Inferno novo Inferno novo
Excusas a Dante y Mareschal.
Supe que en vano esperaría de él la rimada
sentencia, aquel bello latinismo que
había imaginado. Desde su imponente y
laureada figura, el lombardo poeta guardó
silencio. A mi derecha, el astrólogo Schultze
intentó distender así sea un poco el momento
propinándome unos golpecitos en
el hombro, como quien da ánimos. Pero
su porteñísima frase: “Está bien che pibe…
se nota que tenés potencial… seguí participando
que ya te va a salir mejor” terminó
siendo más cruel que cualquier silencio reprobatorio.
Mirando a mi alrededor pensé que el
paisaje, la orquestación general de aquel
infierno, no podía ser un problema. El cielo,
de color rosáceo y surcado por tenues
ramificaciones oscuras, recordaba con
precisión un extendido tejido placentario.
No me parecía mal escogido. Tampoco las
tierras yermas, burbujeantes de linfas oscuras,
ni el hedor general a mesa de disección
que infestaba el aire. Que mis experimentados
guías pudieran haber encontrado
algo fuera de lugar en todo aquello no
parecía muy probable.
Debía tratarse de la fosa entonces: de la
fosa misma. Bien podía reconocer que el
suplicio al que los condenados eran sometidos
en ella se mostraba un poco incomprensible,
al menos a primera vista. Cada
una de las ánimas llevaba sobre sus hombros
un enorme y pesado armazón, que se
extendía hacia los costados mediante una
compleja estructura de hierro, haciendo
de ellas una suerte de columpio humano.
Los laterales sostenían unos platillos de
balancín. Y sobre estos, a su vez, se hallaban
cuerpos humanos de distinta clase. En
los platillos de la derecha, arrojados como
al azar, pataleaban uno o varios bebés
que lloraban y se quejaban constantemente,
pero a la vez con alaridos súbitos e inesperados
que los tornaban aún más irritantes.
Sobre los izquierdos uno o a veces dos
ancianos recostados, lamentándose y divagando
constantemente sin poder encontrar
sosiego. Todo este complejo montaje
descansaba sobre los hombros rotos de
los supliciados; se explicaban así sus espaldas
arqueadas y la dolorosa lentitud en sus
pasos. Pero como además los platillos quedaban
situados a escasos metros de sus cabezas
y los llantos y los quejidos eran tan
ruidosos y mortificantes, se mostraban fatigados
y demacrados hasta lo cadavérico,
con ojos irritadísimos, que apenas podían
sostener sus párpados. Era tal la desesperación
que sus gestos transmitían que resultaba
humanamente imposible no verse
movido a piedad; sea cual fuere el crimen
que, en vida, los hubiera destinado a aquella
horrenda parcela.
Para mí lo era al menos. Porque para
aquellos momentos ya era evidente que
Virgilio había desaparecido hacía rato; y
en cuanto al astrólogo, pude ver a lo lejos
su delgada silueta, cabeceando con cierto
encono como quien reniega de que le han
hecho perder el tiempo.
Más avergonzado que enojado, me disponía
a darle a mi recién iniciada carrera
de infiernista literario un final lo más rápido
y digno posible, cuando escuché la quejumbrosa
voz de un condenado, que a pesar
del enorme peso que lo aplastaba había
subido ladeándose hacia un lado y al otro
la empinada pendiente, y que se disponía a
hablarme ahora.
?Espera viajero ?me dijo?, espera antes
de volver al mundo de arriba, donde
los colores aún festejan la gracia de la vida
y las criaturas deciden sobre sus actos
sin responder a otro tribunal que el de sus
conciencias. Antes de juzgar tú, en tu ignorancia,
como crueldades o excesos las sentencias
del Señor del Universo, escucha mi
historia, y comprende por qué se me ha
castigado de esta manera.
