LETRAS SANTIAGUEÑAS

Doña Rubia

Por Dante Cayetano Fiorentino

Alta y delgada, erguida sobre sus numerosos años, mi abuela seguía arremetiendo tenazmente a favor de la vida. Los prepotentes soles de mi provincia no habían conseguido doblegarla a pesar de la piel floja del cuello multiplicada de arrugas y de los tajos secos de los dedos por el trabajo de cosechar verdura. Se vio obligada a ejercer el matriarcado porque su marido, que murió joven, era un hermoso amante de bigotes afinados en dos rulos, engominado con tragacanto, pero que en el momento de tomar decisiones de vida, se volvía trémulo y dubitativo, preocupándose más por su afición al juego y a la caza que por atender y consolidar un hogar. Y la abuela se lo anunció: ¡Si usté va a andar divirtiéndose por ahí, alguien tiene que salvar esta casa; así que ya sabe! De ahí en más, elaboró sus luchas, sus decisiones irrenunciables y liberó su no menos notoria tozudez cuando estaba convencida de que tenía razón, así se le viniera el mundo encima. Le decían Doña Rubia por sus cabellos, ahora amarillo claro que entreroscaba en trenzas y luego asía en rodete. Su nombre infundía un respeto que me llenaba de orgullo: ¡Es jodida tu abuela! ¿no changuito? ¡Pero buena persona! ¡Ojalá hubiera varias como ella en este pueblo y las cosas no andarían tan mal! Y las cosas andaban mal porque el comisario, un hombretón enorme, inescrupuloso y matón, había asociado la agresión de sus defectos y sus ambiciones, a los conocimientos de un escribano que vino de la ciudad a enriquecerse. Sabía del valor y la fertilidad de las tierras del pueblo que además tenían buen riego merced al paciente trabajo de los vecinos que orientaron el agua hasta sus propiedades por canales y compuertas. Al cabo de poco tiempo se convirtieron en sujetos temibles que atropellaban especialmente a los ancianos, sobre todo los que quedaban al cuidado de las casas y los niños cuando los braceros eran contratados para la zafra de la caña de azúcar o la cosecha del algodón, arrebatándoles los campos con argucias legales primero y a la fuerza después si no accedían de entrada, teniendo como gran aliada a la ignorancia y al temor que circuló rápidamente. A las seis de esa mañana que se apuraba por amanecer, la abuela preparaba el sulky cargado de zapallos, de lechugas, de batatas y de sandías para ir a vender a Forres, pueblo vecino por donde pasaba el tren dos veces por semana. Una yegua plagada de años, recogía los restos de palitos y hojuelas de alfalfa que habían quedado de la ración de la noche anterior, barriendo el suelo con sus belfos atravesados por escasa cerdas rubias. Yo, desde mis siete años, aún atontado de sueño, no alcanzaba a ponerle el freno porque el animal levantaba la cabeza abriendo enormemente los ojos y me dejaba fuera de control. -¡Que muchacho inuuuuútil- exclamó la anciana con voz más cariñosa que amenazante y recibiéndome el freno lo hundió en el doble teclado de dientes amarillentos del cuadrúpedo que se quedó tascando resignado. Un rumor de trote de caballos empezó a crecer en el fondo del camino que llevaba a la casa, elevando un polvo rosado, teñido de alba. La abuela abandonó todo abruptamente y tomándome de un brazo me arrastró hacia la casa, atravesando el patio a grandes zancadas que agitaban su pollera larga como sotana. A medida que se acercaban fui distinguiendo un sulky seguido de seis jinetes que vinieron a instalarse antes del patio, interceptado por una cerca de palos horizontales sostenidos por horcones de quebracho colorado. Desde el sulky, el escribano gritó: -¡Doña Rubia, aquí estoy con el comisario y estos agentes para que nos firme la escritura entregándole sus tierras al gobierno! ¡Déjenos pasar por las buenas!. La abuela, sin decir una palabra, se internó en su dormitorio, descolgó una escopeta de dos caños que tenía en la cabecera de su cama y salió indignada hasta la punta de los pelos, roja de ira, mientras vociferaba: -¡¡Desgraciao!! ¡¡Asaltante!! ¡Si no te vas te voy ha hacer volar la cabeza a vos y al sotreta de tu comisario! – Y comenzó a avanzar, más erguida que nunca, como si contara los pasos que le faltaban para hacer fuego en un duelo a muerte. El escribano inició una serie de argumentaciones sobre la legalidad de sus reclamos, que no conseguían inmutar a la abuela que, impertérrita, seguía avanzando, rígido el andar y los cabellos sueltos hasta la cintura. Se detuvo en la mitad del patio, colocó la culata en el hueco del hombro, apoyó la cara en el arma y apuntó fijamente a la cabeza del escribano con la firme decisión vibrando en cada movimiento. -¡Espere! ¡Espere Doña Rubia! ¡Espere, no vaya a cometer una locura! – Gritó el comisario. Conociendo el carácter impetuoso de mi abuela y sabiendo de lo que era capaz cuando se indignaba, no me costó mucho imaginar el dedo índice oprimiendo el gatillo y contuve la respiración esperando el estampido, cuando el comisario dio una orden a sus hombres: -¡Vuelvan! ¡Esta vieja es capaz de balearnos! - ¡No se vayan ladrones! ¡Vuelvan cobardes!- Gritaba la anciana con la voz amplificada por el paroxismo de la indignación, colorada su cara furiosa. Cuando retornó a la galería de la casa vio mi aflicción que, tras haber palpado la muerte, me había casi embutido en la pared y permanecía con los brazos estirados a ambos lados del cuerpo, las palmas de las manos transpiradas y los dedos arañando el revoque. -No te aflijas hijo- aclaró – la escopeta no estaba cargada. Ni siquiera funciona. Es la primera vez que la saco de la pieza desde que murió tu abuelo – y acariciándole la culata la volvió a la pared, donde el tiempo había cincelado una mancha clara con la silueta del arma, como un estuche abierto. l
Ir a la nota original

MÁS NOTICIAS