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EL LIBERAL . Viceversa

Detrás de las intenciones

28/10/2017 21:22 Viceversa
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Detrás de las intenciones Detrás de las intenciones

—¡Apuren! ¡Apuren! En quince comenzamos

—gritó el hombrecito apoltronado

en el sillón.

Y así fue. Matilde apenas pudo empolvar

la cara de Francisco, quien con

gesto arbitrario e indiferente, pretendía

ocultar ese otro rostro, tembloroso

de vergüenza. Empeñado en el rescate

de su cordura, Francisco fue Francisco.

Y conservando intacta la sangre de conquistador

español, empuñó la espada y

comenzó su historia:

Llegó a mediados de 1553, y mudó

esa otra ciudad de Barco III, trasladándola

un cuarto de legua hacia el

noroeste, siempre al lado del Río Dulce

y la rebautizó. “Santiago del Estero del

Nuevo Maestrazgo” .

Echó una mirada a los presentes y

les dijo: “Desde esta ciudad se fundarán

las demás ciudades. Se recordarán

los nombres de sus protagonistas,

los acontecimientos reales, los finos

detalles que se hilvanan en el tiempo,

para que la historia no sea una vagabunda

de datos ficcionales ni el antojo

de un loco historiador”. Además, yo,

Francisco, agrego con la voz del historiador

catamarqueño Armando Bazán,

que “la historia argentina no será

verdaderamente nacional mientras no

sean debidamente conocidas las historias

provinciales y gracias a ellas podamos

valorar la participación decisiva

que tuvieron las provincias en la

formación de nuestra patria”.

—¡Qué hace este tipo! ¡Qué dice!

¿Está delirando? ¡Corten! ¡Corten!

El sopor de la siesta y la actuación

fuera de los márgenes del guion hizo

que el director, que estaba apoltronado

en el sillón, se parara de un brinco

que pareció provocado por el peso de

su nariz. Volteó los anteojos y, más contrariado

aún, les gritó que retornaran al

libreto. Que basta de improvisaciones

con pretensión de salvataje. Que, al fin

y al cabo, la historia no está compuesta

de intenciones. Y Francisco volvió a

ser Francisco, el fundador. Y continuó

la escena.

Clavó el rollo de justicia, sin la presencia

de sacerdotes. Y mientras repetía

el nuevo nombre para su ciudad, se

plantó el madero grueso. Y así, la otra

ciudad, la de Nuñez de Prado, era borrada,

y eliminados todos los vestigios

de esa vez.

En secreto, con un gesto sonoro y

prolijo, Francisco envolvió esas actas

capitulares que daban cuenta de esa

otra ciudad fundada, de sus mudanzas

y de la que él mismo inauguraba, para

enviarlas a…

—¡Corten! No, no, no. No. Así no

quiero que se desarrolle esta primera

escena. Mejor vamos por la primera

fundación.

Y ahí estaba, otra vez, bullicioso, ese

tal Juan Nuñez de Prado, haciéndose

el capitán designado por el Virrey para

la conquista y fundación de la primera

ciudad española. Adelantándosele.

Simpático. Sonriendo. Dejándose

maquillar por Matilde. Permitiéndole

acomodar el casco, sacudir el polvo de

la armadura, con esas manos dulces y

esos dedos finos. Alistando al conquistador,

el iniciador de la trama de ceremonias

solemnes (tres, como si una no

le bastara).

Ahora, Nuñez de Prado, montado en

su caballo, aparecía ante las luces de las

cámaras, reflejado en la esbeltez de su

armadura, mientras el sonido de clarines

jugaba con el viento rojizo de la tarde.

El fundador, con la cabeza descubierta

y la espada en su mano derecha,

hacía el juramento y mandaba a colocar

el rollo de justicia.

Concentrado en la ceremonia, echó

la espada al aire y sobrevino una danza

certera de cortes invisibles y nadie contradijo

esa fundación. Se escuchó una

voz quebrada y estertórea que repetía:

“Por Dios, España, y el rey, la ciudad del

Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago

del Estero”. Y sonaron las trompetas

y la insignia militar ondeó movida por

el mismo viento rojizo de la tarde. Y hubo

una ciudad inventada con barro y

paja. Y con el mismo entusiasmo, decidió

las mudanzas. Una y otra vez. Ya

instalados sobre la margen del Río Dulce

y luego de una marcha agotadora,

llegó el tiempo de Francisco de Aguirre,

el poblador.

—¡Francisco! A escena. ¡Ahora!

Y ahí estaba, otra vez, Francisco, ocultando

el temblor tras los visajes de coraje.

Supo que no iba a pasar lo mismo. No.

No. No. No. La próxima oportunidad en

la que Matilde empolvara su cara, él no

disimularía, con un mohín de hombre

adusto, ese rostro interior enrojecido. La

próxima vez, tragaría la lava de esa volcánica

timidez y derretiría el fuego de

las entrañas. Supo, por fin, que hablaría.

Que tal vez, llegaría a tiempo para desnudar

sus intenciones frente a Matilde. Que

al fin y al cabo, se animaría a ser el primero,

al menos, una vez. l

Cuento ganador del Primer

Premio de Cuento, en el Concurso organizado

por la Sade filial Santiago del

Estero y Summa colectivo de

arte, octubre de 2017.

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