Carnaval tiene la culpa Carnaval tiene la culpa
PERFUME
Antes de salir mi madre pidió encarecidamente:
-¡No lo vayan a perder!
Alberto le dijo que era más fácil encontrarlo que perderlo.
-Dónde lo vamos a perder si a dos leguas se lo distingue,
semejante bestia.
Eso fue el primer año, después de que volvimos del Nepal.
Uy, al principio se armó una, que ni le cuento. Venían
los vecinos a mirarlo, la policía preguntó si era una especie
protegida, los del diario le tomaron fotos y todo, hasta
lo sacaron en un recuadro: “Santiagueños capturan un
Yeti y lo traen al pago”, decía. Un acontecimiento, vea.
Con decirle que la primera vez que lo llevamos al centro
tuvimos que alquilar el camioncito de los Frediani. Eso
fue como un corso, la gente salía de las casas a verlo, las
mujeres le tiraban flores y los chicos lo perseguían para
cortarle un poco de pelo y llevarle a la maestra para que
viera que sí era cierto, que sí existía a pesar de lo que decían.
Después se armó tal alboroto en la Absalón que tuvo
que venir la Guardia de Infantería a disolver a la multitud
y dejarnos libres. Queríamos comer bichitos del agua
en el Petiso Orellana, pero no nos dejaron llegar y tuvimos
que volver como habíamos ido, con las ganas intactas. Pero
después se fue calmando, ¿ha visto? Ya no llamaba tanto
la atención. Por ahí, uno que otro desprevenido lo miraba
sorprendido cuando andaba con la vieja por el centro
o lo querían tocar. Estaban también los que no creían ni
viéndolo, los que preguntaban si era de plástico o era un
muñeco que había que darle cuerda, macanas.
Lo único que no pudimos jamás fue vestirlo, le gustaba
andar desnudo, pila, como quien dice.
-De todas maneras no importa mucho- terció mi madre
aquella tarde en que intentábamos ponerle a la fuerza
unas fundas de almohada como calzoncillo- porque con
tanto pelo no se le notan las vergüenzas.
Para la vieja era el hijo menor que no había tenido,
cuando estaba enojado le daba la sopita en la boca, lo metía
en la casa cuando venía el cambio de tiempo y hasta lo
hacía dormir a los pies de su cama, eso que le dejaba el piso
lleno de pelos. Una vez la Gladys le reclamó:
-Pero, mamá, no puede dormir con semejante bicho.
Ella respondió:
-Usted no se meta, son cosas mías.
La verdad es que tenía razón, así que no insistimos. A
las fundas, debidamente acondicionadas se las regalamos
al Gordo Estanciero haciéndole creer que eran calzoncillos
bóxer. Y estuvo encantado porque todavía le mentimos
que habíamos buscado en todas partes hasta conseguirle
un talle especial.
Lo único que aceptó para ese baile fue una corbata del
abuelo que la vieja insistió en que se pusiera.
-Pero, mamá, no sabe las salvajadas que hacen en el
carnaval- la tratamos de atajar.
No aflojó, le puso la corbata aunque sabía que a la media
cuadra la íbamos a tirar al diablo. Cosa que hicimos,
por supuesto.
Endemientras viera de churito que quedaba.
Fuimos en la camioneta del Cacho. Lo colocamos en
medio de la caja porque si no la inclinaba para un lado y
capaz que la hacía volcar. La cuestión es que cuando llegamos
a la enramada se nos vinieron un montón de chinitas
encima, todas pintarrajeadas como para la guerra. Pero se
mandaron a mudar enseguida cuando lo vieron, semejante
bicho blanco, alto, peludo, con esos oscuros que parecía
que se le iban a salir de la cara. Y la corbata, claro.