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Escenarios salvajes para las democracias pluralistas

03/06/2022 10:35 Opinión
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Escenarios salvajes para las democracias pluralistas Escenarios salvajes para las democracias pluralistas

Por Enrique Zuleta Puceiro

En la teoría y técnica del diseño de escenarios estratégicos  se denomina como  “escenarios salvajes” (wild scenarios) a aquellos escenarios que se plantean al margen de todas las variables consideradas en la construcción de escenarios estratégicos. Son escenarios que superan todo lo normalmente previsible. Como tales, irrumpen y se instalan abruptamente. Obligan a repensar una problemática desde cero y a buscar evidencias que permitan superar el impacto sobre las variables tenidas en cuenta hasta el momento. En los estudios de estrategia internacional de los años 70, un wild scenario era, por ejemplo, una posible muerte súbita de Fidel Castro. Ya en las estratégicas de los años 80 un escenario de este tipo era el que se planteaba a partir de la idea del todo improbable de un derrumbe del comunismo. En el primer caso, fue un escenario que no ocurrió jamás y en el segundo, precipitó, a partir de la caída del Muro de Berlín, una alteración sustancial de todo lo que venía pensándose desde la Segunda Guerra Mundial.

El resultado de las recientes elecciones colombianas  configura un escenario de este tipo, como ocurriera ya antes en el caso de la virtual desaparición política de la Concertación chilena y el desenlace ulterior del proceso constituyente chileno, la desaparición de los tres grandes partidos mexicanos y la victoria del Morena de Lopez Obrador en México, las elecciones en Perú,  Ecuador y otros casos centroamericanos, para no mencionar algunos de los que ofrece el accidentado paisaje de las democracias actuales en América Latina. Ninguna teoría previa, ninguna evidencia siquiera remota, podría haber llegado a especular con la súbita desaparición del sistema de partidos y la emergencia de un grupo de liderazgos disruptivos capaces de imponer una nueva agenda, absolutamente nueva.

Ese tipo de escenarios es el que vuelve a instalarse a partir del caso colombiano. Queda una vez más claro el fracaso estrepitoso de la mayor parte de las ideas acerca de la relación entre desarrollo económico y democracia que ha venido inspirando los paradigmas del desarrollo político desde al menos los años 60.

La realidad ha vuelto a derrumbar la suposición de que el desarrollo económico es la vía automática para un proceso de modernización y, de allí,  para la consolidación gradual de regímenes políticos pluralistas inspirados en la libertad económica, la apertura de los sistemas políticos y la vigencia del Estado de Derecho. Esta fue la idea que inspiró durante décadas toda la acción de ayuda al desarrollo de Estados Unidos, la Unión Europea y los organismos multilaterales globales, desde la Alianza para el Desarrollo hasta el llamado Consenso de Washington y, en especial para los casos de Chile y Colombia, con el apoyo entusiasmado e incondicional a la experiencia aperturista de la Concertación chilena o el Plan Colombia.

Las experiencias estrella de Chile y Colombia desmienten estas premisas convencionales. La prosperidad económica ha resultado insuficiente para administrar con éxito los frutos del crecimiento. Mas, bien al contrario, profundizó desigualdades y asimetrías sociales, generó una agenda de necesidades básicas insatisfechas y exasperó un clima de rechazo social que han ganado a los sectores medios de la sociedad. La indignación se ha canalizado bajo la forma de niveles crecientes de polarización social y política y ha terminado forzando la búsqueda de soluciones desesperadas que parecen retrotraer a los sistemas políticos a un punto cero, de perspectivas cada vez más inquietantes.

El problema no parece estar tanto en la legitimidad de la democracia entendida en términos de aspiración y valoración moral, como en su capacidad y eficiencia para acreditar resultados tangibles. Es una crisis de vigencia y efectividad de sus promesas y, sobre todo, de desempeño de la política profesional.

Al cabo de varias décadas de promesas y frustraciones, a cualquier ciudadano del mundo le queda hoy muy claro que la eficiencia no es patrimonio de las democracias. De hecho, un buen número de países autocráticos encabezan los procesos de desarrollo y desafían la idea de que con la democracia se cura, se educa o se come. La ineficacia social, deslegitima al poder político, destroza su autoridad moral y abre las puertas a procesos de descomposición política y generación de alternativas autoritarias que nos devuelven al estado de naturaleza.

La elección colombiana ha hecho desaparecer el sistema de partidos, tal como ocurrió recientemente en experiencias tan disimiles como la Francia de Macron, el México de Lopez Obrador, el Perú de Castillo o la mayor parte de las democracias del Este Europeo, ejemplos que el hasta ahora resiliente sistema de coaliciones argentinos debería considerar con máxima atención, prudencia y sentido de la realidad, sobre todo en tiempos de máxima ineficiencia como la que revelan los sucesivos gobiernos de los últimos años.

Iguales causas bien pueden producir iguales efectos. Lo que hoy determina la fortaleza de un sistema político es, sobre todo, su capacidad para garantizar la sostenibilidad hacia el futuro de los equilibrios sociales.

El riesgo mayor está en que no solo fracasan los partidos. Sería lo de menos. Fracasa también el sistema democrático. El vacío que se abre es ocupado por liderazgos personalistas, que ganan apoyo social gracias precisamente a su capacidad para cuestionar las bases del sistema democrático. En una sociedad que deja de compartir valores comunes que trasciendan a la vida política, todo vale. En particular la negación de toda regla de juego, la cancelación de los adversarios y la entronización de un nuevo olimpo de dioses, símbolos e ilusiones colectivas.

En una sociedad que se sumerge en la recesión económica y social, el futuro deja de estar garantizado. Declina la participación ciudadana y cunden  la desconfianza y la decepción. En este marco de alienación política, se multiplican las razones para patear el tablero. Particularmente si la dirigencia profesional se encierra en un círculo cerrado de autosatisfacción, ensoberbecida por una falsa ilusión de éxito.

Se trata de escenarios salvajes, que desafían todo pronóstico o previsión  estratégica. Como tales, están desafortunadamente fuera de las posibilidades de percepción de una clase política desmemoriada y carente de una visión comparativa. La democracia es una planta rara, cuyo cultivo es cada vez más difícil, sobre todo en condiciones extremas como las que viven hoy el sistema internacional, ya en plena eclosión de un nuevo ciclo de la globalización


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