Malicia con aroma de café Malicia con aroma de café
de su desnudez otoñal, al mismo
tiempo que un viento de risa asmática
intentaba alejar sus hojas. Me acerqué
a él con un miedo extinto y me
senté al borde de su cantero, recordando
cuando joven, tal vez tendría
unos veintidós años, me ocurrió de
encontrarme con ese extraño sujeto.
Vestía como si de un tanguero se
tratase y fumaba un habano del tamaño
de mi mano. Recuerdo esa inconfundible
fragancia a nicotina con notas
de café molido.
Expulsó el humo de sus pulmones,
carraspeó tres veces y como si su voz
ronca produjese un eco en las profundidades
de su cuerpo, pronunció en
un lamento sereno: “¡Ay pibe!... Qué
terrible resulta ser testigo de tanta indiferencia.
Acostumbrados a ver como
el pez gordo se come al chiquito.
Y todos haciendo la vista gorda, ignorando
el dolor ajeno, queriéndolo enterrar
—respiró con profundidad y cerró
con un quejoso...— ¡Por Dios!”
Recapitulé en sus palabras, tratando
de interpretar qué era lo que
me quería decir con eso. En primera
instancia no lo concebí como el
delirio de un viejo desconocido. Había
cierta profundidad en su plática
que me atraía, una verdad con gusto
a experiencia que supe comprender.
Yo también, de vez en cuando,
dependiendo de cómo el bobo se sintiera,
solía tomarme un tiempo para
reflexionar sobre las penas que da la
vida, o sobre la vida que vale la pena.
Pero de todos modos algo no me cerraba.
Presentía un condimento extraño
en sus palabras que me dejaba
intranquilo, con un malestar en las
entrañas.
“Mira aquellos pequeños, los que
juegan en la arena... ambos se divierten
como si de grandes amigos se trataran,
pero en realidad, acaban de conocerse.
Los niños, a diferencia de
nosotros, son tan espontáneos, tan
frescos y confiados. Y sin embargo,
sin que ellos lo sospechen, algo terrible
están haciendo: aprenden a dominarse
el uno al otro.
Un claro ejemplo es lo que está a
punto de ocurrir.
Pronto ambos correrán hacia el tobogán
y pelearán por tirarse primero.
Naturalmente el más fuerte ganará...
y es allí donde mis manos equilibran
la balanza, donde el alma mortal consagra
su venganza”.
El cambio abrupto en su tono de
voz me había llenado el cuerpo de una
tensión incalculable. Estuve a punto
de ponerme de pie y alejarme, pero
fue pura intención, permanecí rendido
a la expectativa de un vaticinio especulador
y perverso.
Los niños forcejeaban sobre la base
metálica de los juegos. De pronto,
el más grande empujó al otro haciéndolo
retroceder y acto seguido, con
la rapidez del travieso, se deslizó por
el tobogán, canturreando su victoria
con un retintineo molesto.
Pensaba en la coincidencia, tal vez
débil, que el sujeto del habano había
proferido, cuando unas palabras
próximas a mi oído me anunciaron:
“Ahora viene lo mejor”. Y aunque su
vozarrón me tomó por sorpresa, no
pude reaccionar ni moverme. Desgarré
mis uñas sobre el banco de cemento,
incluso comencé a temblar,
pero no logré zafarme, algo invisible
me sujetaba con una fuerza anómala
que vulneraba mi libertad, mi existencia.
Y poco a poco, todo se enlenteció
de forma siniestra. La luz que sobre
la tierra caía con alegría parecía
deteriorarse en la desesperanza de un
paisaje inhóspito, incluso el aire que
respiraba comenzaba a sulfurarse.
El niño que aún quedaba arriba
del tobogán, sufrió de forma repentina
la desfiguración en sus inocentes
ojos. Miró a su amigo quien todavía
se mofaba, y sin más, se lanzó sobre
él, en un deslizamiento semejante al
arrastre irascible de una cobra.
Un impacto que descongeló el
tiempo y que a la vez me aprisionó
en un eterno recuerdo que revivo cada
vez que me acerco al mismo árbol,
que me siento en el mismo cantero. El
niño embestido llorando, con la nariz
ensangrentada de un rojo demoniaco,
en cambio el otro, con el inconfundible
rostro del confundido, volviendo
en sí... tosiendo, tal vez arena, o tal
vez un humo... con aroma a café.l