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El Señorito Bobby: Una historia de los 50

27/09/2020 00:11 Viceversa
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El Señorito Bobby: Una historia de los 50 El Señorito Bobby: Una historia de los 50

La casa se dispone a permanecer tres meses cerrada, como un gran lobo gris que acecha, en espera del regreso de los seres miserables que le dan vida. ¡Pero yo les regalaré un espectáculo que no olvidarán!

Como paciente araña, en el rellano más bajo de la escalera y oculta por los balaústres de mármol blanco, espero. Con una valija y ropa para tres meses, espero.

Mientras, recuerdo: —Zaira, servime más jugo.

Zaira, con el uniforme heredado que flota sobre su cuerpo escuálido, se apresura a cumplir mi orden, la orden de su hija-patrona. Vuelca unas gotas sobre el mantel, le digo idiota y tarada; los grandes se ríen del enojo de la “patroncita”.

Yo tendría cinco años esa noche y ya no le pertenecía a ella. Había pasado a ser propiedad de sus patrones, el matrimonio maduro, sin hijos, que se había prendado de mí. En la niñez, primero mi cuna y después mi cama, estuvieron al lado de Elisa, a quien siempre llamé mamá. Pobre Elisa, tan buena y tan estúpida; nunca pude quererla. No conocí otro padre que Pacho, como yo había rebautizado al respetable abogado que reía hasta las lágrimas con las gracias que él mismo me enseñaba. A él lo quise al principio, antes de que me inspirara lástima y desprecio: Elisa y el señorito Bobby (el hermano menor de Pacho) hacían el amor casi ante sus ojos; él no podía ignorarlo.

Un día me enteré de que a Zaira la habían echado; algo de un faltante de plata del escritorio de Pacho. Estoy segura de que el culpable fue Bobby, siempre acosado por sus deudas de juego. Mi madre no se despidió de mí: no quiso o no la dejaron; nunca la volví a ver.

¿Por qué no me adoptaron? Existió la intención; recuerdo la visita del otro hermano de Pacho, un juez que no venía nunca. Se encerraron en el escritorio y escuché su voz: nuestro apellido no irá a parar a una cabecita negra. Es evidente que Pacho, bueno pero débil, no quiso contradecirlo.

Me enviaron al colegio estatal que está en esta misma manzana (quizás para evitarme humillaciones). Cada tanto, venía a jugar conmigo una sobrina de Elisa, de mi misma edad. Cuando cumplimos quince, la amistad se cortó. Se ve que tuvo vergüenza de presentarme a sus amigas “de verdad”. Lloré; en mi llanto por la amiga perdida había más resentimiento que pena.

Ya nombré al señorito Bobby, el “tío” solterón que vivía con nosotros en el petit hotel familiar. Pero ese sólo empezó a ser importante en mi vida a los doce, cuando mi cuerpo se llenó de redondeces precoces que atraían a los hombres. Esto lo veía en la muda admiración de los mandaderos del almacén y de la farmacia, cuando traían los pedidos; nunca se animaron a decirme nada, aunque yo los provocaba con melindres y posturas que resaltaban mis nuevos encantos. Fue con ellos que tomé conciencia del poder que ahora ejerzo sobre mis nuevos compañeros de Facultad.

Hoy, 2 de enero, mis padres se fueron a la estancia de Areco hasta fines de marzo. A mí no me gusta el campo, así que me quedaré en casa de una compañera de la Facultad. Rendiremos Derecho Romano en marzo.

El señorito Bobby planea volar mañana a Río de Janeiro; de allí irá a cazar al Mato Grosso, con un par de amigos cariocas, depredadores como él.

Pero hoy, bronceado e impecable, britches blancos y la fusta bajo el brazo, Bobby se dispone a pasar su último día en Buenos Aires en el Club Hípico Alemán; su “segundo hogar”, lo llama él. Con la camisa azul con charreteras y el bigote recortado, cree parecerse a Clark Gable en Mogambo. él no se ve cómo es ahora: un galán maduro y bastante ajado, con un mechón que se tira sobre la frente, en un peinado que intenta disimular la calvicie contra la que lucha sin éxito con lociones y ungüentos.

Lo acompaña Führer, su inseparable dóberman: un perrazo con orejas de diablo, que sólo a él responde. Hoy el perro debe lucirse con una demostración de sus habilidades: saltar vallas, atacar a un supuesto asaltante y otras boludeces que su amo le enseña. Según Bobby, es capaz de destrozar a un hombre; le creo.

Bobby me desfloró a los doce y ahora, cansado de mí, pretende darme un trato de tío a sobrina; hasta finge interesarse por mis estudios. Supongo que también ha seducido a Zaira; yo nací en esta casa ¿será mi padre? Recuerdo cuando mi “tío” me buscaba en los cumpleaños de mis compañeras de colegio y, de camino a casa, me llevaba al hotel donde iba con sus queridas. Elisa nunca sospechó nada (una prueba de su estupidez); aunque es posible que lo imaginara y decidiera ignorarlo.

Hoy, “Sociales” del diario La Nación, anuncia que Bobby se va a casar con esa rubia del Hípico, una tal Grettel Von no sé cuánto, a la que trajo a almorzar un día; es hija de un Barón alemán que estuvo con el nazismo. Apuesto a que no se casará, ni con ella ni con nadie. él, él, me enseñó a odiar. ¡Cómo lo amé! Creo que aún lo amo un poco y por eso lo odio más.

Bobby y su perro bajan en el viejo ascensor, con el ruido de cables que lo caracteriza. Mil veces he calculado los segundos: espero hasta que esté justo entre el primer piso y la planta baja, con paredes ciegas por los cuatro costados, ese corto trayecto que me asustaba de chica. El corazón me late con fuerza cuando bajo la llave que corta la energía eléctrica.

Cargo mi valija y salgo. La puerta cancel y la pesada puerta de calle, impiden que siga oyendo los alaridos del señorito Bobby llamando, llamándome.


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