Poesía de Elisa Píccoli Poesía de Elisa Píccoli
Acontecimiento
Pensarte. Y ahogarme
como si me hubieses puesto
tu palma abierta
en el altar del pecho.
Hervir, sin los extremos,
fogata envuelta en nieve,
bombón de infierno,
camino largo.
Morir. Y despertar
en un océano de orillas imposibles,
los labios secos
los labios dulces
los labios húmedos
los labios perdidos
los labios ajenos.
Naufragar,
aferrados al misterio,
la piel en sal,
como la carne que se guarda
para luego.
Mejor después.
Esperame que después...
vendrá la noche,
vendrá la lluvia,
vendrá el deseo,
vendrá la magia,
vendrán tus ojos recorriéndonos
cerrados,
vendrán palabras tocándonos a
cielo,
vendrá la música,
vendrán los gritos,
vendrán las flores,
vendrá la risa,
vendrá el dolor,
vendrá el placer
y son la misma muerte
vendrá la paz y el cuadro en el
espejo.
Vendremos, como un bote.
Vendrás, como una carta.
Lo que no llegará será la isla.
Lo que no vendrá, será el olvido
La presencia del mar
Distante o cercano,
viene en brisa,
ligero
a tocarme,
a besarme
de adentro hacia afuera,
a rozarme los hombros,
desordenarme el pelo.
Viene para hacerme bella,
para hacerme libre,
para que me comprenda
por un momento solo,
mas para siempre sola,
por todos los tiempos.
Eternamente,
no se ha detenido
ni se detendrá.
No se hastía de mí,
ni de mis muslos,
ni de los barcos
rendidos a su oleaje,
ni de las cosas que subyacen,
infinitas,
antiguas,
luminosas.
Le son indiferentes
los faros,
las boyas,
los rompeolas,
las banderas de advertencia.
Vive en los arrecifes,
se nutre de su espuma,
se ríe de las velas
ingenuas
que pretenden marcar curso
a los veleros.
Se sabe poderoso.
Se sabe irresistible.
Podría matarme:
como un bote,
volverme boca abajo;
como una balsa,
dejarme a la deriva.
Mas prefiere
jugar con mis perfiles,
envolverme,
sin emplear nada más
que su aliento
de inmensidad,
de bruma,
su frialdad
que se evapora
a la merced
de mi piel de caldera.
Se sabe omnipotente.
Se sabe imponderable,
pero me busca
distante o cercano,
para tocarme,
para besarme
de afuera hacia el centro,
para rozarme las manos
y organizarme el pelo,
para hacerme cruel,
hacerme peligrosa,
para sufrir, sabiendo
que quien ha visto el mar
ha cambiado para siempre,
y que también
el mar habrá cambiado.
Tampoco él
podrá olvidarme,
cuando acuda
distante, cercano
a por mí
hasta el balcón de la brisa,
y ya no me encuentre.
Estaré sola,
y el mar
se partirá en estallidos de sal,
llorando mi ausencia.
Rebelión
Sí, ya sé,
que el tiempo pertenece al corazón.
Entonces que se duerma
dentro de él,
que se malmuera,
que no me diga que afuera
no hay amor.
No escucho voces de sabios,
no entenderé razones.
Voy a ejercer contravientos
mi derecho a la tristeza.
Y cuando el burdo regimiento
de sonrisas
pretenda reclutarme,
alzaré mi rebelión
envuelta en la bandera de las
lágrimas.
Nada impedirá
que me llore a bocajarro.
Nadie evitará que mi ser se
despedace.
Palpitar esta impiadosa angustia
es mi libertad última.
No permitiré que me condenen
a la alegría perpetua.
Destellos
No importa que sea breve el beso
de tu boca,
si sabe a mediodía,
si precipita en fúlgido aguacero;
importa, sí, la tenue pincelada
y la estela que dejas en mis aguas;
no por fugaz el rayo es menos
majestuoso,
ni por corto el suspiro, menos
melancolía
la que se añade al cielo.
No por breve deja de ser bello
Febrero.
Alucinada
Noche roja, espesa,
de lánguidos comienzos de
poemas
y suicidios, de mórbidas batallas.
Secretamente la luna continúa
en su incógnita misión de encantamiento,
embozada en mantos
de escarlata y añejo terciopelo.
Lo inunda todo un efluvio de
vinos,
que a la tierra se adhiere,
y se eleva en vapor purpurino.
El grisáceo ondular de la niebla
sobre el asfalto es reflejo y
cascada.
Deslumbrante.
Engañoso.
Como el violeta mirar de las
hadas.
Las manos de la noche
te acarician la espalda.
(Rojos dedos con uñas de plata,
tenaces y afiladas)
No morirás esta noche, bien lo
sabes,
pero te asfixia la calle empolvada,
y te enceguece el fulgor de las
aceras
mentidas y calladas.
No morirás: la luna lo promete
al derramar su hechizo como
néctar
en tu perfil sombrío de cariátide.
La Casandra celestial te garantiza
una noche más,
pero no te augura la sonrisa.
Y los caireles de gules de la
bruma
siguen rodando, sólidos y densos.
Siguen cayendo en el cuenco que
la noche
ha formado con sus palmas y sus
dedos.