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EL LIBERAL . Santiago

Las epidemias en la historia

Una representación de las pestes en la Edad Media

Una representación de las pestes en la Edad Media

22/03/2020 00:23 Santiago
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Las epidemias en la historia Las epidemias en la historia

Las epidemias acompañan la vida de la humanidad desde los inicios del espíritu gregario del hombre. El avance de la urbanización de las comunidades humanas fue el flanco abierto por el cual el ataque de las enfermedades masivas se convirtió, si no en una costumbre, sin duda en una trágica compañía que fue de la mano del progreso y del desarrollo de las sociedades. Durante siglos, las epidemias se atribuyeron a una infinidad de causas, tanto celestiales como terrestres, que iban desde el “castigo de Dios” hasta los “miasmas”, esos efluvios malignos que lo explicaban todo sin justificar nada. Hasta mediados del siglo XIX el estado sanitario de las ciudades y de los pueblos no fue algo que preocupara demasiado a las autoridades políticas.

Por entonces, los hospitales eran instituciones que servían, más bien, de espacio de reclusión para aquellos que sufrían cualquier tipo de enfermedades, sin ningún criterio terapéutico específico. Desde los tiempos de Hipócrates, el padre de la medicina en el siglo IV antes de Cristo, las escasas medidas que se tomaban frente a una epidemia (propagación descontrolada de una enfermedad acometiendo simultáneamente a gran número de personas), fueron las mismas a lo largo de los años: aislamiento, cuarentena, fogatas públicas o inmersiones comunitarias en ríos o lagos.

Como las causas esenciales de las enfermedades escapaban al conocimiento humano, muchas veces las distintas religiones propusieron rituales que aportaban soluciones prácticas sin base científica para evitar la propagación, con resultado diverso, tales como la circuncisión, que evitaba las infecciones por acumulación de arena en los desiertos (practicada por todos los ritos de Oriente Medio) o la prohibición de comer carne de cerdo, que impedía la transmisión de la triquinosis. El siglo XIX verá un gran avance en el conocimiento científico tan formidable que surgirán decenas de especialidades médicas, entre ellas la epidemiología, que permitió un combate eficaz a la mayoría de las enfermedades y que tuvo como consecuencia la prolongación de la vida humana y la mejora en las condiciones de supervivencia de la humanidad.

Las epidemias en el Río de la Plata

La llegada de los españoles a América significó, desde el punto de vista sanitario, una tragedia para los habitantes precolombinos. La ausencia de contacto con las enfermedades comunes y mortales en la Europa medieval, hizo que su llegada a través de los conquistadores causara miles de muertes por contagio de viruela, sífilis y otras pestes. Fue tal el impacto cultural de estas epidemias que, por ejemplo, los muralistas mexicanos que decoraron las paredes del Palacio Nacional en el siglo XX, ilustraron a los españoles con sus piernas verdes para inmortalizar las enfermedades que portaban.

La historia de las ciudades fundadas por España durante los siglos XVI y XVII en el actual territorio argentino, comenzando por Santiago del Estero, está jalonada por tragedias naturales: terremotos, incendios, epidemias e inundaciones. Y en esos tiempos, donde la práctica religiosa era habitual e intensa, esos episodios derivaban en algún ritual católico: procesiones de imágenes, largas jornadas de oración, votos y promesas, cuando no eran atribuidos directamente el fin de los sufrimientos a un milagro determinado.

La memoria de las epidemias a lo largo del camino real que unía Buenos Aires con Chuquisaca y Lima es cuantiosa. Las crónicas de viajeros y los registros coloniales hablan de “cuantiosas pestes” antes del 1600. En 1605 varias ciudades, entre ellas Córdoba y Buenos Aires sufren una epidemia de viruela, con la muerte de una alta proporción de población, y que en el caso de la ciudad porteña, se dio por terminada gracias a una procesión de la imagen de San Roque, que se encontraba en el convento de San Francisco. Por esa razón el santo de Montpellier se convirtió en el patrono de la salud en Buenos Aires, título que en los tiempos modernos ha perdido en beneficio de San Pantaleón y de Nuestra Señora de Lourdes.

El año 1739 mostró un gigantesco avance científico: se distinguió entre el tifus y la fiebre tifoidea, lo que precisó su diagnóstico y permitió terapias diferentes. Las ciudades españolas, a lo largo de los siglos XVII y XVIII fueron azotadas periódicamente con lo que se describe como “fiebres eruptivas”, con síntomas asimilables a la varicela y el sarampión, aunque sin duda la malaria llevó la delantera en esos doscientos años. Los años de inundaciones coinciden con los brotes epidémicos de escorbuto, tifus y fiebre amarilla, peste ésta última que aparece por nuestras tierras hacia 1717, según describe Eliseo Cantón, quien es el primero en afirmar que las epidemias nunca eran de una sola enfermedad sino de varias simultáneas.

