La esfinge colla: Historias de la vida de Victorino de la Plaza La esfinge colla: Historias de la vida de Victorino de la Plaza
de la Plaza, salteño de Cachi, nacido el 2 de noviembre
de 1840. Fue también el último presidente constitucional
nacido al norte de Santiago del Estero. La temprana
muerte de su padre lo obligó a colaborar con el sostenimiento del
hogar, ayudando a su madre con la venta de las empanadas, los
dulces y los jabones que ella misma producía. Fue un voraz lector
desde su infancia.
Cuando el gobernador de Entre Ríos, Justo
José de Urquiza, funda el Colegio del Uruguay
en 1849, requirió a las provincias el envío
de sus jóvenes más notables para crear
una élite intelectual del país que aún esperaba
organizarse. Desde Salta llegó Victorino
de la Plaza, convertido en alumno y compañero
de varios de sus futuros compañeros
de lucha política, como Eduardo Wilde, Julio
Argentino Roca, y muchos más que conformaron
el núcleo provinciano de la Generación
del ’80.
De la Plaza logró el título de notario y procurador
otorgado por el Tribunal Superior
de Justicia de Salta, y se especializó en jurisprudencia,
estudiando Derecho en la Universidad
de Buenos Aires, donde se recibirá de
abogado y escribano. Se fogueó como hombre
de leyes, colaborando con Dalmacio Vélez
Sarsfield en la redacción del Código de
Comercio, aprobado durante la presidencia
de Sarmiento. Sus conocimientos económicos
lo convirtieron en un hombre de consulta
permanente y por ello, el presidente Avellaneda
lo nombró Procurador del Tesoro y
luego ministro de Hacienda, cargo que lo enfrentó
a la primera gran crisis de deuda pública
de la república organizada.
En esos tiempos conoció a su esposa, Epifanía Ecilia Belvis,
con quien no tendrá hijos y lo convertirá en viudo muy joven, a
los 35 años. Más adelante vivirá un romance con su ama de llaves,
Emily Henry, que se iba a convertir en la madre del único hijo de
Victorino, Victoriano. No lo reconocerá como heredero, pero vivieron
como padre e hijo.
Su trabajo como abogado de las empresas ferroviarias de capital
británico lo convirtió en un gran negociador. En la crisis de
1890, luego de la renuncia del presidente Juárez Celman, su sucesor
Pellegrini lo nombró a cargo de los pagos de la deuda a los
bancos europeos. Su fría y metódica forma de negociar, sumada a
su capacidad profesional y técnica, hizo que la diplomacia inglesa
lo considerara su mejor alumno. Al enfrentar a los banqueros a
los que el país les debía dinero, comenzó diciendo que era de sumo
interés de la Argentina ocuparse del problema que ellos tenían.
Ante la protesta, él se limitó a contestar que los que no cobraban
eran los bancos. Si la Argentina no pagaba, el perjuicio era
para los acreedores. El mejor alumno se había convertido en el
principal adversario.
El arreglo de la deuda externa estatal se firmó unos años después,
con una gran mejoría de los plazos y de los intereses, muy
favorable a la economía de nuestro país. La actitud de De la Plaza
de permanecer por encima de los conflictos partidarios lo ubicó
en un carácter de respeto y consideración. No se le conocían ni
enemigos ni adversarios políticos y en los albores del siglo XX ya
era legendario su dominio de los gestos. Debido a su rostro indiano
y su capacidad de controlar sus emociones, le decían familiarmente
el “Chino”, pero cuando se lo trataba en su carácter político
lo llamaban la “Esfinge colla”. Fue diputado en varias ocasiones y
el presidente Figueroa Alcorta lo nombró canciller.
El buen concepto que su persona tenía hizo que su candidatura
a la vicepresidencia acompañando a Roque Sáenz Peña fuera
aceptada mayoritariamente, sobre todo porque implicaba compensar
los aires modernistas de su compañero de fórmula. Llegó
a la segunda magistratura del país con 69 años, y se convirtió en
un eficaz colaborador del presidente, aunque no compartiera algunos
aspectos de sus políticas. Es uno de los pocos casos en la
historia argentina de un vicepresidente leal al primer mandatario.
