LETRAS SANTIAGUEÑAS

Jubilada

Por Germán José Montiel

Este es un relato fantástico, no porque lo sea en sí como algo magnífico, sino porque las cosas que ocurrieron fueron así como les voy a relatar y me dejó tantas dudas que, aún no puedo saber qué es verdad y qué es ficción. Amigo lector, sabrás disculpar que ellas, las dudas, las vuelque a ti, para tratar de comprender lo ocurrido y por qué denomino de esta manera al relato. Comienzo.

Había una vez, hace ya un tiempo, una amiga que tenía terror a jubilarse. Era algo maldito e imposible de concebir. Ella tenía su actividad privada, pero ya tenía edad para hacerlo y siempre le recomendaba que lo hiciera porque esa plata estaba a su disposición y antes que se la llevara otro, la cobrara. Mientras tanto, sin problemas podía seguir con su actividad privada.

Luego de la última charla con ella sobre el tema, en donde le había hecho burla que cuando se jubilara, su atuendo iba a cambiar. Tendría el pelo blanco, peinado con rodete, con lentes, la espalda cubierta con una mañanita, una pollera amplia hasta debajo de las rodillas y zapatos antiguos con medias zoquetes y un bastón de madera en la mano. Ni más ni menos como la abuela del personaje de Gasalla. “Me muero” me dijo. Nos despedimos riéndonos.

Yo vivía en el edificio de departamentos justo al frente. Y muchas veces, desde mi ventana que daba a la calle, veía la entrada de su edificio y a mi amiga salir a trabajar. Ella, siempre elegante, ropa informal, toda fru-frú. No sé bien por qué me salió esa expresión, pero me sonaba lindo, quizás debería haber dicho exquisita o delicada, pero salió así, fru-frú.

Una mañana, al volver a mi hogar, venía caminando por la vereda del edificio en que vivía y alcancé a ver a mi amiga parada en la puerta del suyo, es decir por la vereda del frente. Siempre fru-frú, esta vez con lentes negros por el sol. Ella no me había visto. Decidí cruzar a saludarla y luego de fijarme si venía algún vehículo, levanté la vista y me asusté porque no estaba mi amiga fru-frú, sino la viejita jubilada. Espantado volví a mi vereda y busqué desesperadamente llegar a la entrada de mi edificio. La viejita me vio y me apuntó con su bastón y yo que trataba de pasar desapercibido entre la gente que caminaba, me di cuenta que el bastón me seguía de cerca por donde me movía y cada vez lo tenía más cerca de mí. Ya había pasado la entrada a los departamentos y me alcanzó justo en la esquina. Me puse de espalda a la pared, muerto de miedo y transpirando, mientras sentía una carcajada de esas que hacen las brujas en las películas. El bastón se apoyó con fuerza en mi pecho y me aprisionó contra la vidriera del maxiquiosco de la esquina, golpeando fuertemente mi cabeza contra el vidrio.

El golpe me despertó. Rápidamente apoyé la espalda en el respaldo de la cama y recogí las piernas. Estaba transpirado y temblando. Cuando logré reaccionar, corrí hacia la ventana.

En la entrada de los departamentos del frente, estaba parada la viejita, mirando sonriente hacia mi ventana Corrí hacia el baño a mirarme en el espejo, a ver si era yo u otra persona, es decir, no sabía quién era, qué pasaba, no entendía nada. Me lavé la cara y me vestí a las apuradas, tenía que descubrir el misterio. Vivía en el tercer piso. No esperé el ascensor, bajé corriendo las escaleras y cruce la calle casi sin fijarme. Ahí estaba ella. No dejaba de observarme sonriendo. Lo primero que hice fue mirarle el bastón de madera que parecía normal, nada más que se movía un poco por el temblor de la mano.

Ninguno de los dos habló una palabra. Con un movimiento lento tomó mi brazo derecho y me llevó ella, prácticamente, hacia la confitería de la esquina, situada a unos treinta metros de donde estábamos. Nos sentamos, cada uno pidió un cortado. Le pedí permiso para ir hasta el baño. Antes de entrar me di vuelta para mirar hacia la mesa. La viejita seguía allí, impávida mirando hacia la calle.

Ya en el baño, tomando con las manos el lavatorio, volví a mirarme en el espejo y me hice las mismas preguntas que me había hecho en el baño de mi departamento. Me lavé nuevamente la cara y regresé decidido a descubrir el misterio, aunque no sabía por dónde comenzar.

Grande fue mi sorpresa. La viejita ya no estaba, miré para ambos lados del salón y nada. Cuando estuve a punto de salir a la vereda pensando en encontrarla allí, me di cuenta que en la mesa que habíamos elegido estaba mi amiga fru-frú. Ella, siempre elegante. Con los lentes para el sol puestos sobre la cabeza, me miraba sonriendo. Contesté a esa sonrisa con una mueca y me acerqué sigilosamente. Me miraba sorprendida como si me quisiera preguntar si me pasaba algo. Lentamente tomé asiento. Llegó el mozo y dejó los cortados. Tomamos sin hablar. Ella me preguntó, ante mi silencio, si todavía seguía con sueño. Le dije que sí, que no había dormido bien. Me contestó con una sonrisa. Enseguida miró su reloj y me dijo que se le hacía tarde. Nos despedimos con un beso. No tuve tiempo de decirle que yo pagaba los cortados. Ya estaba en la calle.

Quedé solo y pensativo. No entendía nada. No sabía si lo que había vivido era real o producto de mi imaginación. Podría haber sido un mal sueño, pero después la tuve a mi lado, era de carne y hueso. Enseguida me vinieron a la cabeza, antiguos pensamientos aún no dilucidados del todo por diferentes pensadores. Si la realidad es la que vivimos o la que soñamos.

Miré la hora. Ya llegaba tarde al trabajo. En el camino elucubraría algo para justificar. Eso sí, nunca jamás le volví a mencionar el tema de la jubilación. Es más, no sé si llegó a concretar su trámite.

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