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EL LIBERAL . Viceversa

Los jardines contiguos

23/03/2019 23:24 Viceversa
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Los jardines contiguos Los jardines contiguos

Los dos amigos atravesaron el primer jardín y

se dirigieron hacia una puerta pequeña, al final del

sendero. Era un sendero angosto, oscuro y apenas

marcado por los pasos. Uno de ellos, el alto, cargaba

una bolsa de la cual sobresalían ramas y hojas.

—¿Crees que a ella le importe si planto el arbolito

en este lugar? —dijo el gigante, conteniendo

una sonrisa.

—Sara va a patear todas estas plantas cuando

se entere —dijo el otro amigo, mordiéndose el labio

para no consentir la ocurrencia.

—No creo, es toda una dama. Las damas refinadas

no dan patadas, además, es mi jardín —agregó

el hombre grande, levantando el hombro derecho.

—Las mujeres nunca perdonan —sentenció

el amigo, exhalando el humo, con pausas traviesas

que creaban círculos.

—¡Ahá! Ojalá me perdiera en este paraíso enmarañado

—dijo el dueño del jardín.

Los ojos velados del amigo delataron cierta

comprensión. Se quedaron en silencio, fumando.

Bastaba una mirada urgente por el jardín

para notar la vegetación abandonada. Una naturaleza

obscena. Los claros de luna la mostraban siniestra.

Las flores tenían apariencias exóticas y los

arbustos se acomodaban, prosperaban y se ensanchaban

en un rectángulo de veinte metros de largo,

sin más límites que cuatro muros de tres metros. El

ancho del jardín estaba marcado por seis palos borrachos,

tres de cada lado. Crecían como acompañándose,

recostados cada uno sobre el otro, todos

torcidos. Cuando florecían, no se reconocía a

cuál de ellos pertenecía cada flor. Las colas de zorro

frondosas, llenaban las esquinas. Entre las higueras

deformadas, aparecían y desaparecían las

enredaderas. Brotaba la vegetación por cualquier

lado, dándole al lugar una apariencia salvaje. Una

de las enredaderas asomaba una rama por encima

del muro.

—Debes cortarla —musitó el amigo percibiendo

la invasión—. O te meterás en problemas.

Luego hubo silencio.

Los amigos tiraron las colillas en el rincón habitual

del césped. Salieron del jardín para atravesar el

otro jardín. Ambos retomaron también la compostura

de las costumbres y entraron con estilo en ese

otro hábitat tan prolijo y cuidado.

Ese otro jardín se veía como siempre. Simétrico,

intocable, detenido, como si allí la naturaleza tuviera

un pacto exagerado con el orden. Margaritas pálidas,

alineadas en una armonía exacta. Plantas más

pequeñas colocadas en formas geométricas. El césped,

una alfombra verde, de verde perfecto. El aroma

de los caminos de lavanda escoltaba los sentidos

hacia la pileta. Un espejo de agua incolora en un receptáculo

celeste, donde bailaban las luces blancas

que, por momentos, se pintaban de colores.

—¿Ves el cantero izquierdo de azaleas? —

pregunto el dueño del otro jardín a su amigo. El muchacho

movió la cabeza.

—Lo manda a regar puntualmente. A las siete

de la tarde. El jardinero debe regar la tierra que se

encuentra debajo de la planta, evitando mojar hojas

y flores, si no…

—Si no, queda despedido, no me extraña.

—¿Ves las plantas de tallos altos? Allá, agrupadas.

—¿Los agapantos blancos?

—Esos. La semana pasada Panchito las

aplastó jugando.

—¿Y?

—Y nada... El perro es sagrado. Ese animal tiene

una credencial de indemnidad para toda la casa.

Desmenuza mis pantuflas, esconde las medias, se

revuelca por el suelo con mis libros entre los dientes.

Restriega mis camisas contra el empedrado del

patio. Sara solo dice: «¡Perrito travieso, venga con

mami!».

