Golosinas
Por Nicolás Jozami. Escritor.
Cada uno tiene las suyas, las preferidas, las que le gustaban de chico y que de adulto no puede entender cómo las comía (¿los caramelos media hora?), las que persisten de adulto, y que se comen en secreto, las que se comen en secreto, siempre, que son como un ritual de la soledad, las de verano e invierno, las que hacen ruido al abrirse, las que se les saca el envoltorio de un tirón, las de panadería, de almacén, de vacaciones, las que pueden colaborar a completar una comida frugal y las que son únicamente golosina, como resto y regodeo del paladar. Puedo escribir una enciclopedia con ellas, tan inclasificable como la enciclopedia china titulada Emporio celestial de conocimientos benévolos.
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Si nos atenemos a las definiciones, el diccionario de la Real Academia Española refiere por golosina en su entrada principal: “manjar delicado, generalmente dulce, que sirve más para el gusto que para el sustento”. Crecemos y crecimos de esa manera, con esa experiencia de la golosina: un vuelto del alimento, un margen rebelde de la satisfacción.Este regodeo nostálgico, sin embargo, pretende ser una breve advertencia moral; porque la golosina, ese oscuro talismán de la infancia, sirve acá para hablar de otra cosa.
Sin tanto margen de error, no descubro nada al decir que en estas latitudes y en los presentes ordenamientos temporales, trabajar con imaginación e ideas (aunque sabemos, y saltearemos el reduccionismo de que todo trabajo es desde ya “trabajo con ideas”), para despertar quizás un lúcido intercambio en otros, es un atributo de sibaritas, una golosina permitida a quienes logran alcanzarlo.
Y la labor poética e intelectual no escapa a esa regla. Un pensador, un ensayista, en la plataforma, medio o sitio que sea, dice las cosas que dice primero porque puede, pero el sabor amargo de ese chocolate batido en soledad, es pasible de caer en saco roto porque pocos lo advierten, lo leen, lo polemizan. Que una sociedad permita que haya gente que pueda dedicarse a ese trabajo, es un triunfo; que sea algo provechoso o no para los demás miembros de un lugar, comunidad, territorio, lo definen múltiples factores. Pero hay que remarcarlo, llegamos a eso (he aquí la disquisición moral): una golosina degustada por y para pocos, a la que no puede romperse el envoltorio para convidarse a los demás.
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Platón habría inhabilitado o incautado las golosinas junto con la expulsión de los poetas de su República. El filósofo, hace ya unos lejanos (o cercanos) 2500 años, va regando en su texto argumentos que explican por qué la poesía debe ser desalojada del Estado: “Digamos, pues, de todos los poetas, empezando por Homero, que, ya traten en sus versos de la virtud, ya de cualquier otra materia, no son sino imitadores de fantasmas, que jamás llegarán a la realidad, y que, como hace poco decíamos respecto del pintor, que hará un retrato de zapatero tan parecido, cuando no tenga ningún conocimiento del oficio de éste, que los ignorantes, engañados por el dibujo y por el color, creerán ver en él un auténtico zapatero” (Libro X, p 606. Ed. Porrúa). Para el filósofo, los poetas trabajan en la parte más baja del alma, en la pasión, anestesiando la razón. “Así, le negamos fundamentalmente la entrada en un Estado que debe ser regido por leyes sensatas, y se la negamos porque despierta y remueve la parte mala del alma, y porque, fortaleciéndola, destruye el imperio de la razón”. (Libro X P. 609). Los artistas trabajan con fantasmas y alejan lo razonable de la gente generando afecciones irrisorias, avivando imaginaciones que no son útiles para quienes deben formar parte de ese Estado conducido por los mejores.
En estos tiempos se ha corrido
el margen, el límite: no sólo han
estallado las disciplinas -sobre
todo en las Humanidades-, sino
además las interpretaciones a las
que intentan llegar esas disciplinas.
Quienes trabajan e indagan
con nociones del pensamiento
difícilmente contribuyan, sirvan,
para cierto modelo que propone
o establece como una golosina
el pensamiento, como un placer
banal el rumiar con el arte, la reflexión
medianamente abstracta
e inconclusa. El problema no
es que se expulse a los pensadores
y creadores, sino que se diluyan
en un estado (sí, con minúscula)
que condena al ostracismo.
Será que a la gente no le interesa,
que no llegan a conocer eso,
que no les conviene. No importa.
Es claro que cada ciudadano tiene
su síntesis de la realidad, con
los que considera sus iguales, su
democracia chicle permeable a
ciertos momentos históricos y
de una intolerancia supina con
otros. Cada quien es libre de decidir
qué tipo de sociedad desea,
pero la libertad termina -y crean
que termina- cuando sin un énfasis
demasiado exaltado, se desoye
al interlocutor que nos ofrece
su utopía de sociedad, con rasgos
que nosotros jamás imaginamos
para la nuestra, la que aún no floreció
y que masticamos como un
castillo para nuestros reyes. Algo
de eso, de esa afiebrada libertad
por una realidad menos esquiva,
buscan iluminar el pensamiento
y la imaginación de quienes pretenden
un hombre más comprometido
con su tiempo.
Estoy en el gremio de los que
creen que es imprescindible el
pensamiento y el arte, pero al mismo
tiempo, no desconozco que
ello no sirve de nada si no se defiende
ampliándolo, no se apuntala
colectivamente para hacer partícipes
a los demás de placenteras
incomodidades, de las preguntas
a las que se llega con ese tipo
de especulaciones y creaciones.
Las ideas son una de las cosas más
concretas que existen, más que
un puente, un beso, una brújula,
aunque, al igual que lo que se dice
del diablo, el mayor triunfo de
sus detractores, es hacer creer que
son entelequias, volutas platónicas
que no se conectan con cargador.
Sepamos que si vence la idea,
la más perenne concreción es que
nos hará presos de ella.
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No hay que tornar prescindibles a quienes trabajan con la imaginación, volverlos fantasmas, aunque arrastren pesadas, concretas y ruidosas cadenas. Algo de eso entendió Abelardo Castillo en una editorial de El grillo de papel, en 1960, uniendo lo útil y lo agradable, el gusto y el sustento: “Creemos, con Engels, que algún día no sólo habrá pintores, sino hombres que, además, pinten. Y será hermoso. Pero también estoy convencido de que, ese día, habrá hombres que además de pintar, pinten mejor que el resto. En todo poeta -secretamente- hay un obstinado soñador de repúblicas. Imagina -y aquí es donde Platón y Engels, para eterna confusión de los esquemáticos, se ponen en todo de acuerdouna comunidad donde el Arte sea la base formativa de los hombres. Y esto, si no me equivoco, apenas tiene que ver con la poesía de conventículo, la belleza con clave -si la hubiera- o los versos que se asoman a la vida por la cerradura del claustro. Tiene que ver, sí, con la revolución. Con una revolución que no haremos, lo sé, escribiendo hermosos libros; pero que no servirá de nada si alguien, los mejores, se olvidan de escribir libros hermosos”.