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La utopía de la prosperidad compartida solo mediante el éxito electoral, sin las instituciones ni la productividad

29/05/2019 23:32 Opinión
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La utopía de la prosperidad compartida solo mediante el éxito electoral, sin las instituciones ni la productividad La utopía de la prosperidad compartida solo mediante el éxito electoral, sin las instituciones ni la productividad

E xiste una regla general para el sostenimiento del poder político de un gobierno de cualquier nación en el contexto de una democracia. Se trata de una regla básica que asume una exagerada dominancia cuando la democracia en cuestión resulta ser casi sólo electoral. Es la “regla electoral” que le señala a un gobierno la necesidad de ganar elecciones cada 2 años para conservar, tanto la llamada “legitimidad de origen del poder”, aunque luego la del ejercicio del mismo resulte muy opinable, como también la denominada “gobernabilidad política”; esto es su capacidad de llevar efectivamente a cabo sus decisiones.

Simultáneamente existe otra regla gubernamental, también general pero mucho más importante. Que constituye la misma razón del ser de un estado democrático pero también republicano: creando una razonable posibilidad de la alternancia en un poder ejecutivo limitado por la ley, con una real división de los poderes públicos, con la justicia independiente en sus decisiones y con la prensa con libertad y autonomía en su opinión. Es la “regla institucional” que determina la obligación al gobierno de ejercer su poder político, logrado siguiendo la regla electoral, para la provisión más eficiente y equitativa posible de los bienes y servicios públicos, que, a su vez, resultan necesarios para la producción privada.

Sólo con la verificación también del cumplimiento de la regla institucional, el estado contribuye efectivamente al mayor desarrollo factible de un país. Entendiendo al desarrollo como el imprescindible crecimiento económico, compartido con equidad y sostenible en el largo plazo. Esto último implica la necesidad de un simultáneo respeto al medio ambiente. La regla electoral es intrínsecamente de corto plazo y resulta necesaria pero, como guía única y permanente, es claramente insuficiente para el desarrollo de una nación. La regla institucional es necesariamente de largo plazo, pero resulta imprescindible para progresar.

Decimos que un país progresa cuando, atravesando las lógicas pugnas por el poder político, que siempre se desprenden de las periódicas elecciones, en simultáneo la sociedad ha logrado colocar a la regla institucional en un modo de validez y operatividad continua. Solo así el estado puede resultar idóneo para contribuir con el objetivo de crecer en términos económicos, a generar el suficiente empleo productivo y formal y a disminuir la pobreza de una manera continua y sistemática. Si, además lo hace a través de sucesivos gobiernos de coaliciones políticas de diferentes preferencias partidarias e ideológicas, entonces ya podríamos decir que ese país evoluciona.

Sólo cuando se alcanzó ese estadio de convergencia de ambas reglas, la de la muchas veces hasta muy áspera competencia electoral y la de la continuidad de la calidad institucional, el estado se constituye efectivamente como un contribuyente del progreso del país. De otra manera, se transforma incluso en un importante agente del atraso y de la decadencia. Resulta paradójico como el círculo virtuoso, derivado del rol planeado para los gobiernos por las constituciones, cuando las conductas gubernamentales se desvían, como resultado de la desmesura de una extrema dominancia de la regla electoral frente a la regla de la calidad institucional, el sistema se convierte cuasi inmediatamente en un círculo vicioso.

Pero, cuando un país ha logrado la referida convergencia de ambas reglas durante un periodo dado, los incentivos a preservar la validez de las relevantes responsabilidades públicas para con el desarrollo del país son compartidos, tanto por el circunstancial oficialismo como por las diversas oposiciones políticas. Ello ocurre por la conveniencia del marco de prosperidad, tanto para continuar a cargo del poder, en el caso del oficialismo, como para acceder a una renovación de la administración pública, en el caso de la oposición. Además, en ese contexto, resultan ser las propias sociedades civiles, abocadas a la producción privada, los más rigurosos controladores de la productividad pública alcanzada.

El estado contribuye así, mediante sus políticas fiscales, monetarias y cambiarías, a sostener una creciente competitividad de su nación ante el mundo, con el que el sistema virtuoso gradualmente se anima a interactuar intensamente a través de una economía integrada. Esta arquitectura política no resulta en el llamado “fin de las ideologías” porque los tamaños relativos del sector público y privado pueden variar. Incluso, la propiedad, el financiamiento y la gestión para la provisión de los bienes y servicios públicos admiten diversas proporciones y variadas combinaciones de la participación pública y privada.

