Por Neri Cazasola.
La vida en papel: Una historia del diario EL LIBERAL La vida en papel: Una historia del diario EL LIBERAL
Alejandra, mi abuela materna, era una mujer menuda y fuerte. Usaba delantal, tenía un rostro moreno y caminaba rápido. Me regaló, a los 6 años, mi primer libro. Le gustaba cocinar en el brasero, y sus guisos de arroz secos, eran exquisitos, sabrosos. Nos decía "papi, mami, corazón, hijo". En cuarto grado cuando la maestra Nancy me dio una actividad para buscar palabras esdrújulas y agudas, fui corriendo a pedirle ayuda
porque no entendía la diferencia entre una y otra. Con el tiempo supe que ella tampoco estaba segura: había cursado sólo hasta tercer grado. Pero hizo lo que hacen las abuelas, darse maña para satisfacer el pedido del nieto. Buscó un diario viejo que lo guardaba como reliquia en su cartera marrón en el ropero. Era El Liberal sábana de fines de los '80, quizá del año en que yo nacía. Consultó un diccionario, entendió qué era una esdrújula y comenzó a leer las notas, buscando palabras que le sonaran: lámina, cábala, sótano. Con una tijera las recortaba con destreza y las pegaba en mi cuaderno. Al otro día tuve "satisfactorio" en el resultado.
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Mi abuela paterna, Iolanda, no sabía leer ni escribir. Tenía un hermoso rostro y usaba alpargatas negras con vestidos floridos. En las noches de invierno tomaba mates de leche. Mi Papá y mi tío Chicho ordeñaban temprano en el campo y le dejaban leche para cocinar con zapallo, calabaza o arroz. Por las tardes, después de la escuela me cruzaba a verla: me recibía con la pava llena y me contaba historias, algunas vividas, otras inventadas. Escondía para mí las hojas de El Liberal que le dejaba don Soplán, el canillita, a mi abuelo Pedro. Cuando él estaba en el campo, yo leía el diario por la mañana y ella me ayudaba a ordenarlo para que no notara que ya lo habíamos hojeado. A veces me pedía que le leyera las notas del suplemento de Espectáculos, otras, las de política, cuando eran tiempos de elecciones.
En el galpón de mi abuelo Pancho, carpintero de oficio, descubro en una vieja vitrola varios diarios apilados. Estaba en plena adolescencia y pasaba los días jugando al fútbol con mis amigos del barrio. Lo primero que busco es el suplemento Deportivo. Esas hojas fueron la puerta de entrada a un mundo nuevo. Era el año 2000, se disputaban los Juegos Olímpicos en Sidney y de pronto conocí deportes como el Bádminton, Halterofilia, Sóftbol. Mi abuelo me los terminó regalando todos. Pancho Paz, lector y curioso, decía que su educación era la de antes: "a puntero y disciplina". Solo terminó quinto grado, pero me discutía de geopolítica con fundamentos sólidos cuando ya estaba en primer año de la facultad. Muchas veces me dejó sin palabras.
Pedro Nicolás es terco, obsesivo, cascarrabias. En las mañanas se sentaba a leer el diario en la vereda. Ponía su silla a dos patas, afirmada en la pared. Doblaba el sábana y leía fuerte, pausado, deletreando. Contaba que sólo fue a inferior y que si no le hubiera tocado trabajar, habría sido maestro. Un día me escuchó leer, dobló fuerte unas hojas que tenía en la mano y me dio un chasquido en la cabeza. "Estás aprendiendo por escucharme todas las mañanas. Seguí así", me dijo. Nunca más me negó el diario. Con el tiempo supe que había mandado una Carta al Director y le terminaron publicando. Estaba orgulloso el abuelo.
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En las siestas de verano, mi mamá nos encerraba a mis hermanos y a mí para que no fuéramos a bañarnos a una laguna cercana. Nos daba los diarios viejos que le pasaba mi abuelo para que leyéramos. Cuando los terminamos a todos, compró las enciclopedias Yatay y los diccionarios que entraban del Chaco, que aún conservo: eran del Universo, del cuerpo humano, de ciencias.
En un cuaderno Gloria de doce hojas empecé a copiar las notas que publicaba El Liberal y gracias al suplemento Deportivo, pude tener las fotos de todos los convocados por Passarella a Francia 98.
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Muchos años más tarde entiendo que por ese oficio de lector, en un pueblo remoto del interior profundo, me llega la vocación de periodista. Nunca le pregunté a mis padres qué hubieran querido que estudiara pero elegí el periodismo. No tiene ninguna explicación. No la hay.
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Años después estoy en la Capital. Veo a la distancia a los periodistas que firman las notas, no existe Facebook para buscarlos y conocerlos. Compro el diario todos los domingos y así me entero que uno de ellos ganó un premio de la Fundación García Márquez. Recorto las entrevistas de la sección política para mi colección y sueño con aprender esa técnica. Voy a Hiperión a preguntar el precio de los libros que recomiendan en el suplemento cultural. No compro ninguno pero me gusta ese ejercicio esperanzador.
