Los jardines contiguos Los jardines contiguos
se dirigieron hacia una puerta pequeña, al final del
sendero. Era un sendero angosto, oscuro y apenas
marcado por los pasos. Uno de ellos, el alto, cargaba
una bolsa de la cual sobresalían ramas y hojas.
—¿Crees que a ella le importe si planto el arbolito
en este lugar? —dijo el gigante, conteniendo
una sonrisa.
—Sara va a patear todas estas plantas cuando
se entere —dijo el otro amigo, mordiéndose el labio
para no consentir la ocurrencia.
—No creo, es toda una dama. Las damas refinadas
no dan patadas, además, es mi jardín —agregó
el hombre grande, levantando el hombro derecho.
—Las mujeres nunca perdonan —sentenció
el amigo, exhalando el humo, con pausas traviesas
que creaban círculos.
—¡Ahá! Ojalá me perdiera en este paraíso enmarañado
—dijo el dueño del jardín.
Los ojos velados del amigo delataron cierta
comprensión. Se quedaron en silencio, fumando.
Bastaba una mirada urgente por el jardín
para notar la vegetación abandonada. Una naturaleza
obscena. Los claros de luna la mostraban siniestra.
Las flores tenían apariencias exóticas y los
arbustos se acomodaban, prosperaban y se ensanchaban
en un rectángulo de veinte metros de largo,
sin más límites que cuatro muros de tres metros. El
ancho del jardín estaba marcado por seis palos borrachos,
tres de cada lado. Crecían como acompañándose,
recostados cada uno sobre el otro, todos
torcidos. Cuando florecían, no se reconocía a
cuál de ellos pertenecía cada flor. Las colas de zorro
frondosas, llenaban las esquinas. Entre las higueras
deformadas, aparecían y desaparecían las
enredaderas. Brotaba la vegetación por cualquier
lado, dándole al lugar una apariencia salvaje. Una
de las enredaderas asomaba una rama por encima
del muro.
—Debes cortarla —musitó el amigo percibiendo
la invasión—. O te meterás en problemas.
Luego hubo silencio.
Los amigos tiraron las colillas en el rincón habitual
del césped. Salieron del jardín para atravesar el
otro jardín. Ambos retomaron también la compostura
de las costumbres y entraron con estilo en ese
otro hábitat tan prolijo y cuidado.
Ese otro jardín se veía como siempre. Simétrico,
intocable, detenido, como si allí la naturaleza tuviera
un pacto exagerado con el orden. Margaritas pálidas,
alineadas en una armonía exacta. Plantas más
pequeñas colocadas en formas geométricas. El césped,
una alfombra verde, de verde perfecto. El aroma
de los caminos de lavanda escoltaba los sentidos
hacia la pileta. Un espejo de agua incolora en un receptáculo
celeste, donde bailaban las luces blancas
que, por momentos, se pintaban de colores.
—¿Ves el cantero izquierdo de azaleas? —
pregunto el dueño del otro jardín a su amigo. El muchacho
movió la cabeza.
—Lo manda a regar puntualmente. A las siete
de la tarde. El jardinero debe regar la tierra que se
encuentra debajo de la planta, evitando mojar hojas
y flores, si no…
—Si no, queda despedido, no me extraña.
—¿Ves las plantas de tallos altos? Allá, agrupadas.
—¿Los agapantos blancos?
—Esos. La semana pasada Panchito las
aplastó jugando.
—¿Y?
—Y nada... El perro es sagrado. Ese animal tiene
una credencial de indemnidad para toda la casa.
Desmenuza mis pantuflas, esconde las medias, se
revuelca por el suelo con mis libros entre los dientes.
Restriega mis camisas contra el empedrado del
patio. Sara solo dice: «¡Perrito travieso, venga con
mami!».
Ambos suspiraron fuerte, entendiéndose, como
quienes cargan una complicidad ancestral reparadora.
