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EL LIBERAL . Santiago

MAGNICIDIOS EN ARGENTINA: UN HECHO POCO COMÚN

04/09/2022 04:46 Santiago
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MAGNICIDIOS EN ARGENTINA: UN HECHO POCO COMÚN MAGNICIDIOS EN ARGENTINA: UN HECHO POCO COMÚN

E l episodio de este viernes pasado que culminó con la tentativa de asesinato de la vicepresidente Cristina Fernández de Kirchner, repudiable en todas las formas posibles, obliga a indagar en los hechos de violencia de los que fueron protagonistas involuntarios los mandatarios argentinos. La Argentina, desde los tiempos de la Constitución Nacional tuvo escasos episodios que hayan poder terminar en magnicidios. Por caso, Estados Unidos de América presenció la muerte violenta de cuatro presidentesdurante su mandato, y Rusia vio asesinar a varios zares y primeros ministros entre 1850 y 1918. Si se suma a algunos países sudamericanos con tragedias similares, la historia nos permite afirmar que nuestro país no se caracteriza por los magnicidios, aunque sí los hubo.

Vale aclarar que este artículo relatará atentados fracasados, dejando para otro momento los magnicidios, tales como los asesinatos de Justo J. de Urquiza en 1870, y de Pedro E. Aramburu un siglo después, como también la descripción del brutal intento de magnicidio contra Juan D. Perón, que derivó en el bombardeo de la Casa Rosada y sus alrededores en 1955.

La sordera de Sarmiento

La noche del 28 de agosto de 1873 Domingo Faustino Sarmiento se dirigía en su carruaje rumbo al encuentro con su amada Aurelia, hija de su amigo Dalmacio Vélez Sarsfield, viaje que hacía sin custodia. Al llegar a la esquina de las actuales Maipú y Corrientes, tres forajidos llamados Francisco y Pedro Guerri, y Luis Casimiro dispararon sus trabucos al paso del presidente, fracasando el atentado por la explosión en su mano del arma de uno de los atacantes. Capturados por la policía, los tres delincuentes confesaron haber sido contratados por un tal Aquiles Seabrugo a cambio de $ 10.000 de entonces, que les fueron prometidos y nunca pagados por el atentado fallido.

Lo curioso fue que Sarmiento, que padecía una sordera pronunciada, nunca escuchó los disparos y recién se enteró de lo ocurrido cuando llegó a la casa de los Vélez, quienes se encontraban preocupados por su vida. La investigación logró descubrir que los malhechores respondían a un agente de Ricardo López Jordán llamado Carlos Querencio, quien sería asesinado más adelante en Montevideo por el antedicho Seabrugo. El sanjuanino siempre decía lo mismo recordando esa noche de agosto de 1873: “Ese fue el mayor peligro que corrí”. Fue el primer atentado contra un presidente en funciones.

Roca, el cabeza dura

El 10 de mayo de 1886, a las tres de la tarde, el tucumano Julio Argentino Roca se dirigía al antiguo Congreso Nacional, ubicado frente a la Casa de Gobierno, para abrir las sesiones ordinarias. Frente a la puerta, un sujeto llamado Ignacio Monjes le propinó un golpe en la cabeza con un adoquín, logrando hacer trastabillar al presidente, y cuando venía el segundo piedrazo, el ministro Carlos Pellegrini tomó del cuello al agresor y lo redujo, entregándolo a la policía.

Roca, con la cabeza sangrante, fue curado por Eduardo Wilde con un llamativo vendaje, y aún aturdido, improvisó diciendo: “un incidente imprevisto me priva de la satisfacción de leer mi último mensaje que… dirijo al Congreso de mi país. Hace un momento, sin duda un loco… me ha herido en la frente no sé con qué arma”. Ese corto discurso terminó con una frase conciliadora: “Me retiro sin odios ni rencores, ni aún para el asesino que me ha herido”. Este episodio ha quedado inmortalizado en un cuadro de Juan Manuel Blanes colgado hoy en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso. Varios años después el propio Roca intercedió por Monjes y logró su indulto en 1895. Roca volvería a ser atacado en 1891, pero ya entonces era sólo ministro. Un balazo entró por la parte trasera de su carruaje y pasó a centímetros de su cuerpo. El tucumano hizo colocar en el agujero producido por la bala una placa de bronce con la fecha del episodio, que aún puede contemplarse en el vehículo conservado en el Museo de Luján.

Los tiros a Quintana

El 11 de agosto de 1905 el mandatario más elegante de nuestra historia, el porteño Manuel Quintana, se dirigía hacia la Casa Rosada. Al llegar el carruaje a la esquina de Maipú y Santa Fe, en la plaza San Martín, un catalán anarquista de 23 años llamado Salvador Planas disparó dos veces contra el presidente. Los hombres a cargo de su custodia cubrieron a Quintana, quien aturdido preguntó qué estaba pasando. El edecán José Donato álvarez se arrojó del vehículo y logró reducir al atacante, que fue detenido.