En el Instituto de Periodismo entro a un mundo desconocido: se habla de política, de la nota más polémica del día, de salir del FMI y, se venera a El Liberal y sus periodistas. Nos dicen que uno de ellos es profesor en la Escuela, también hablan que hay posibilidades de hacer una pasantía, siempre lejana. Los lunes se analizan en algunas cátedras, la tapa del domingo; yo no compro provisiones pero el diario sí, religiosamente, y apellidos como Montenegro, Márquez, Gerez, Cuadros, Brao, Andrada, Zanghellini, son mis espejos.
Leo A Sangre Fría, Operación Masacre y Las Aguafuertes de Arlt. Ingreso a una redacción con 20 años. Siento que no hay oficio mejor que el de periodista. Me quedo hasta tarde con los mayores para hablar de asuntos importantes, para copiar lo que hacen y aprender a completar ochenta líneas en dos columnas en una sección importante del impreso. Escucho consejos de Guillermo Abregú, que trabajó como editorialista en El Liberal en los '90.
Estoy dispuesto a vivir de este oficio aunque me cueste la vida, me digo ingenuamente.
Disfruto las tertulias después de un día largo en redacción. ¿Qué puede salir mal?
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Mi primera cobertura fue como enviado a Las Termas, tras la muerte del hijo de Gody Mukdise. No me conoce nadie pero me codeo con los periodistas de los grandes medios. Los sigo para aprender. Observo cómo se ubica el fotógrafo para hacer la mejor toma. Siento que voy a fracasar y me digo que este lugar no es para mí. Seguro que los de El Liberal ya consiguieron una exclusiva. La tapa del otro día así me lo confirma. Me mandan a preguntar en el Inpres cuándo habrá un sismo en la Provincia, a ver si les ganamos en algo. Tomo mi mochila y camino a casa.
Jamás llegaré, me digo con angustia.
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Llegan los albores de Internet y la consolidación de la instantaneidad. Paso a otra redacción donde el flujo y la vorágine informativa, cambian por completo. El celular, WhatsApp, Twitter, Facebook, ya forman parte de la cobertura diaria. A las redes sociales comenzamos a usarlas como fuentes. El cara a cara empezó a generarnos nostalgia. Pero sigo leyendo el impreso porque aún marca agenda y, ese apego por el papel, no me permite la confianza definitiva en el trivial minuto a minuto. La cultura del click me resulta sesgada.
Muchos de esos editores, redactores, periodistas a los que admiro, le empiezan a dar más sentido a lo que hago. Sigo buscando el dato que marque un eje diferente, aprendo a mejorar mis títulos y mis notas se vuelven más breves. Leo a Garcia Márquez, Kapuscinski, Salcedo Ramos, Guerriero, Alarcón, Caparrós. Mi fuerte son los casos policiales, la política y la información general. Devoro el diario del domingo porque sueño con escribir en el Viceversa.
Estoy entrando en la larga juventud y empiezo a darme cuenta que las cosas de verdad pasan por otro lado. Chequeo datos con los principales actores de la vida pública y, a veces, pierdo por goleada. Aprendo de colegas de la televisión y la radio. Tomo más café que antes. Leo con disciplina en el colectivo, en los descansos, de regreso a casa. Carver, A.M Homes, Lorrie Moore son mis compañías.
Asisto a charlas y talleres para mejorar. Pido diagnósticos, busco precisión. Y pese a la crisis generalizada del oficio, sigo creyendo con firmeza que contar historias es el mejor trabajo del mundo.
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Después de perderle el miedo como gran jefe, le escribo al editor de El Liberal para colaborar con notas en el suplemento cultural. No sabía muy bien adónde me llevaría ese paso, pero encuentro una motivación que no sentía desde mis primeros años. Aprendemos a conocernos y, durante estos meses, pensamos, buscamos temas, experimentamos, creamos confianza.
Estoy en el lugar indicado. Como diría Graciela Mochkofsky en "Diario de un puercoespin", ya no tengo veinte años, y no volveré a tenerlos, pero aquí, en este diario centenario en el que siempre soñé estar, vuelvo a empezar.
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Hacia el final de su vida, mi abuela Ale me hizo dos regalos. La Pimpinela Escarlata, un libro avejentado, con las hojas ya marrones que aún conservo, y aquel diario con el que me ayudó a completar el ejercicio en cuarto grado. En las tantas mudanzas ese ejemplar se perdió y todavía me recrimino no haber sido cuidadoso.
Hace poco, en uno de los viajes que me tocó hacer a Selva, José Luis Anaya me regala un ejemplar del suplemento por los 80 años de El Liberal, tapa amarilla, de 1978. Lo abrazo fuerte cuando me lo da y con la voz cortada le agradecí el gesto. Nunca entendí por qué me lo entrega. Y también le agradecí a Dios por haberme puesto en ese lugar.
Allí, sentí con una energía magnética que mi abuela estaba apretujándome con hermosura.