Tentado estuve de excusarme, de argüir
que mis periplos infernales ya estaban dados
por concluidos aun cuando recién habían
comenzado. Pero mientras elegía para
hacerlo palabras que no quedaran tan a
la saga de su sofisticada retórica de condenado,
observé que las criaturas que cargaba
en los platillos se le parecían asombrosamente,
de lo que deduje que debían tratarse
de sus familiares, hijos o sobrinos a
su derecha, y padres o abuelos a su izquierda.
Acicateó esto más mi curiosidad que
mi lástima, y decidí prestarle oído.
?Debes saber ?continuó el ánima ?
que yo fui, en vida, un hombre de fortuna.
Nacido en próspera familia de comerciantes,
la abundancia de mi cuna podría haberme
permitido vivir con la mayor tranquilidad,
incluso honrarme socorriendo
a mi prójimo sin riesgo de sufrir por ello
grandes privaciones. Sin embargo, por esa
extraña aunque común paradoja, fui gran
devoto de Mammón; y cultivando ésta mi
adoración, enredado entre usuras y provechos,
ofendí a un tiempo a mis semejantes
y a Aquél que es Uno y es Tres, y cuyo nombre
nunca podrá decirse en estas profundidades.
¿Mediante que artefactos, según qué
ardides llegué a multiplicar mi ya cuantiosa
fortuna hasta los límites de lo obsceno?
Se trataba pues de la instalación de antros
del vicio, que cumplían la condición de excitar
los cuerpos y sus pasiones mediante
la continua emisión de ruido. Aunque música
lo llamaban, entonces de la más baja y
denigrante que imaginarse pueda.
Hasta aquí harto más liviana hubiera
sido mi condena, no pudiendo señalarse
en mí mucho más que la avaricia y la soberbia
que siempre distinguieron a los de
mi especie. El detalle, la innecesaria morbosidad
en que caí y me revolqué y en la
que finalmente, como explicaré, me perdí:
mis antros, mis inmundos templos de intemperancia;
se hallaban inexplicables de
cercanos, más justo sería decir que colindaban,
con hogares familiares. Y no creas,
mortal, que en mi tiempo, digo en el espacio
secular en que la sangre espumosa e
hirviente corrió por mis venas, la abarrotada
polis donde mis negocios me enriquecían
no disponía de leyes, de reglas que
bien hubieran podido impedir la tamaña
desmesura. Pero viví en un tiempo impío,
donde las autoridades más poderosas eran
mis correligionarios, y siempre las encontré
bien dispuestas conmigo, ansiosas por
sumarse al convite de los beneficios que yo
dispensaba. Fue así que, no conforme con
ofender y perjudicar a gentes que nada podían
haber hecho contra mí, decidí magnificar
el sonoro estruendo de mis antros
hasta hacer imposibles sus vidas, particularmente
en perjuicio de los más débiles e
indefensos.
?¿Los más débiles? ?pregunté aquí,
interesado ya en el curioso relato.
?Mortal: sabrás tan bien como yo que
para el hombre de trabajo no hay premio
mayor que el del nocturno regreso a su hogar
para permitirse, concluida ya su jornada
y antes de entregarse al merecido descanso
o acaso a las gracias de su mujer; no
existe premio mayor decía, que cosechar
esa última sonrisa que observa en los ya
adormecidos rostros de sus hijos, o la relajada
serenidad de sus mayores en la que, al
menos durante las treguas que la enfermedad
otorga a la vejez, puedan entregarse al
sueño casi con la misma felicidad que a sus
recuerdos. ¡Pues bien! ¡Yo me propuse flagelar
puntualmente esa realidad! ¡Oh, sí!
¡En cientos de inocentes hogares! Mi oído
agudísimo (otra de las extrañas paradojas
de mi historia) me permitía disfrutar desde
mis viciosas guaridas, aún aturdido por
el absurdo estruendo que ya a mí mismo
me asqueaba; de aquellos sonidos de niños
llorando; de puertas, de cristales temblando;
de enfermos delirando que debían
transformar en nocturnos infiernos aquellos
sencillos hogares; y las quejas de los
viejos ¡ah! torturados en sus últimas noches.
