EL EVANGELIO DEL DOMINGO

Jesús, rechazado por su pueblo - Lucas 4, 21-30

PBRO. MARIO RAMÓN TENTI

Después de narrar el episodio en que Jesús anuncia en la sinagoga de Nazaret, a su pueblo de origen, el cumplimiento de la promesa de salvación hecha por Dios a Israel, Lucas describe las reacciones de la gente al anuncio. Los oyentes comienzan estimando y admirando a Jesús: “estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca”. Sin embargo, inmediatamente cuestionan su procedencia: “¿no es éste el hijo de José?” No creen posible que el Mesías provenga de una familia humilde y que las apariencias de Jesús que no se reviste de poder sino de un amor servicial incondicional que sana y perdona, puedan ser características del Enviado. El cuestionamiento pone al descubierto el conflicto entre el designio de Dios y la voluntad del pueblo. Más aún, el conflicto se amplía cuando compara Nazaret y regiones como Siria y Fenicia, símbolos de un territorio no israelita. Sin dudas aquí ya se deja entrever que el rechazo de Israel no sólo a Jesús sino a sus discípulos hará que el mensaje de salvación sea propuesto a los gentiles. El relato de Lucas señala el paso de la admiración a la indignación. Los que se habían admirado por la enseñanza de Jesús, ahora, indignados, quieren matarlo: “lo echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad para arrojarlo” ¿Cuál fue el motivo por el que Israel no aceptó la buena noticia? Jesús y su propuesta de Reino no se adecuaban a las prerrogativas de los grupos de poder de entonces, más aún, cuestionaba con dureza la práctica cultual que infantilizaba, la normativa legal que hacía esclavos y la utilización del poder político en función de unos pocos y no del pueblo postrado y excluido. Conclusión Ningún profeta es bien recibido en su pueblo. Él pone al descubierto el mundo de mentiras e iniquidades que somos capaces de realizar los hombres. El profeta nos enfrenta con la voluntad de Dios. Pero no siempre estamos dispuestos a aceptarla. Es más fácil echarlo fuera, marginarlo, silenciar su voz. También hoy en la Iglesia y en los grupos cristianos ha dejado de resonar la voz del profeta. Preferimos vivir una religión edulcorante, acomodada a los intereses de la institución y de la sociedad. ¿Se habrán muerto para siempre los profetas? ¿Acaso el Espíritu que animó la vida y el ministerio de Jesús ha dejado de suscitar profetas? Seguramente que no. Andan por ahí, galileando la vida, lejos del poder político y eclesial, pero seguros de su vocación y del anuncio para el cual Dios los ha enviado. Sin profetas la Iglesia estará más tranquila, pero habrá perdido su fuego sagrado, su razón de ser y el espíritu que la conduce.
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