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EL LIBERAL . Viceversa

Joyita

Algunas noches, si el sueño tarda, suelo recordar lo que debió suceder para que quedara en casa el bastón que usó mi tata hasta su muerte. Tengo presente el primero que tuvo: consiguió un tronco y lo entregó a un carpintero para que se lo labraran. Pero se le torció: no se había percatado de que primero había que estacionar la madera para que el guayacán, emblema del norte de la Argentina, adquiriera la dureza necesaria y persistiera en su ser. Consiguió otro, esta vez cumplió con lo que marcan las reglas del arte y finalmente lo tuvo. Lo que le otorgaba patente de viejo, algo que venía buscando desde hacía muchos años. Era de los que creían que el tiempo da derechos inalienables a quienes provisoriamente lo van venciendo, como sucedía en las sociedades antiguas, Grecia, Roma, quizás la Argentina de su juventud. Pero esas épocas habían pasado hacía mucho. Un amigo, Alfonso Nassif, narra que cuando tenía 10 años quería parecerse al padre y cuando llegó a los 45 quería ser como los hijos, para dar una idea de cómo ha cambiado el mundo en menos de lo que canta un gallo. Entre parecerse a los antiguos señoritos que salían a la calle de sombrero blanco y bastón de caña bajo el brazo, eligió apropiarse de la imagen del hombre al que le ha caído la nieve del tiempo en la sien y necesita del sostén aquel para continuar su camino. Nadie le diría que estaba confundido porque habría sido romper la ilusión de su juventud. Tal vez soñaba con que mi hija creciera cerca para contarle que había sido compañero de aventuras de José de San Martín, que supo matar tigres feroces allá lejos y hace tiempo, que anduvo entreverado en luchas contra los indios. Además de los recuerdos, me quedan el diccionario etimológico de Roque Barcia, una joyita de la lengua castellana. Y su foto, despeinado y cano, que luce sus ojos mansos a mis espaldas, en la habitación en que garrapateo estas líneas. Cuando la cerrazón se torna negra, pienso en las vueltas y revueltas de ese bastón los últimos días del tata, en la manera en que su destino se decidió, solo para que quedara en casa para siempre. Testigo de sus últimos felices años.

Después suelo dormirme.

Hondeando urpilas. Represa vieja.

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