¡Todo aquello era para mí el deleite!
Aún por las mañanas, luego de supliciar
durante toda la noche a mis impotentes
víctimas, me recreaba yo pensando en
los cientos de niños ojerosos que se dormirían
en sus pupitres. ¡En los empleados
y los comerciantes erráticos! Los médicos
que iniciarían sus jornadas plagadas de
responsabilidades ya desplomados por….
Pero hacía varios minutos que los llantos
y quejidos venían pronunciándose in
crescendo sobre los platillos. En el acto
entendí el porqué: habiendo ya presentado
su culpa, el condenado se había relajado
un ápice. Harto distante estaba del sueño
o del descanso, pero hasta este mínimo,
fugaz atisbo de tranquilidad le era negado.
Lo cual tampoco ayudó a su monólogo,
puesto que las lamentaciones tornaron
inaudible su discurso hasta que se ajustó
las correas del columpio y con gran esfuerzo
levantó su propia voz. Tan urgente, tan
grande y sin embargo tan negada ya era su
necesidad de confesión.
?¡Recorría orondo los barrios de la polis!
Chismorreaba con conocidos, saludaba
alguna mammonita autoridad. Un extraño
placer me producía escuchar en los
suburbios la reproducción de la repulsiva
música de mis templos. ¡Así es! Aquellos
mismos que venían a dejarme su dinero la
llevaban, como un escudo de armas, para
perturbar hogares distantes, otorgándome
cualidades de hormiguero o mejor de pulpo,
que extendiera sus tentáculos de nefasta
influencia hacia los más apartados puntos
de la ciudad. Siempre con las mismas
consecuencias; porque también es cierto
que esta nueva reproducción se efectuaba
a un volumen más allá de cualquier
convenio ¿¡Y como lo harían de otro modo,
aquellos mis humildes e involuntarios
sirvientes, si veían todo el tiempo que las
leyes no castigaban, que incluso incitaban
mi funesto accionar!? Pero aquí se equivocaban
ellos, porque queriendo reproducir
la perversidad que los incitaba, olvidaban
que no tenían ni mi poder ni mi oro,
y de allí el que ellos mismos sí fueran ciertamente,
y no de modo infrecuente, reprimidos
por las fuerzas del orden. ¡Cómo me
regocijaba con ello! El caos y el malestar se
propagaban por la ciudad. Los citadinos
ediles enmascaraban estas represalias como
morales acciones, cuando en realidad
las orquestábamos juntos. No servían a
otro fin que dejar a mis tácitos esclavos sin
otra opción que la de volver a mis templos
para poder continuar allí la dependencia
de sus vicios y dejar en mis arcas, pero sólo
en mis arcas, sus pocas broncíneas piezas.
¡Ah! ¡Que grata es la ofensa cuando se realiza
impune, y se la presenta y favorece como
virtud!
Pero aquí fue demasiado ya. Tanto los
infantes como los viejos de los platillos habían
elevado hasta el grito el volumen de
sus ayes, aturdiéndome y aturdiendo al
condenado. Olvidando moralejas y despedidas,
dio media vuelta e inició su lento
descenso hacia la fosa impía, intentando
sin éxito taparse los oídos. Y cuando yo,
condolido al fin, hube de perder su visión
en lontananza, encontré a mi derecha al
astrólogo Schultze rascándose, pensativo,
la cabeza. Y también al altísimo poeta escuché
a mis espaldas, declarando en estilo
bello mas sombrío el tono: ?Quod non
mortalia pectora cogis, auri sacra fames.
N. de la R.; La locución latina es un
verso de Virgilio (Eneida, 3. 84-85), tomado
por Séneca como “Quod non mortalia
pectora cogis, auri sacra fames”, que
significa “a qué llevas a los pechos mortales,
maldito deseo del oro”.