganado significa,
precisamente, lo contrario.
Una hermana no es una hermana
si no está. Aunque yo insista en
verla cada vez que me congelo frente
a un espejo. O que crea sentirla
detrás de mi nuca, en medio del pecho,
hablándome dentro de mi cabeza
o desde el hueco húmedo, que
deja entrar un poco de luz y se cierra
cubierto de mariposas negras,
con alas grandes.
Dos bollitos de células juntos,
amontonados, separados, en un
mismo saco que abriga, que crece,
mientras mamá se cubre la panza
con las manos. La cubren a ella
también, cuando, finalmente, la dejan
dormir tranquila, helada, sobre
un colchón de mariposas de colores,
hasta que el hueco que duele se
abra de nuevo en mi cabeza.
Antes de salir de la casa,
busqué mi diario. Hoy es dieciséis
de enero. Hay rastros de hojas
arrancadas. Fui yo, las quité con
fuerza, con violencia, con ese mismo
ímpetu que poseí al tirar del
cordón gris-morado. Escribí, con
tinta azul: “Hoy será todo distinto.
Sin culpas. Habrá otro final, una
historia que estrenará vagidos tiernos
y habrá espacio para las dos”.
La batalla también será compartida.
Tengo miedo, igual que antes.
Cubro mi panza con las manos.
Siento que a mi hermana le hubiera
gustado acariciar mi panza, tocarla.
Y quizás, ella ya no me hablara a mí
sino a mis hijas, y susurrara: “Las
dos pueden hacerlo. Salgan juntas,
naden con fuerza”. Sí. Tiene razón.
Ambas van a ganar. Habrá espacio
para las dos.
Sé que a ella le hubiera gustado
mi vestido azul, aunque no se haya
atrevido a salir conmigo. l
(*) Este cuento fue seleccionado
para formar parte en la antología
del certamen “Taller Literario
Tucumán”, a cargo de la editorial
Taller Literario Ediciones, que fue
publicada el año pasado. Fabiana
Calderari de Pellicer es autora
de los libros de cuento “Los jardines
contiguos” y “Un otoño de siete
letras”. Actualmente está en ciernes
su tercer libro de cuentos: “Las
puertasletras del callejón”.