Las primeras vacunas

La llegada del siglo XIX verá en el virreinato del Río de la Plata la aparición de las primeras vacunas: la antivariólica, que comenzó tímidamente a difundirse en las ciudades principales por decisión del virrey Rafael de Sobremonte. Los años de la Revolución y de la Independencia verán caer todo intento de orden sanitario, y la propagación de la viruela acompañará a los ejércitos patriotas con brotes en 1811 y 1818. Buenos Aires fue arrasada por la disentería durante los eventos de 1810 y en 1813 sufrió un ataque de tétanos infantil, que causó la muerte de un alto porcentaje de niños. También apareció por primera vez la angina gangrenosa, que se repitió anualmente en todos los inviernos hasta 1822. Hay que destacar que las epidemias no distinguían por clase social, y solían abarcar a familias acomodadas o humildes, y desde aristócratas hasta esclavos.

La llegada de la guerra civil, a fines de 1828, cuando es fusilado el gobernador destituido de Buenos Aires Manuel Dorrego por parte del general Juan Lavalle, fue acompañada por varias epidemias, sobre todo en el Litoral, ya que se desató la viruela y el sarampión maligno, que apareció en el Plata en 1729, en 1734 y en 1800, cuando fue mortal en alta proporción. Vale aclarar que no hay buenas estadísticas, salvo los libros de enterramientos de las distintas iglesias coloniales. En estos tiempos, Francisco Muñiz, uno de los fundadores de la ciencia en la Argentina, comenzó a probar una vacuna que llegó a experimentar con sus hijos y con él mismo, para inocular en toda la población indígena y así evitar las enfermedades “europeas”, logrando excelentes resultados desde Buenos Aires hasta Mendoza, y mejorando la visión social sobre el tratamiento vacunatorio.

El estado sanitario de las ciudades argentinas era en general más saludable que en Europa, como consecuencia del diagrama urbano de cuadrícula que impusieron los españoles y su construcción en valles o cercanas a grandes ríos, donde los vientos generaban condiciones saludables, y los cursos de agua no estaban contaminados por actividades industriales.

Los brotes de fiebre amarilla de la década de 1850

1852 mostró algunos casos de fiebre amarilla en Buenos Aires, al tiempo de su separación de la Confederación Argentina. Cinco años después, Montevideo iba a ser azotaba por la misma enfermedad. Dirá José Penna, gran médico y estudioso de las epidemias, que “los primeros casos de fiebre amarilla en Montevideo… en algunos marineros que habían comunicado clandestinamente con buques que en esa fecha cumplían su cuarentena en ese puerto, porque procedían de Río de Janeiro, donde reinaba epidémicamente esa enfermedad. Entre los buques… “Le Courrier” que había perdido en su viaje al piloto y al carpintero y tenía aún tres enfermos al entrar en la rada”. Este brote afectó a un tercio de la población oriental y murieron 888 sobre los 15.000 habitantes de la ciudad.

En 1858, en la calle Balcarce 242 de Buenos Aires, comienza un brote de fiebre amarilla con el contagio de una porteña, cuyo esposo llegó de Río de Janeiro, como portador sin síntomas. Es importante aclarar que no se supo hasta fines del siglo XIX que el vector de la enfermedad era un mosquito. Se creía por entonces en la transmisión persona a persona o por el agua contaminada, lo que parecía confirmado por el hecho que la mayoría de los casos habitaban las mismas casas.

Las epidemias de la Guerra contra el Paraguay

Pero lo que iba a marcar la historia de las epidemias argentinas sería la guerra de la Triple Alianza, desde 1865: las condiciones de los campos de batalla eran de tal insalubridad que los soldados murieron más en los campamentos infectados por el cólera y la fiebre amarilla que por las balas enemigas. En 1867 comenzará a bajar el cólera de la mano de los enfermos y heridos que en barco bajaban por el río Paraná. El viaje de soldados desde el interior y el Litoral hacia el Paraguay, y su regreso cuando estaban agotados, iba a ser el medio de expansión de las pestes, extendiendo la enfermedad por Corrientes, Goya, Santa Fe, Rosario, San Pedro y Buenos Aires, para luego avanzar sobre Mendoza, Santiago del Estero, Córdoba, San Luis y Catamarca. Durará con altibajos unos ocho años. Como también la peste negra (así se la llamaba) llegó a Río de Janeiro, muchos la interpretaron como la “venganza negra del Paraguay”, que estaba siendo devastado en esa guerra contra Brasil, Argentina y Uruguay.

Como consecuencia de la expansión del cólera, Santiago del Estero sufrirá una gran epidemia desde 1868, para combatir la cual, en 1873, será nombrado Antonio Baldi, como médico de sanidad, quien estableció un cordón sanitario hacia el sur de la provincia, lo que no impidió la llegada del brote a la capital provincial. Terminada la peste fueron reconocidos varios otros médicos santiagueños por su desempeño: Viaña, Linning y Mendilaharzu.

Estas epidemias, consecuencia directa de la guerra, iban a marcar la historia de la salud y la sanidad de la Argentina moderna. Los miles de muertos del cólera y de la fiebre amarilla fueron incontables y el abordaje de la tragedia permitió mejorar el futuro. El próximo domingo nos encontraremos, si Dios quiere, para el relato de las dos gigantescas epidemias que cambiaron la historia para siempre: el cólera de 1867 hasta 1874; y la fiebre amarilla de 1870 y 1871.

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