Sin duda a causa de la tensión producida, al llegar al cruce de Florida y Tucumán el cochero no pudo controlar los caballos, que rodaron por el empedrado. Inmediatamente el edecán detuvo un “victoria”, una suerte de taxi a caballo, al que subió al primer mandatario y lo llevó sano y salvo hasta la Casa Rosada, donde sus colaboradores, asustados por las versiones que daban muerto a Quintana, mostraron su alegría y lo aplaudieron al llegar. Ocho meses después moriría el jefe de estado, pero de causas naturales y en románticos brazos, pero esa es otra historia.

Figueroa Alcorta y su patada

El 28 de enero de 1908 llegaba a su casa en la calle Tucumán 848 el presidente José Figueroa Alcorta en medio de una lluvia persistente. Unos días antes se había recibido en el domicilio un obsequio frutal que contenía una bomba. Eso hizo aumentar la custodia del cordobés que gobernaba el país. Al descender éste de su carruaje, un joven oculto en un zaguán cercano le arrojó un paquete a los pies de Figueroa Alcorta, quien al ver que salía humo del bulto rápidamente lo pateó al medio de la calle. Los policías que lo cuidaban arrojaron un balde con agua que apagó el artesanal explosivo.

Un vigilante, Luis Ayala, persiguió y capturó al salteño Francisco Solano Rojas, quien confesó el crimen y recibió por ello veinte años de cárcel. Sin embargo en 1911 logró escapar por un túnel de la Penitenciaría Nacional junto a Planas, el atacante de Quintana, y nunca más se supo nada de ellos. Seguirían tiempos convulsos: el 13 de noviembre de 1909 el jefe de policía, coronel Ramón Falcón, moriría con su secretario Juan Lartigau por la bomba que les arrojó el anarquista Simón Radowitsky en la esquina de Quintana y Callao, y el 26 de junio de 1910 otro atentado tuvo lugar en el Teatro Colón.

De la Plaza y su humor

El 9 de julio de 1916 la República Argentina celebraba el Centenario de la Independencia con festejos bastante modestos comparados con los de 1910, a causa de la Primera Guerra Mundial. El presidente Victorino de la Plaza presidía un imponente desfile militar desde el balcón de la Casa Rosada. Miles de ciudadanos colmaban las calles y cuando el paso de las tropasestaba terminando, un joven en medio de la multitud disparó hacia donde se encontraba De la Plaza, errando el tiro y destruyendo parte de una moldura de mampostería. Quienes lo rodeaban intentaron linchar a Juan Mandrini, que fue rescatado por la policía. Los festejos siguieron adelante y a la “Esfinge Coya”, apodo con que seconocía a De la Plaza por su rostro poco expresivo de rasgos indianos, no le afectó en nada lo acontecido. Sólo comentó con cierta ironía que: “Debería ir preso no tanto por el disparo sino por ser tan mal tirador”. A Mandrinile hicieron una pericia que determinó su escaso raciocinio y la conciencia de sus actos. Lo condenaron a un año y ocho meses de prisión, que cumplió en una alcaidía policial.

Una Nochebuena agitada para Yrigoyen

En su austera casa de Brasil 1039, Hipólito Yrigoyen abordó un automóvil para ir a la Casa Rosada. Eran las once de la mañana del 24 de diciembre de 1929 y viajaba junto a su chofer Eudosio Giffi, su médico Osvaldo Meabe y su jefe de custodia Alfredo Pizzia. Apenas transitados cien metros Gualterio Marianelli disparó varios tiros contra el presidente. El comisario Pizzia fue gravemente herido en el abdomen, pero pudo repeler el ataque junto a varios policías que corrieron hacia el lugar. El malhechor fue abatido y murió en el acto no sin antes herir a otro vigilante.

La investigación posterior descubrió que el delincuente tenía 44 años, era italiano, mecánico dental, anarquista y había practicado tiro en los días anteriores al incidente. En su lugar de trabajo se encontró un testamento donde legaba todo a su concubina: “pues circunstancias de la vida pueden colocarme en situación de no volverla a ver”. Como curiosidad el propio presidente escribió el informe de lo acontecido, rememorando sus tiempos de comisario en Balvanera. Los heridos se recuperaron, pero Yrigoyen sería derrocado nueve meses después. La Corporación de Protésicos Dentistas colocaría en 1931 una placa en la tumba del agresor de bastante mal gusto: “A Gualterio Marinelli - Vox populi, vox dei. ¡Salve!”


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