Ambos suspiraron fuerte, entendiéndose, como

quienes cargan una complicidad ancestral reparadora.

Cada uno caminó hacia la mesa en direcciones

opuestas. Todos hablaban al mismo tiempo; por

un lado, las mujeres, moviendo animadamente las

manos y poniendo en sus bocas gestos exagerados.

Los hombres, menos contorsionados, bebían y reían

con desenfreno.

—¡Pancho! —le gritó uno de ellos, con el brazo

levantado. Ven. Ven y cuéntanos la anécdota del museo.

“Los anteojos” —agregó, entre risas, indicándole

que se sentara a su lado. Mientras tanto el perro,

también a su lado, relamía unos restos de comida.

Los presentes ya conocían la historia. Francisco

la alimentaba con detalles y siempre la volvía a

narrar robustecida -tanto para animar a los amigos

como para molestar a Sara.

Sara, sentada frente a Francisco, rechinando

los dientes ofreció otra ronda más de café a los

invitados. Cuando entró en la casa, el esposo se volvió

para asegurarse de que ella ya no lo escuchaba,

y comenzó a contar animosamente el acontecimiento.

En público, el gigante se mostraba osado; en

sociedad poseía una audacia que contrastaba con la

indiferencia que teñía la vida privada del matrimonio.

La cabeza pulida de Francisco -tan pulida como

una bola de billar- le relumbraba por la luz que venía

del asador. De espalda a las brasas, que seguían ardiendo,

comenzó a reparar, con perspicacia, a Sara:

–...Y mientras visitábamos el Museo de Arte Moderno

de San Francisco, un grupo de adolescentes

decidió mostrar a los asistentes de qué se trataba

el arte moderno. El fenómeno estético se produjo

cuando Sara se acercó a una multitud que rodeaba

la obra misteriosa. Me llamó asombrada:

«¡Pancho,mirá esta belleza!¡Sacá muchas fotos!».

Me asomé. Ahí estaban: ese par de anteojos de lectura,

en el suelo. Y el público asistente, junto a Sara,

admirando el repentino arte ideado por unos pícaros

estudiantes». Y las carcajadas atronadoras pintaron

el resto de la noche.

Una y otra vez, Sara aparecía, bruscamente, admirando

la obra. Su marido gozaba, en todas las reuniones,

del astuto placer de verla enojada y silente

en público, guardando recato. Reservando la ira para

después, para más tarde, cuando estuvieran solos.

Siempre.

Cuando los amigos se marcharon, las luces

se apagaron y quedó la luna ocultando la rutina,

iluminando las formas distantes de los jardines

contiguos.

Inútilmente a Francisco le hubiera gustado

ser como Panchito. Antes de entrar a la casa, sacudirse,

olvidarse de los errores y abandonar las

culpas. Ser sumiso, hundir, arquear, el lomo cuando

una mano tibia se apiadara de él. Echarse de patas

abiertas, al lado de su dueña. Entregarse incompleto,

humanamente animal. Mostrarse fiel a las instrucciones.

Pensó también que al perro le hubiera

gustado ser como él, crecer en su jardín. Hubiera

podido correr, saltar, trepar, enloquecer.

Francisco, a veces, entraba a su jardín solo para

mirarlo. El caos lo reconfortaba de alguna manera.

Esa libertad indómita escondía un sutil lenguaje

que compartía: «Quiero caminar a contracorriente.

Olvidarme de los modales y de las formas. Irme por

los cauces de la imaginación y perderme entre sus

escondrijos…Atreverme a ser real y no un triste ser

inventado por la rutina». Casi siempre entraba cargando

bolsas, macetas con helechos, palas, rastrillos,

sobres con semillas.

El paisaje desastroso, salvaje, que hubiera enloquecido

a Sara, era un solaz de la naturaleza para él.

