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EL LIBERAL . Viceversa

Doña Rubia

Alta y delgada, erguida sobre sus numerosos

años, mi abuela seguía arremetiendo tenazmente a

favor de la vida. Los prepotentes soles de mi provincia

no habían conseguido doblegarla a pesar de la

piel floja del cuello multiplicada de arrugas y de los

tajos secos de los dedos por el trabajo de cosechar

verdura.

Se vio obligada a ejercer el matriarcado porque su

marido, que murió joven, era un hermoso amante de

bigotes afinados en dos rulos, engominado con tragacanto,

pero que en el momento de tomar decisiones

de vida, se volvía trémulo y dubitativo, preocupándose

más por su afición al juego y a la caza que

por atender y consolidar un hogar. Y la abuela se lo

anunció: ¡Si usté va a andar divirtiéndose por ahí, alguien

tiene que salvar esta casa; así que ya sabe!

De ahí en más, elaboró sus luchas, sus decisiones

irrenunciables y liberó su no menos notoria tozudez

cuando estaba convencida de que tenía razón, así se

le viniera el mundo encima.

Le decían Doña Rubia por sus cabellos, ahora

amarillo claro que entreroscaba en trenzas y luego

asía en rodete. Su nombre infundía un respeto

que me llenaba de orgullo: ¡Es jodida tu abuela! ¿no

changuito? ¡Pero buena persona! ¡Ojalá hubiera varias

como ella en este pueblo y las cosas no andarían

tan mal!

Y las cosas andaban mal porque el comisario, un

hombretón enorme, inescrupuloso y matón, había

asociado la agresión de sus defectos y sus ambiciones,

a los conocimientos de un escribano que vino de

la ciudad a enriquecerse. Sabía del valor y la fertilidad

de las tierras del pueblo que además tenían buen

riego merced al paciente trabajo de los vecinos que

orientaron el agua hasta sus propiedades por canales

y compuertas.

Al cabo de poco tiempo se convirtieron en sujetos

temibles que atropellaban especialmente a los ancianos,

sobre todo los que quedaban al cuidado de las

casas y los niños cuando los braceros eran contratados

para la zafra de la caña de azúcar o la cosecha

del algodón, arrebatándoles los campos con argucias

legales primero y a la fuerza después si no accedían

de entrada, teniendo como gran aliada a la ignorancia

y al temor que circuló rápidamente.

A las seis de esa mañana que se apuraba por amanecer,

la abuela preparaba el sulky cargado de zapallos,

de lechugas, de batatas y de sandías para ir a

vender a Forres, pueblo vecino por donde pasaba el

tren dos veces por semana. Una yegua plagada de

años, recogía los restos de palitos y hojuelas de alfalfa

que habían quedado de la ración de la noche anterior,

barriendo el suelo con sus belfos atravesados

por escasa cerdas rubias. Yo, desde mis siete años,

aún atontado de sueño, no alcanzaba a ponerle el

freno porque el animal levantaba la cabeza abriendo

enormemente los ojos y me dejaba fuera de control.

-¡Que muchacho inuuuuútil- exclamó la anciana

con voz más cariñosa que amenazante y recibiéndome

el freno lo hundió en el doble teclado de dientes

amarillentos del cuadrúpedo que se quedó tascando

resignado.

Un rumor de trote de caballos empezó a crecer en

el fondo del camino que llevaba a la casa, elevando

un polvo rosado, teñido de alba. La abuela abandonó

todo abruptamente y tomándome de un brazo me

arrastró hacia la casa, atravesando el patio a grandes

zancadas que agitaban su pollera larga como sotana.

A medida que se acercaban fui distinguiendo

un sulky seguido de seis jinetes que vinieron a instalarse

antes del patio, interceptado por una cerca de

palos horizontales sostenidos

por horcones de quebracho colorado. Desde el

sulky, el escribano gritó:

-¡Doña Rubia, aquí estoy con el comisario y estos

agentes para que nos firme la escritura entregándole

sus tierras al gobierno! ¡Déjenos pasar por las buenas!.

La abuela, sin decir una palabra, se internó en

su dormitorio, descolgó una escopeta de dos caños

que tenía en la cabecera de su cama y salió indignada

hasta la punta de los pelos, roja de ira, mientras

vociferaba:

-¡¡Desgraciao!! ¡¡Asaltante!! ¡Si no te vas te voy

ha hacer volar la cabeza a vos y al sotreta de tu comisario!

– Y comenzó a avanzar, más erguida que nunca,

como si contara los pasos que le faltaban para hacer

fuego en un duelo a muerte. El escribano inició

una serie de argumentaciones sobre la legalidad de

sus reclamos, que no conseguían inmutar a la abuela

que, impertérrita, seguía avanzando, rígido el andar

y los cabellos sueltos hasta la cintura. Se detuvo en la

mitad del patio, colocó la culata en el hueco del hombro,

apoyó la cara en el arma y apuntó fijamente a la

cabeza del escribano con la firme decisión vibrando

en cada movimiento.

-¡Espere! ¡Espere Doña Rubia! ¡Espere, no vaya a

cometer una locura! – Gritó el comisario.

Conociendo el carácter impetuoso de mi abuela

y sabiendo de lo que era capaz cuando se indignaba,

no me costó mucho imaginar el dedo índice oprimiendo

el gatillo y contuve la respiración esperando

el estampido, cuando el comisario dio una orden

a sus hombres:

-¡Vuelvan! ¡Esta vieja es capaz de balearnos!

- ¡No se vayan ladrones! ¡Vuelvan cobardes!- Gritaba

la anciana con la voz amplificada por el paroxismo

de la indignación, colorada su cara furiosa.

Cuando retornó a la galería de la casa vio mi aflicción

que, tras haber palpado la muerte, me había casi

embutido en la pared y permanecía con los brazos

estirados a ambos lados del cuerpo, las palmas

de las manos transpiradas y los dedos arañando el

revoque.

-No te aflijas hijo- aclaró – la escopeta no estaba

cargada. Ni siquiera funciona. Es la primera vez

que la saco de la pieza desde que murió tu abuelo – y

acariciándole la culata la volvió a la pared, donde el

tiempo había cincelado una mancha clara con la silueta

del arma, como un estuche abierto. l

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