Lectura del santo evangelio según san Lucas 9,22-25
En aquel tiempo, dijo Jesús
a sus discípulos: “El Hijo
del hombre tiene que padecer
mucho, ser desechado por los
ancianos, sumos sacerdotes y
escribas, ser ejecutado y resucitar
al tercer día”.
Y, dirigiéndose a todos, dijo:
“El que quiera seguirme,
que se niegue a sí mismo, cargue
con su cruz cada día y se
venga conmigo. Pues el que
quiera salvar su vida la perderá;
pero el que pierda su vida
por mi causa la salvará.
¿De qué le sirve a uno ganar
el mundo entero si se pierde
o se perjudica a sí mismo?”
Reflexión
Hay males en nuestra vida
que son inevitables, y que
no son provocados por la mano
del hombre: terremotos,
tsunamis, volcanes... Todos
tienen que ver con los límites
de la tierra. Y nadie le echa la
culpa a la tierra cuando, en
esas situaciones, se lleva muchas
vidas por delante. Por lo
general, la culpa se la echamos
a Dios porque no comprendemos,
y nuestra mente
no es capaz de albergar tanto
sufrimiento junto. Muchas veces
el silencio y la oración podrán
paliar el dolor y consolar
al triste.
Sin embargo, en nuestra
vida hay acciones que provocan
daño a nuestros semejantes
directa o indirectamente.
También el mal que padezco
puede ser fruto de mis decisiones.
En nuestras acciones
hay responsabilidad. Las
guerras, los asesinatos, la corrupción,
el someter a esclavitud
a los semejantes, la violencia,
son frutos de nuestras
acciones como individuo, como
sociedad, o como pueblo.
Unas veces porque son acciones
realizadas con nuestras
manos, otras porque las hemos
consentido y nos hemos
vuelto cómplices de ellas.
En la lectura del Deuteronomio,
Moisés hablándole
al pueblo dice: “Hoy te pongo
delante la vida y el bien, la
muerte y el mal”. La vida consiste
en cumplir y obedecer
los mandatos que Dios propone,
amándolo. La muerte sería
olvidarse de Dios, escoger
vivir bajo la prosternación de
otros dioses.
Todo es una elección con
respecto a Dios. Dios no te impone
su presencia. Te propone
la vida con Él. Sin embargo,
como persona, como miembro
de un pueblo o de una sociedad,
has de elegir su presencia
o su ausencia para tu crecimiento.
En muchos pueblos
nace la fe en Dios, en otros va
muriendo lentamente. La fe es
un don que recibes de Dios,
que se acepta o no en libertad.
La vida que Dios te ofrece
con ese don es lo que aceptas
o rechazas.
Pero, ¿si he elegido la ausencia
de Dios? ¿qué sentido
tiene seguir echándole las culpas
a ese Dios que rechazo?
Probablemente sea una justificación
más de mis acciones.
Necesito un chivo expiatorio
para no cargar con las culpas
de mis decisiones. Quizás no
acepte hasta qué punto puedo
llegar a soportar la crueldad
del hombre. Delante de nosotros
tenemos la vida y el bien
para escogerlo y crecer, ¿para
qué optar por lo contrario?
A veces nos conviene la
imagen de un Dios todopoderoso;
ya que, con dicha imagen,
todo el poder, toda la
fuerza, y todo el quehacer se
lo ponemos a Dios desentendiéndonos,
por tanto, de todo
cuanto nosotros podamos
hacer, decir o realizar.
Sin embargo, qué ocurre
cuando Dios no se manifiesta
como esperamos. Ese Dios
no cumple con mis expectativas.
Queremos obligar a ese
Dios que sea como nosotros
esperamos. Por lo general,
cuando Dios no se manifiesta
según nuestras expectativas
nos alejamos, le increpamos,
o lo queremos cambiar como
a cualquier persona o cosa.
En el Evangelio de Lucas,
que la liturgia de hoy nos propone,
Jesús anuncia a sus
discípulos que va a padecer
mucho y va a ser desechado.
Es decir: excluido, reprobado,
desestimado, menospreciado.