Un día con Ricardo Sgoifo
Por Alberto Tasso
Fue a la hora prima que nos conocimos,
un poco antes de amanecer. Era
1970, y yo venía de lejos y quería aprender.
Comencé enseñando, que es la manera
de encontrarse con los que también
quieren saber, y de esa manera se
produce cierta comunicación secreta
entre uno y otros, olvidada ya la frontera
entre profesor y alumno, que según
Samuel Schkolnik son el mismo.
Nuestra amistad fue fresca y juguetona,
y llena de aprendizajes mutuos.
Ambos leíamos a Chesterton, compartíamos
algunos territorios de la cristiandad,
y nos gustaba cruzar sus fronteras,
allí donde rigen las leyes del mito originante.
Por esos tiempos él era un peregrino,
y viajaba por recónditas catamarcas,
tentadoras córdobas, profundos
quimilíes y hasta hizo un viaje para
respirar los aires buenos del puerto, para
formarse una idea general del caso.
Él sabía ya de muchas cosas, y era un
verdadero maestro, pero no me di cuenta
hasta la hora tercia, cuando lo reconocí
en tal función en su casa de la calle
Entre Rios, dando clases de historia,
política y cultura que interrumpía para
cantar unas coplitas, usando la mesa como
bombo.
En la hora cuarta estábamos con
Anuna y Alfredo Palumbo en casa de
la Teresa, con Marta Elvira Guzmán en
la librería Inquietudes, y con el Gringo
Herrera, Quique Trotta y otros amigos
iluminados desde el alba por el ritual religioso
de diciembre, de Tuama a Sumamao,
hermanando vírgenes y santos
que proliferaban en cantos y dramas colectivos
celebrados con el augurio mágico
del renacimiento navideño y del verano.
Ha vuelto a madurar el maná de la
algarroba, que promete futuro, y además
aloja. Oh, bien sensitivo a la aloja
fueron Sgoifo y Palumbo, y yo seguilos
como disciplinado acólito. Una fiesta
secreta indicaban estos signos. Hacia
allí marchó Sgoifo, osado y sonriente
navegante que a manera de Ulises abrazó
el Árbol Solo, y se sumergió en su entraña
para buscar su camino. Hay una
novela en sus cuadernos de viaje.
Diestro en salamancas y seguramente
ya graduado, pudimos escucharlo en
esos soliloquios inolvidables que nunca
grabamos a tiempo. Sea la oralidad,
como en otros maestros, el signo de la
maestría de Sgoifo en el arte de decir.
Por su voz conocimos aquella Canción
Libre que le escribió Leopoldo Marechal
a Santiago del Estero.
De pronto estamos en la hora del almuerzo.
Él sabe desear, por ejemplo, un
mistela dulzón, frío, en copita. Pero la
institución en que nos encontrábamos
en ese momento no podía proveer esta
terapéutica. Sgoifo dedujo entonces
que no estábamos todavía en el paraíso,
cosa que acepté en el acto como verdad
evidente, lamentando que la falta de la
especie vino y una galletita sin sal nos
hubiera permitido una ceremonia sacrificial
completa, común a quienes comparten
la cultura de la misa.
Tras mi desánimo, Sgoifo se mostró
positivo y lleno de alabanzas, y dijo que
la enunciación del deseo contenía la semilla
de su satisfacción, pero que esta
condición sólo se cumpliría si el espíritu
del deseante se encontrase despojado
de vanidades y prisas. Comprendí en el
acto que él estaba en condiciones de comulgar,
y que ya lo había hecho in pectore,
pero yo todavía no.
A la hora sexta, mientras otros dormían,
tenía su programa en la radio
FM Estudio Uno de la Ucse: recuperó
la Historia de los Barrios y las sensibles
voces vidaleras en El Canto Nuestro.
Con sabias reflexiones acompañó momentos
difíciles de la historia local. Dije
ya que sabía decir y agrego que ese era
su don. Marcela Espíndola puede testimoniar
mejor que yo su labor en la radio.
En la hora nona, al anochecer, compartimos
patios de tierra, bibliotecas y
eventos académicos y políticos. En su rol
de mentor cultural acompañó siempre los
encuentros de jóvenes investigadores.
Los otros días estábamos otra vez
conversando, ahora con un vino espeso
y cargado de vivencias. De pronto sonó
la hora décima:- Ya se ha hecho noche.
Ahora tengo que irme porque me espera
la Peli.
-Entonces mañana nos vemos- le digo-,
y ahí hablaremos de la música.
Lo acompaño a la calle. En nuestras
espaldas queda enredado el abrazo, en
el oído la palabra hermano. Fue un día
largo, de esos que parecen durar toda
una vida. l
Extraído de la revista
“Los inquilinos”, Nº 1
Ricardo Shinfu Sgoifo
(1941-2012).
Maestro, poeta, músico. Trabajó
en varios colegios, entre ellos el
Bachillerato Humanista Moderno y el
Colegio Santo Tomás de Aquino. Hermano
de la profesora e historiadora
Marta Sgoifo y cuñado del periodista
y profesor Francisco Di Piazza.
Publicó “Siento, luego digo” (2000)
y “Ocurrencias para leer a la siesta”
(2009). Hizo de la amistad un culto y
de la conversación un lujo. Compuso
numerosos temas con Alfredo Palumbo.
Una de sus últimas creaciones
es la “Chacarera para mi muerte”,
fruto maduro de su dialéctica y
su estética. l