Solía caminar por las calles porteñas con su amigo Benito Villanueva,
lo que les valió el mote de los “solterones alegres”. Como
vicepresidente inauguró la línea A de subterráneos de Buenos Aires,
la primera del mundo en una ciudad de habla hispana.
La enfermedad de Roque Sáenz Peña y su muerte le dieron a
Victorino de la Plaza una relevancia inesperada. Asumió la presidencia
el 9 de agosto de 1914, año en el que murieron tres presidentes:
Sáenz Peña, Roca y Uriburu, un canto de cisne para la Generación
del ’80. En esos tiempos gobernaba la provincia de Santiago
del Estero el Dr. Antenor álvarez, por entonces se construyeron
los primeros desagües pluviales de la ciudad de Santiago, se
fundó la Biblioteca “9 de Julio”, se inauguró la Escuela “Del Centenario”
y el canal de Tarapaya a Villa San Martín, y sobre todo se
libró un combate exitoso contra el paludismo y el tracoma, enfermedad
que provocaba ceguera en un segmento importante de la
población.
La gestión de De la Plaza se vio enormemente
dificultada por el inicio de la Gran
Guerra Europea, la Primera Guerra Mundial,
al mismo tiempo que su presidencia. Tuvo
que tomar medidas muy duras de economía,
ya que en esos tiempos los ingresos del Estado
dependían del comercio exterior, que se
derrumbó como consecuencia de la guerra.
Se produjo la más grande deflación (caída de
precios) de la historia argentina, y como un
hecho casi gracioso, la supresión del té de la
tarde a que tenían derecho los empleados estatales,
provocó la primera huelga estatal del
país. Recién en 1919 el presidente Yrigoyen
restauraría el té, aunque permitiendo elegir
el mate cocido. A pesar de los problemas, pudo
mantener la neutralidad argentina en el
conflicto, y se equilibraron las cuentas externas,
permitiendo que las embajadas argentinas
en Europa se convirtieran en depositarias
del oro que los habitantes quisieran confiar
a nuestro país. Fue más el oro depositado
en las oficinas argentinas que en las estadounidenses.
Como presidente sus logros más importantes
fueron la inauguración de la Estación
Retiro del entonces Ferrocarril Central Argentino,
el mismo de la estación que hoy es el edificio del Fórum,
en Santiago del Estero, y de la primera línea ferroviaria electrificada
de trocha ancha del mundo, la creación de la Caja de Ahorro
Postal, la concreción del tercer censo nacional que dio una cifra
asombrosa: 8 millones de habitantes. La Argentina, sólo cuarenta
años antes, tenía sólo 2 millones. Nunca en la historia se dio un
incremento poblacional como éste en tan poco tiempo.
Los viejos dirigentes conservadores vieron el riesgo de aplicar
la ley del voto secreto, obligatorio y universal en las elecciones
presidenciales. Le propusieron a De la Plaza cambiar la ley electoral.
El estadista afirmó haber sido elegido para seguir el plan
de gobierno del presidente Sáenz Peña, y aunque no estuviera de
acuerdo, no era quien para modificarlo. Además dijo: “Hicimos
tan bien las cosas durante tanto tiempo, que la gente va a seguir
confiando en nosotros”. No fue así y en 1916 los radicales, por primera
vez, llegaron a la presidencia de la mano de Hipólito Yrigoyen.
De la Plaza se comportó como un caballero: en la Casa Rosada
le entregó los atributos del poder a Yrigoyen, a quien conoció
en ese momento. Volvió a su casa de la calle Libertad, caminando,
en medio del público, de galera y bastón.
Donó a la Universidad de Buenos Aires $ 50.000 para agradecer
a la institución su formación, que le permitió servir al país como
funcionario fiel. Sus libros fueron destinados a la Biblioteca
Pública de Salta, su provincia. Murió el 2 de octubre de 1919, y su
nombre es el de muchos pueblos y ciudades, calles y avenidas, escuelas
y bibliotecas.








