Jubilada Jubilada
lo sea en sí como algo magnífico, sino
porque las cosas que ocurrieron fueron
así como les voy a relatar y me dejó
tantas dudas que, aún no puedo saber
qué es verdad y qué es ficción. Amigo
lector, sabrás disculpar que ellas, las
dudas, las vuelque a ti, para tratar de
comprender lo ocurrido y por qué denomino
de esta manera al relato. Comienzo.
Había una vez, hace ya un tiempo,
una amiga que tenía terror a jubilarse.
Era algo maldito e imposible de concebir.
Ella tenía su actividad privada, pero
ya tenía edad para hacerlo y siempre
le recomendaba que lo hiciera porque
esa plata estaba a su disposición y antes
que se la llevara otro, la cobrara. Mientras
tanto, sin problemas podía seguir
con su actividad privada.
Luego de la última charla con ella
sobre el tema, en donde le había hecho
burla que cuando se jubilara, su atuendo
iba a cambiar. Tendría el pelo blanco,
peinado con rodete, con lentes, la
espalda cubierta con una mañanita,
una pollera amplia hasta debajo de las
rodillas y zapatos antiguos con medias
zoquetes y un bastón de madera en la
mano. Ni más ni menos como la abuela
del personaje de Gasalla. “Me muero”
me dijo. Nos despedimos riéndonos.
Yo vivía en el edificio de departamentos
justo al frente. Y muchas veces,
desde mi ventana que daba a la calle,
veía la entrada de su edificio y a mi
amiga salir a trabajar. Ella, siempre
elegante, ropa informal, toda fru-frú.
No sé bien por qué me salió esa expresión,
pero me sonaba lindo, quizás debería
haber dicho exquisita o delicada,
pero salió así, fru-frú.
Una mañana, al volver a mi hogar,
venía caminando por la vereda del edificio
en que vivía y alcancé a ver a mi
amiga parada en la puerta del suyo, es
decir por la vereda del frente. Siempre
fru-frú, esta vez con lentes negros
por el sol. Ella no me había visto. Decidí
cruzar a saludarla y luego de fijarme
si venía algún vehículo, levanté la vista
y me asusté porque no estaba mi amiga
fru-frú, sino la viejita jubilada. Espantado
volví a mi vereda y busqué desesperadamente
llegar a la entrada de mi
edificio. La viejita me vio y me apuntó
con su bastón y yo que trataba de
pasar desapercibido entre la gente
que caminaba, me di cuenta
que el bastón me seguía de cerca
por donde me movía y cada vez lo
tenía más cerca de mí. Ya había
pasado la entrada a los departamentos
y me alcanzó justo en la
esquina. Me puse de espalda a la
pared, muerto de miedo y transpirando,
mientras sentía una carcajada
de esas que hacen las brujas
en las películas. El bastón se
apoyó con fuerza en mi pecho y
me aprisionó contra la vidriera
del maxiquiosco de la esquina,
golpeando fuertemente mi cabeza
contra el vidrio.
El golpe me despertó. Rápidamente
apoyé la espalda en el respaldo
de la cama y recogí las piernas.
Estaba transpirado y temblando.
Cuando logré reaccionar,
corrí hacia la ventana.
En la entrada
de los departamentos del
frente, estaba parada la viejita,
mirando sonriente hacia mi ventana
Corrí hacia el baño a mirarme
en el espejo, a ver si era yo u otra
persona, es decir, no sabía quién
era, qué pasaba, no entendía nada.
Me lavé la cara y me vestí a
las apuradas, tenía que descubrir
el misterio. Vivía en el tercer
piso. No esperé el ascensor, bajé corriendo
las escaleras y cruce la calle casi
sin fijarme. Ahí estaba ella. No dejaba
de observarme sonriendo. Lo primero
que hice fue mirarle el bastón de
madera que parecía normal, nada más
que se movía un poco por el temblor de
la mano.
Ninguno de los dos habló una palabra.
Con un movimiento lento tomó mi
brazo derecho y me llevó ella, prácticamente,
hacia la confitería de la esquina,
situada a unos treinta metros de donde
estábamos. Nos sentamos, cada uno
pidió un cortado. Le pedí permiso para
ir hasta el baño. Antes de entrar me di
vuelta para mirar hacia la mesa. La viejita
seguía allí, impávida mirando hacia
la calle.
Ya en el baño, tomando con las manos
el lavatorio, volví a mirarme en el
espejo y me hice las mismas preguntas
que me había hecho en el baño de
mi departamento. Me lavé nuevamente
la cara y regresé decidido a descubrir
el misterio, aunque no sabía por dónde
comenzar.
Grande fue mi sorpresa. La viejita
ya no estaba, miré para ambos lados
del salón y nada. Cuando estuve a punto
de salir a la vereda pensando en encontrarla
allí, me di cuenta que en la
mesa que habíamos elegido estaba mi
amiga fru-frú. Ella, siempre elegante.
Con los lentes para el sol puestos sobre
la cabeza, me miraba sonriendo. Contesté
a esa sonrisa con una mueca y me
acerqué sigilosamente. Me miraba sorprendida
como si me quisiera preguntar
si me pasaba algo. Lentamente tomé
asiento. Llegó el mozo y dejó los
cortados. Tomamos sin hablar. Ella me
preguntó, ante mi silencio, si todavía
seguía con sueño. Le dije que sí, que no
había dormido bien. Me contestó con
una sonrisa. Enseguida miró su reloj y
me dijo que se le hacía tarde. Nos despedimos
con un beso. No tuve tiempo
de decirle que yo pagaba los cortados.
Ya estaba en la calle.
Quedé solo y pensativo. No entendía
nada. No sabía si lo que había vivido
era real o producto de mi imaginación.
Podría haber sido un mal sueño,
pero después la tuve a mi lado, era de
carne y hueso. Enseguida me vinieron
a la cabeza, antiguos pensamientos aún
no dilucidados del todo por diferentes
pensadores. Si la realidad es la que vivimos
o la que soñamos.
Miré la hora. Ya llegaba tarde al trabajo.
En el camino elucubraría algo para
justificar. Eso sí, nunca jamás le volví
a mencionar el tema de la jubilación.
Es más, no sé si llegó a concretar su trámite.