Cada uno caminó hacia la mesa en direcciones
opuestas. Todos hablaban al mismo tiempo; por
un lado, las mujeres, moviendo animadamente las
manos y poniendo en sus bocas gestos exagerados.
Los hombres, menos contorsionados, bebían y reían
con desenfreno.
—¡Pancho! —le gritó uno de ellos, con el brazo
levantado. Ven. Ven y cuéntanos la anécdota del museo.
“Los anteojos” —agregó, entre risas, indicándole
que se sentara a su lado. Mientras tanto el perro,
también a su lado, relamía unos restos de comida.
Los presentes ya conocían la historia. Francisco
la alimentaba con detalles y siempre la volvía a
narrar robustecida -tanto para animar a los amigos
como para molestar a Sara.
Sara, sentada frente a Francisco, rechinando
los dientes ofreció otra ronda más de café a los
invitados. Cuando entró en la casa, el esposo se volvió
para asegurarse de que ella ya no lo escuchaba,
y comenzó a contar animosamente el acontecimiento.
En público, el gigante se mostraba osado; en
sociedad poseía una audacia que contrastaba con la
indiferencia que teñía la vida privada del matrimonio.
La cabeza pulida de Francisco -tan pulida como
una bola de billar- le relumbraba por la luz que venía
del asador. De espalda a las brasas, que seguían ardiendo,
comenzó a reparar, con perspicacia, a Sara:
–...Y mientras visitábamos el Museo de Arte Moderno
de San Francisco, un grupo de adolescentes
decidió mostrar a los asistentes de qué se trataba
el arte moderno. El fenómeno estético se produjo
cuando Sara se acercó a una multitud que rodeaba
la obra misteriosa. Me llamó asombrada:
«¡Pancho,mirá esta belleza!¡Sacá muchas fotos!».
Me asomé. Ahí estaban: ese par de anteojos de lectura,
en el suelo. Y el público asistente, junto a Sara,
admirando el repentino arte ideado por unos pícaros
estudiantes». Y las carcajadas atronadoras pintaron
el resto de la noche.
Una y otra vez, Sara aparecía, bruscamente, admirando
la obra. Su marido gozaba, en todas las reuniones,
del astuto placer de verla enojada y silente
en público, guardando recato. Reservando la ira para
después, para más tarde, cuando estuvieran solos.
Siempre.
Cuando los amigos se marcharon, las luces
se apagaron y quedó la luna ocultando la rutina,
iluminando las formas distantes de los jardines
contiguos.
Inútilmente a Francisco le hubiera gustado
ser como Panchito. Antes de entrar a la casa, sacudirse,
olvidarse de los errores y abandonar las
culpas. Ser sumiso, hundir, arquear, el lomo cuando
una mano tibia se apiadara de él. Echarse de patas
abiertas, al lado de su dueña. Entregarse incompleto,
humanamente animal. Mostrarse fiel a las instrucciones.
Pensó también que al perro le hubiera
gustado ser como él, crecer en su jardín. Hubiera
podido correr, saltar, trepar, enloquecer.
Francisco, a veces, entraba a su jardín solo para
mirarlo. El caos lo reconfortaba de alguna manera.
Esa libertad indómita escondía un sutil lenguaje
que compartía: «Quiero caminar a contracorriente.
Olvidarme de los modales y de las formas. Irme por
los cauces de la imaginación y perderme entre sus
escondrijos…Atreverme a ser real y no un triste ser
inventado por la rutina». Casi siempre entraba cargando
bolsas, macetas con helechos, palas, rastrillos,
sobres con semillas.
El paisaje desastroso, salvaje, que hubiera enloquecido
a Sara, era un solaz de la naturaleza para él.
Estaba un rato, todas las noches. En ese juego
nocturno, daba vueltas, caminaba, fumaba, se movía
tranquilo. Tomaba un rastrillo, alisaba la tierra,
recogía la hierba, las plantas secas. Arrancaba algunas
ramas, olía las hojas, las flores. Los aromas inquietaban
sus sentidos. Ahí adentro, entre la fronda,
las estrellas parecían ninfas cautivas. Ahí adentro,
él, parecía gobernarse entero. Era el jardinero de los
sueños osados.