Estaba un rato, todas las noches. En ese juego

nocturno, daba vueltas, caminaba, fumaba, se movía

tranquilo. Tomaba un rastrillo, alisaba la tierra,

recogía la hierba, las plantas secas. Arrancaba algunas

ramas, olía las hojas, las flores. Los aromas inquietaban

sus sentidos. Ahí adentro, entre la fronda,

las estrellas parecían ninfas cautivas. Ahí adentro,

él, parecía gobernarse entero. Era el jardinero de los

sueños osados.

Los muros del jardín se erigieron como una defensa

contra los insistentes reclamos de Sara. Las

humillaciones personales de la mujer que él, prolijamente,

juntaba, cargaba, cavaba, plantaba con cada

semilla. Se hundían en la tierra fresca y removida como

su bronca y su impotencia. Día a día, su carácter

se robustecía entre las plantas, para salvarse de la

barbarie de esa boca ingrata.

Francisco inhalaba un aire diferente. Ni siquiera

regaba su jardín con grandes cuidados. Una vez por

semana, abría el grifo de una canilla antigua, apoyada

sobre uno de los muros sin revocar y una serpiente

de goma, larga e inquieta, comenzaba a moverse

por todos lados.

Una noche encontró a la mujer en la hamaca

del jardín, el otro jardín. Los aspersores encendidos

del paraíso prolijo lo obligaron a moverse en zigzag.

Sara lo increpó: —¿Dónde estabas Francisco?

Pensé que dormías —. él no respondió. Intentó mostrar

distracción levantando los hombros y se unió,

silenciosamente, al balanceo de la hamaca. Así, sentados

juntos, pensó que, de alguna forma, podrían

solucionar los problemas. Pero no. La cercanía incomodó

a Sara. Se corrió, se movió y terminó por instalarse

en el almohadón del otro extremo. No pronunciaron

ninguna palabra. Esperaron un rato más y

volvieron a la casa, a la cama distante.

Los días conyugales transitaban por un laberinto

lleno de espejos cóncavos. Cuando se encontraban

en algún recinto, no podían tocarse ni entenderse,

porque no eran ellos, sino una imagen retorcida

de ellos, una elipsis, un punto aparte.

Ambos se preguntaban, hablando solos, a

dónde y cuándo habían extraviado el lenguaje, los

sentimientos, esos retazos de humanidad que alguna

vez se prometieron.

La pareja quedaba a salvo en las distancias

aprendidas. Cuando Sara entraba a la casa, Francisco

salía de la casa. Solo compartían las apariencias

impuestas por las reuniones sociales o las peleas

por el destino de las fiestas navideñas. Y los gustos

opuestos.

Francisco pudo, durante años, mantener a salvo

su refugio. El misterio de los jardines contiguos.

Hasta la noche del veinticuatro de diciembre. Ella:

«¿A la casa de tu mamá? ¡Ni loca!». «¡A la casa de mi

hermana!». él: «Pero…». «Nos esperan en...». «Nos

dijeron que lleváram…». «Mis…».

Esa noche, las estrellas parecían iluminar un

sendero angosto, oscuro y apenas marcado por los

pasos. Francisco se fue, silenciosamente, hacia su

jardín. Cansado, se sentó en un tronco viejo. Bebía.

Vencido, se durmió entre las ramas de una enredadera.

Panchito ladraba. Ladraba con insistencia. Sara

salió al jardín a buscar al perro. Caminó hacia el

sendero. Descubrió la puerta. La mujer entró al lugar

y vio el jardín. El jardín de Francisco. Su jungla

privada.

—¿Qué es esto, Francisco? —gritó la mujer.

—¿Qué es esto, Francisco? —repitió con un

rugido fuerte.

él dormía, soñaba. Una mujer gritaba. Se sobresaltaba,

no respondía. Alcanzaba a dar unos pasos

hacia el costado, hacia atrás y tropezaba. Una de las

ramas de la enredadera se doblaba en su pie derecho.

Luego entre sus rodillas. Tomaba sus brazos, el

cuello. La mujer se alejaba gritando. Antes de que las

ramas cubrieran la boca, le apareció una sonrisa. Si,

Francisco sonreía.

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