En todos los casos ambos sectores, público y privado, preservan a sus respectivas productividades como el principal argumento de su relevancia relativa y de su contribución política, social y económica al progreso de su país. Obviamente, estos procesos de progreso son siempre acompañados por la evolución de la calidad relativa de sus instituciones, proveyendo básicamente reglas racionales, claras de interpretar y permanentes en el largo plazo, lo que genera el suficiente grado de confianza interna y mutua entre todos los sectores productivos.

Son esas sociedades, pero nunca sin costos y sacrificios y partiendo desde literales estados de barbarie, las que han logrado ingresar, sean mayoritariamente provenientes de históricas creencias y pautas socialistas o capitalistas, en el virtuoso sendero del desarrollo. Allí están hoy, tanto las naciones integrantes del socialismo escandinavo como los países del Asia que progresa, varias naciones de la Europa oriental, la hoy muy diversa Europa occidental, el norte de América e incluso se van aproximando unos aún pocos países de la América latina.

Vale como un fuerte incentivo al imprescindible esfuerzo necesario para la membresía del desarrollo, la evidencia empírica que ningún país que logró ingresar en ese sendero de progreso, guiado por la dominancia de la regla institucional, salió luego de él, salvo durante las muy críticas circunstancias históricas de los periodos de graves guerras. Lo reafirma el hecho que, ninguno de los países calificados actualmente como subdesarrollados o incluso emergentes, nunca antes fueron economías avanzadas.

Salvo un único caso: nuestro país. Seríamos así la clásica excepción que confirma la regla. Desde mediados del pasado siglo XX, luego de habernos procurado nuestro propio subdesarrollo, hemos ingresado a un crónico y muy grave problema de incapacidad de retornar a una convergencia con el crecimiento sostenible. Desde entonces, con 15 recesiones, más de 1 año de cada 3 lo hemos transcurrido con caídas de la actividad económica. Y en lo que va del siglo XXI hemos crecido a un promedio inferior al +1% anual. Somos el país que más se retrasó frente a los demás en los últimos 70 años. Estamos muy atrás y avanzamos extremadamente lentos.

Otro rasgo más de nuestra desmesura, al atinado decir de Juan José Llach, es que desde hace 75 años que tenemos una elevada inflación crónica, generadora a su vez de nuestro sistema bi monetario pleno, también único en el mundo. Por ejemplo, actualmente estamos intentando estabilizar nuestra moneda por undécima vez desde el año 1944. Como sensatamente describe José María Fanelli, estamos hoy frente a una “trampa de estancamiento”, que opera a partir de un muy elevado nivel de gasto público, de una escasa productividad que, pese a una alta presión impositiva, que desplaza a la inversión y al empleo privado, genera un déficit fiscal crónico y una economía de bajo crecimiento.

Lo cual, a su vez, con una generalizada visión negativa de la globalización, del progreso tecnológico, de las aperturas económicas y de los tratados de libre comercio, junto a una elevada propensión a las intervenciones públicas, genera presiones por un aún mayor gasto público, cerrando así el círculo vicioso de la singular trampa. ¿Cómo salir de esta trampa de estancamiento? Sólo será posible con una mayoritaria aceptación de la necesidad de un cambio estructural.

Ello, a su vez, implica un cambio cultural y la aceptación que, para salir del histórico ciclo de las frecuentes crisis, que nos instalaron en la decadencia descripta, hay que integrarse gradualmente al progreso tecnológico global, efectuar simultáneamente una importante mejora de la calidad institucional y aceptar que el crecimiento de las inversiones y de las exportaciones deben ser necesariamente mayores que el crecimiento del consumo.

Obviamente que una acción colectiva de la dimensión que se precisa: alrededor de 10 puntos del PIB deben pasar gradualmente desde el consumo al ahorro, a la inversión privada y al comercio exterior, necesitará de la simultánea construcción de una creciente confianza mutua entre el próximo gobierno, la producción y la sociedad civil; un desafío de magnitud que, como bien señala Santiago Kovadlof en estas elecciones deberíamos elegir, más que a un candidato o a una coalición política, a la propuesta de un sistema institucional. l


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