Los muros del jardín se erigieron como una defensa
contra los insistentes reclamos de Sara. Las
humillaciones personales de la mujer que él, prolijamente,
juntaba, cargaba, cavaba, plantaba con cada
semilla. Se hundían en la tierra fresca y removida como
su bronca y su impotencia. Día a día, su carácter
se robustecía entre las plantas, para salvarse de la
barbarie de esa boca ingrata.
Francisco inhalaba un aire diferente. Ni siquiera
regaba su jardín con grandes cuidados. Una vez por
semana, abría el grifo de una canilla antigua, apoyada
sobre uno de los muros sin revocar y una serpiente
de goma, larga e inquieta, comenzaba a moverse
por todos lados.
Una noche encontró a la mujer en la hamaca
del jardín, el otro jardín. Los aspersores encendidos
del paraíso prolijo lo obligaron a moverse en zigzag.
Sara lo increpó: —¿Dónde estabas Francisco?
Pensé que dormías —. él no respondió. Intentó mostrar
distracción levantando los hombros y se unió,
silenciosamente, al balanceo de la hamaca. Así, sentados
juntos, pensó que, de alguna forma, podrían
solucionar los problemas. Pero no. La cercanía incomodó
a Sara. Se corrió, se movió y terminó por instalarse
en el almohadón del otro extremo. No pronunciaron
ninguna palabra. Esperaron un rato más y
volvieron a la casa, a la cama distante.
Los días conyugales transitaban por un laberinto
lleno de espejos cóncavos. Cuando se encontraban
en algún recinto, no podían tocarse ni entenderse,
porque no eran ellos, sino una imagen retorcida
de ellos, una elipsis, un punto aparte.
Ambos se preguntaban, hablando solos, a
dónde y cuándo habían extraviado el lenguaje, los
sentimientos, esos retazos de humanidad que alguna
vez se prometieron.
La pareja quedaba a salvo en las distancias
aprendidas. Cuando Sara entraba a la casa, Francisco
salía de la casa. Solo compartían las apariencias
impuestas por las reuniones sociales o las peleas
por el destino de las fiestas navideñas. Y los gustos
opuestos.
Francisco pudo, durante años, mantener a salvo
su refugio. El misterio de los jardines contiguos.
Hasta la noche del veinticuatro de diciembre. Ella:
«¿A la casa de tu mamá? ¡Ni loca!». «¡A la casa de mi
hermana!». él: «Pero…». «Nos esperan en...». «Nos
dijeron que lleváram…». «Mis…».
Esa noche, las estrellas parecían iluminar un
sendero angosto, oscuro y apenas marcado por los
pasos. Francisco se fue, silenciosamente, hacia su
jardín. Cansado, se sentó en un tronco viejo. Bebía.
Vencido, se durmió entre las ramas de una enredadera.
Panchito ladraba. Ladraba con insistencia. Sara
salió al jardín a buscar al perro. Caminó hacia el
sendero. Descubrió la puerta. La mujer entró al lugar
y vio el jardín. El jardín de Francisco. Su jungla
privada.
—¿Qué es esto, Francisco? —gritó la mujer.
—¿Qué es esto, Francisco? —repitió con un
rugido fuerte.
él dormía, soñaba. Una mujer gritaba. Se sobresaltaba,
no respondía. Alcanzaba a dar unos pasos
hacia el costado, hacia atrás y tropezaba. Una de las
ramas de la enredadera se doblaba en su pie derecho.
Luego entre sus rodillas. Tomaba sus brazos, el
cuello. La mujer se alejaba gritando. Antes de que las
ramas cubrieran la boca, le apareció una sonrisa. Si,
Francisco sonreía.