Ámense los unos a los otros Ámense los unos a los otros
En nuestra cultura actual, al igual que en
tiempos de Jesús, el amor se entendía de un modo
muy diferente a como lo vivió y enseñó el profeta
de Nazaret.
El amor es entendido de un modo utilitario,
interesado, ligado casi exclusivamente a los deseos,
desarrollando conductas narcisistas y
egocéntricas.
Jesús vivó esta dimensión humana desde
otro lugar.
él se acerca a las personas para
ayudarlas, sin esperar nada a cambio, por el solo
hecho de hacerles el bien, de dignificarlas: cura
a los enfermos, perdona a los pecadores, come
con los pobres, incluye a los últimos de la sociedad
como a las mujeres y los niños, crea a su
alrededor círculos de empatía y amistad como
nunca se había visto antes.
Enseña a sus discípulos que el amor es servicio,
por eso les lavó los pies en la cena de despedida
antes de dar su vida en la Cruz. Con este
gesto, quería enseñarles que entre ellos debían
hacer lo mismo: lavarse los pies unos a otros
como gesto de amor. Por eso, inmediatamente
después Jesús dejó el más grande mandamiento
que alguien pudo enseñar jamás: “ámense los
unos a los otros como yo los he amado”. Es cierto,
que antes de Jesús varios “rabí”, maestros,
habían enseñado amar al prójimo, pero nadie
nunca enseñó amar “hasta dar la vida” como lo
hizo Jesús no sólo con palabras sino entregando
su propia vida en la cruz. Y este amor, donativo,
no era solo para los que pertenecían a su grupo
de seguidores o discípulos sino para todos. El
amor de Jesús trasciende los círculos de la sangre,
raza, religión y se abre al universo entero.
Es este amor que pide a los discípulos practicar:
“En eso sabrán que son mis discípulos”.
La carta de presentación de los cristianos es
el amor, es nuestra identidad. Cuando amamos
a los demás hasta dar la vida hacemos creíble
el mensaje que predicamos y abrimos de par
en par las puertas de la Iglesia, para que todos
los que deseen puedan entrar. ¡Quién no quiere
ser parte de una comunidad donde el amor es
el centro de su vida! ¡Quién no quiere servir allí
donde se respira un clima de fraternidad!
Conclusión
Uno de los dramas de nuestras comunidades
hoy es que las personas no nos conocemos, vivimos
un cristianismo a la carta, es decir, sólo
según nuestras necesidades y gustos.
Somos parte de un grupo, pero no de una
comunidad de hermanos. Participamos de las
celebraciones, de la evangelización y de otras
acciones eclesiales, muchas veces sin conocernos
y más aún sin amarnos. La fe sin amor es algo
vacío, superficial. Sería bueno volver a considerar
esta maravillosa enseñanza de Jesús:
amarse los unos a los otros. Que nuestras comunidades
sean espacios de amor, de fraternidad,
de inclusión, donde todos vivamos con alegría
siendo así testigos de la presencia del Reino
de Dios en el mundo. Que juntos, podamos construir
la cultura del encuentro y de la paz tal como
lo sueña el Padre Dios.