Mateo 3, 1-12 Mateo 3, 1-12
“en aquellos días”, pone
en perspectiva del cumplimiento
de lo anunciado
por los profetas,
la predicación y bautismo
de Juan. Se reanuda
así, la historia de la salvación.
Juan proclama en el
desierto de Judea “conviértanse
porque ha llegado
el Reino de los Cielos”.
Alejado de los centros
de poder político y
religioso, en el desierto,
dónde Dios habla al corazón,
Juan anuncia la
necesidad de convertirse
ante la llegada inminente
del Reino de Dios.
La predicación del
bautista es exitosa, muchos,
especialmente el
pueblo sencillo, concurren
al desierto a escucharlo
y hacerse bautizar
en las aguas del Jordán.
Sin embargo, los jefes
del pueblo tienen una
actitud de dureza y rechazo.
A éstos, Juan llama
“raza de víboras” porque
pretenden resguardarse
de la necesidad de
conversión en su legalismo
religioso y en su pertenencia
al pueblo de Israel.
También ellos deben
dar fruto digno de
conversión, adquirir una
nueva orientación de vida
que dé seriedad a su
bautismo. Fariseos y saduceos
no se convierten
porque siguen apoyándose
en sus privilegios
religiosos. “El hacha
ya está puesta a la raíz de
los árboles. El árbol que
no de frutos buenos será
cortado y echado al fuego”.
Con la predicación
de Juan y su bautismo y
la llegada inminente de
Cristo, el juicio se realiza
“ya” contra los hijos de
Israel, por eso la conversión
es imprescindible e
inaplazable.
Juan bautiza con agua
para conversión; pero
aquel que viene detrás
es más fuerte que él. éste
bautizará en Espíritu
Santo y fuego. Es el Espíritu
que ayuda a Jesús a
descubrir y comunicar el
rostro misericordioso del
Padre a los hombres de
Galilea, que lo lleva a tener
gestos de ternura con
su pueblo, cuando sana
un enfermo, perdona a
un pecador y comparte la
mesa con los últimos de
la sociedad. En ese mismo
Espíritu, Jesús bautiza
a sus discípulos, porque
los asocia a su misión
de anuncio de la llega
del Reino de Dios.
Conclusión
Los cristianos hemos
sido bautizados con
agua, sin embargo, nos
hace falta un bautismo
en el Espíritu, que nos
ayude a poner en el centro
de nuestras comunidades
la misericordia
de Dios, que nos ayude
a abrir nuevos caminos
de encuentro con el
mundo y hacia el Reino.
La recepción del Espíritu
puede ayudar a convertir
nuestras comunidades,
dejando el sacramentalismo
que infantiliza, el
rigorismo legal que desdibuja
el rostro de Dios,
y el individualismo religioso
que nos impide vivir
como hermanos y solidarizarnos
con los que
sufren. La Iglesia de Jesús
es la comunidad del
Espíritu, siempre nueva,
transformada, con signos
de conversión pastoral
y renovación de las
estructuras institucionales,
comunidad profética
que anuncia buenas nuevas
que dignifican y humanizan
a los hombres.
Dejar que el Espíritu inspire
y acompañe
nuestras comunidades
de fe, es el
mayor desafío
hoy. ?